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Cuando indignarse no es suficiente Opinión

Cuando indignarse no es suficiente

María Inés Picazo Verdejo
Por : María Inés Picazo Verdejo Directora de Vinculación Social Universidad de Concepción
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Como en todo conflicto, las movilizaciones estudiantiles que vive con relativa frecuencia el sector educacional chileno plantean la relación entre los fines buscados y los medios empleados para lograrlos. Hay quienes sostienen que la gratuidad de la que beneficia hoy buena parte de los estudiantes de la educación superior bien valieron seis meses de paralización de gran parte de los planteles públicos y privados en 2011. O que para firmar protocolos que resguarden los  derechos de quienes son agredidas sexualmente, se hayan paralizado durante semanas decenas de facultades en otras tantas universidades en 2018. Para otros, la naturaleza de algunas estrategias empleadas y la envergadura de sus costos académicos ensombrecen los propósitos de las demandas.

El paisaje de las movilizaciones estudiantiles en Chile es conocido y recurrente. Facultades ocupadas, bloqueo de los accesos al campus, funas a profesores y estudiantes, cientos de conductores anónimos empantanados en tacos gigantescos, personas complicadas en sus trabajos, obligaciones que no se pueden cumplir, responsabilidades impedidas de asumir. En cada uno de esos episodios de fuerza hay miles de indignados, ahí donde no podría caber sentimiento sino para la total adhesión a las demandas estudiantiles. Así las cosas, sobran razones para sumarnos a las justas peticiones de estudiantes, pero faltan para adherirnos a sus estrategias cuando éstas son violentas.

Seguramente el célebre florentino, Maquiavelo, resolvería que los fines justifican los medios. Cierto que así planteado, en teoría, lo más seguro es que todos nos declararíamos antimaquiavélicos argumentando que es mejor solucionar los problemas con la razón y con medios razonables y no recurriendo a cualquier ardid. Y es que es difícil de comprender la reivindicación del respeto de derechos si este respeto no se practica.

El dilema se vuelve un nudo gordiano si las medidas de presión se convierten en la trama misma del conflicto, algo así como cuando el uso de la fuerza parece transformarse en un fin en sí mismo. Por ejemplo, cuando la toma de una facultad se escribe antes que el petitorio de exigencias o que el pliego de situaciones indignantes. O sea, primero viene la toma de una facultad y días después se conocen las razones. Esto ocurre en no pocas ocasiones. En estos casos, el camino por recorrer hasta la solución del conflicto se hará forzosamente más difícil y los atropellados en sus derechos son empujados al conflicto “por secretaría”.

El asunto entonces es, si es legítimo utilizar un medio dudoso para lograr fines honrosos. Y digo dudoso pues la legitimidad de ciertos recursos empleados en las movilizaciones sociales, como la toma, es cuestionable cuando se conculcan los derechos de parte de la comunidad académica y de la ciudadanía. Esta situación apunta al reconocimiento de derechos. Hanna Arendt, desde su experiencia de persecución y terror, ya lo sentenció: el primer derecho es tener derechos, incluso los de quienes no comparten los fines o los medios de las movilizaciones estudiantiles. No respetar los derechos de los demás deja un daño moral en la comunidad académica, en la sociedad y, por supuesto, en quienes los cometen.

Me parece a mí que existe una asociación entre conflicto y violencia en Chile que no es natural sino tal vez cultural. Esto la hace peligrosa, pues corremos el riesgo  de normalizarla en democracia como expresión del uso de nuestra libertad. Pero la violencia no es nada más que un arma de imposición ideológica y de vulneración de los derechos del otro.

El peligro también para una futura sana convivencia en los campus, es la existencia de una irresponsable costumbre en uso entre parte de la comunidad académica. Sean como sean y duren lo que duren los conflictos, al final de los acuerdos “aquí paz y después gloria”. La indignación de la mayoría de la comunidad académica por los atropellos a sus derechos cede espacio a la urgencia por recuperar las actividades universitarias perdidas. Y entonces es cuando los conflictos con violencia se convierten en un capítulo más de una saga previsible sobre cuyos episodios no nos damos tiempo de reflexionar.

En los movimientos estudiantiles y feminista que hemos vivido en Chile en los últimos tiempos no basta con indignarse frente a los abusos hacia los estudiantes o hacia las mujeres. Tampoco basta con indignarse por la conculcación de los derechos de quienes se oponen al uso de los medios violentos, como las tomas o los cortes espontáneos de calles. Cuando la calma regresa debería trabajar toda la comunidad académica para establecer acuerdos o fijar protocolos de actuación en caso de conflicto, para prevenirlo, para convivir civilizadamente cuando estalla, para atenderlo, para salir de él. Es tiempo entonces de sentarnos a conversar sobre aquéllas reglas mínimas de convivencia en el conflicto. Aquéllos mínimos civilizatorios que aseguren los derechos inviolables de todos y cada uno de nosotros cuando nos enfrentamos. Se trata de ese conjunto de derechos y situaciones mínimas que eviten que en caso de conflicto pasemos del lado oscuro de la injusticia maquiavélica, esa que se genera cuando los fines justifican el uso de cualquier medio. El consenso sobre esos mínimos evitaría que las demandas justas y la honestidad de las denuncias se acompañasen de episodios injustos.

Tal vez sería útil crear en los campus un espacio abierto para el debate permanente de todo tipo de ideas, una suerte de Speakers Corner londinense donde la reunión esté guiada por los principios universitarios: discusión, conocimiento, respeto y objetividad. No es empresa fácil, sobre todo porque nos desafía a pensar sobre los límites de nuestra libertad de acción y a hacernos cargo, como nos enseñó Sartre, de nuestra responsabilidad como individuos más allá del movimiento y causa a que adhiramos. Tampoco es fácil porque el desencanto hacia la política hace más denso el aire de desconfianza que separa a la ciudadanía y a los estudiantes de sus autoridades. Y sin embargo desde las aulas, no deberíamos abdicar de nuestro rol de formadores en educación cívica. La Universidad es un archivo de conocimiento, de cultura, de civismo, de habilidades de comunicación. Al final de cada conflicto deberíamos atesorar más sabiduría si es que hemos aprendido la lección.

Estoy convencida de que los movimientos sociales no han dado lo mejor que pueden dar en la defensa de los derechos de los estudiantes y de las mujeres.  El coraje que han mostrado también se necesita en la resistencia no violenta de la lucha contra los abusos. Otros indignados antes que ellos demostraron que sí se puede, que transformación social y medios violentos no van de la mano, que la firme determinación y las estrategias no violentas pueden levantar olas. Buffy Sainte-Marie, logró una revolución con su guitarra. Y el grupo La Rosa Blanca luchando contra Hitler desde la clandestinidad levantó a miles de ciudadanos con sus panfletos.

Para terminar de sacudirme esa pegajosa máxima maquiavélica, permítame el Rector Unamuno hacer un giro de aquéllas sublimes palabras que espetó al fascismo desde las aulas salmantinas. Mucho me temo que, conculcando los derechos de otros como ocurre en una toma de facultad, las gestas estudiantiles tal vez convencerán a unos pocos, pero no vencerán. Pues no podría darse por victoriosa una revolución con tantos caídos: los derechos de muchos, la calidad de la educación de todos, la imagen de la educación pública

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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