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Crimen organizado: un poco más de seriedad es bienvenida Opinión

Crimen organizado: un poco más de seriedad es bienvenida

Francisco J. Leturia
Por : Francisco J. Leturia Profesor Derecho UC, Abogado, Doctor en Derecho
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Cuando el problema de la droga se analiza en forma amateur, infantil y demagógica, las medidas que se adoptan no corren mejor suerte. Ya hemos visto que tratar el consumo de drogas como un problema criminal en vez de problema de salud y educación, es un error grave desde la lógica de las políticas públicas. Sabemos también que la prohibición no ha ofrecido resultados positivos frente a los objetivos que la han motivado, sino lo contrario. Pero la militarización en el control del narcotráfico, aunque tenga apoyo en las encuestas, agrava aún más el problema. Entre otras razones, porque opera como un subsidio a la formación de bandas criminales más sofisticadas y temerarias, más dispuestas a la corrupción profunda y a la violencia.


La agenda noticiosa de los últimos días ha estado marcada por el anuncio presidencial de un endurecimiento de las leyes contra el «crimen organizado». Podríamos entrar en el análisis de si se refiere a cualquier tipo de organización criminal: para obtener ganancias por vía de la colusión, fraude fiscal masivo para financiamiento y pagos a políticos, tráfico de influencias y actividades de lobby, o masivos encubrimientos de abusos sexuales para evitar condenas e indemnizaciones, realizados por grupos religiosos. En estricto rigor, muchas actividades podrían ser catalogadas de «crimen organizado». Pero todo parece indicar que a lo que se está apuntando es a aquellas organizaciones vinculadas con el contrabando de sustancias químicas actualmente prohibidas y aptas para el consumo humano.

El narcotráfico es el problema que más muertes y daño institucional puede generar en Chile en el corto plazo, así como lo ha hecho ya en muchos países de la región. Enfrentar el tema en forma madura y sin cálculos políticos pequeños, debe ser una prioridad ética de quienes nos interesamos en los asuntos públicos y el bien común.

Un tratamiento frívolo del mismo o que busque instrumentalizar con fines políticos, no solo es irresponsabilidad y cobardía, sino también complicidad pasiva con cientos de muertes y focos de corrupción.

Consumo de drogas, tráfico y corrupción institucional

Nadie discute que el abuso de drogas y otras sustancias puede acarrear graves problemas para la salud. Pero, junto con ello, hay al menos tres problemas adicionales, distintos y concatenados. El primero es empírico: los experimentos de prohibición iniciados a comienzos del siglo pasado en diversas latitudes y circunstancias (Ley Seca), no han disminuido el consumo, sino lo contrario.

El segundo es el lucrativo negocio del contrabando generado y subsidiado por la prohibición. El tercero, los esfuerzos que muchos realizarán por corromper/intimidar a la suficiente cantidad de agentes del Estado (policías, jueces, agentes de aduana y autoridades de diverso tipo) para que este negocio sea más seguro y efectivo, y que en algunos casos, aunque sean muy minoritarios, tendrán éxito.

Cada uno de estos problemas tiene orígenes y lógicas distintas, y por lo mismo, exige abordajes y soluciones diferentes. El problema del consumo irresponsable de productos nocivos, así como los inconvenientes físicos y psicológicos que generan, debe ser tratado principalmente desde la lógica de la salud pública e individual, y desde campañas de educación. La criminalización, en este punto, distrae energías y recursos, y resulta poco efectiva.

El problema del lucrativo negocio del contrabando nace de una lógica ingenua y utopía: la capacidad de control absoluto de los mercados, cada vez más complejos y atomizados. En el caso de las drogas, la existencia de una demanda altamente inelástica (y peor aún, creciente), siempre dará espacios para la aparición de alguien dispuesto a correr los riesgos de sortear la aduana y hacerse millonario en cosa de horas.

El problema de la corrupción institucional y de la violencia organizada es quizás el más grave y serio de todos, y el que debería concentrar nuestra mayor preocupación y energía. Pero antes de entrar en él, debemos hacernos algunas preguntas básicas:

¿Es de verdad posible controlar?

¿Cuántos agentes estatales se requieren para revisar todas las maletas, contenedores, aeronaves, barcos y vehículos que entran al país, día y noche, a lo largo de toda nuestra frontera, aérea, terrestre y marítima, tanto por pasos habilitados y no habilitados?

Con gusto responderíamos, pero contiene un error metodológico. Corregida la pregunta, es: ¿cuántos agentes no corruptos, ni corrompibles, ni amedrentables, se requiere para hacer de la frontera una muralla china invulnerable? ¿Tenemos posibilidades de contar con los recursos humanos y financieros para lograrlo? La verdad: no hay poder humano (ni presupuesto) en el mundo, capaz de lograrlo. Por el contrario, educar y atacar la demanda (el consumo), como se hace con el alcohol y otras sustancias peligrosas, parece permitir avances paulatinos pero reales.

¿Son los narcos los que primero tocan la puerta de los políticos? ¿O es al revés?

El escándalo ante los dichos de la diputada Orsini pocos días antes del estallido social, respecto de que hay parlamentarios que tienen vínculos con el narcotráfico, muestra cómo en Chile se ha impuesto, de facto, un tabú comunicativo a cualquier intento de analizar seriamente la influencia del narcotráfico en la política.

Está bien que se exijan pruebas y cierto nivel de responsabilidad a quien realiza acusaciones concretas. Pero ya la exministra Pérez se había visto obligada a concluir, luego de un áspero forcejeo político, que no había antecedentes para sostener que pudieran existir vínculos entre los dineros calientes del narcotráfico y la actividad política.

No dudo que, por ahora, esa afirmación respeta en forma adecuada el principio de presunción de inocencia que todos merecemos. Pero también es probable que la ciudadanía, desde hace muchos meses, ya se haya formado una opinión en un sentido muy diverso y que exige que tomemos medidas preventivas, partiendo por evitar los discursos apresurados, que por su forma y tenor provocarán casi automáticamente sospechas y desconfianza en la población.

[cita tipo=»destaque»]Cuando la lucha es voto a voto, más de algún candidato o agente de campaña sentirá la tentación de recurrir a quienes pueden, con un chasquido de dedos, jugar un rol decisivo para cambiar el resultado de una votación. Resumen: son los políticos los que muchas veces buscan a los narcos, y no al revés.[/cita]

Seguramente, pronto alguien asegurará que no hay parlamentarios ni autoridades de Gobierno que consuman drogas, de la misma manera como nos demostraron, tras largos años de investigaciones judiciales, que casi ningún político cometió delitos para financiar ilegalmente sus campañas. Eso no va a ayudar en nada.

Pero más allá de estas pequeñas controversias y la dinámica farandulesca que generan, tras todo esto, hay temas sumamente serios. Por ejemplo, una de las característica del poder corruptor del narcotráfico es que la experiencia internacional muestra que han sido los políticos quienes primero golpean la puerta a estos «influyentes señores», buscando aquellos ansiados recursos económicos y logísticos de los cuales depende, en buena medida, la conquista del poder: redes organizadas de vehículos, activistas y votantes, voluntarios para hacer casa a casa, capacidad para gestionar traslados de electores de una circunscripción electoral a otra, financiamiento de afiches y cajas de alimentos, operaciones de espionaje e inteligencia hechas al borde o fuera de la ley, amedrentamiento a donantes y partidarios de las otras listas, entre muchos otros.

Abierta esa puerta, una peligrosa alianza puede quedar forjada y, una vez consolidada, echarla abajo será difícil.

Cuando la lucha es voto a voto, más de algún candidato o agente de campaña sentirá la tentación de recurrir a quienes pueden, con un chasquido de dedos, jugar un rol decisivo para cambiar el resultado de una votación. Resumen: son los políticos los que muchas veces buscan a los narcos, y no al revés. Por ello, en vez de reacciones histriónicas y destempladas, ¿no convendría estudiar un poco la historia y los riesgos a los que nos estamos exponiendo?

¿Qué podemos hacer para quitarles efectivamente a los narcotraficantes el poder de corrupción que, gracias al dinero del contrabando, consiguen a raudales? La respuesta más pragmática es evitar que el negocio sea tan lucrativo. Y si los riesgos de su giro son menores, no tendrán la necesidad de andar armados.

Militarización de las fronteras, ¿a quién beneficia?

Cuando el problema de la droga se analiza en forma amateur, infantil y demagógica, las medidas que se adoptan no corren mejor suerte. Ya hemos visto que tratar el consumo de drogas como un problema criminal en vez de problema de salud y educación, es un error grave desde la lógica de las políticas públicas. Sabemos también que la prohibición no ha ofrecido resultados positivos frente a los objetivos que la han motivado, sino lo contrario.

Pero la militarización en el control del narcotráfico, aunque tenga apoyo en las encuestas, agrava aún más el problema. Entre otras razones, porque opera como un subsidio a la formación de bandas criminales más sofisticadas y temerarias, más dispuestas a la corrupción profunda y a la violencia.

¿Quiénes saldrán del mercado con un aumento y militarización del control?

Los traficantes aficionados: el comerciante norteño que con las manos temblorosas mete entre los fierros de su vieja camioneta un kilo de baja calidad conseguido en los mercados informales de algún país fronterizo; el universitario inmaduro que trae una botella con ayahuasca de su viaje al Amazonas; las mujeres dedicadas al microtráfico en poblaciones marginales. ¿Si ellos son los que salen, en manos de quién queda el lucrativo negocio de la droga?

A los más audaces, temerarios y organizados, que junto con beneficiarse con un alza de los precios y reducción de oferentes, se ven obligados a aumentar su capacidad militar y poder de corrupción, entre otros.

La consecuencia es obvia: más deterioro institucional y más muertes, a ambos lados del negocio. Para colmo, todos sabemos que los narcotraficantes pagan extraordinariamente bien. Y esta escalada requiere el reclutamiento de profesionales, nacionales o extranjeros, especialistas en operaciones encubiertas, expertos en armas y radares, pasos fronterizos, comunicaciones encriptadas, inteligencia. En resumidas cuentas, personas entrenadas en la audacia, en el control del miedo, y que cuenten con «inside information» o vínculos correctos.

¿Dónde es casi el único lugar donde encontramos este tipo de profesionales en Chile? Mejor ni pensarlo, pero una cosa es segura: disponer recursos públicos para que unos y otros se acerquen y entren en contacto, no parece buena idea. Un fracaso seguro. Y no estamos ante un problema nuevo. Por ello persistir en políticas que han dado malos resultados es especialmente grave.

La ingenuidad colectiva ha hecho alianza con la ignorancia y frivolidad de los políticos, que deberían comenzar a sentir sobre sus espaldas las graves consecuencias de su liviandad: corrupción, muertes, enfermedad, caos institucional, etc.

La prensa masiva también ha contribuido a perpetuar la barbarie en estas materias. El día que murió Pablo Escobar, por ejemplo, el diario colombiano El Espectador habló del «fin del narcotráfico en Colombia».

Casi 30 años después, Colombia sigue proveyendo cerca de un 80% de la cocaína que se consume en Estados Unidos (aproximadamente la misma cifra porcentual de siempre, pero hoy mucho mayor en tonelaje que hace 30 años).

Pero sería injusto decir que nada ha cambiado. Los «narcos» han aprendido a vivir en casas sin jirafas y pistas de aterrizaje, y limpian y organizan profesionalmente el lavado de sus activos. México parece estar un poco más atrasado en estas materias. Pero su sofisticación es cosa de pocos años.

Estados Unidos ha invertido mucho más dinero en la guerra contra las drogas de Latinoamérica que en campañas de prevención, educación y rehabilitación de sus propios adictos y consumidores, que aparte de ser americanos (America first!), son la condición o causa primera de este billonario negocio.

¿Puede significar esto que los políticos gringos realmente nunca han estado muy interesados ni preocupados por sus adictos, sino que más bien aprovecharon una coartada de buena narrativa para introducir miles de soldados y agentes de inteligencia en los países más estratégicos de América Latina?

Puede ser. De hecho, la preocupación yanqui por el tema recién comenzó cuando los narcos colombianos de los 80 ingresaron en las lides de la arena política, amenazando con desestabilizar el mapa político de la región y afectar sus intereses económicos. Vietnam estaba demasiado cerca en la memoria y era necesaria una excusa mejor.

En Chile no lo hacemos mal. El programa «Elige vivir sin drogas» tiene menos de 1 millón de dólares de financiamiento, y estábamos dispuestos a gastar más de 60 millones de dólares en la organización de una cumbre climática.

¿Están bien puestas nuestras prioridades? Alguien podría decir que sí. Pronto aprobaremos una ley contra el crimen organizado y las autoridades del país ya nos han informado que no hay políticos vinculados al narcotráfico. Podemos dormir tranquilos.

Debemos elegir: seriedad o complicidad. No estamos acostumbrados a dimensionar la extensión de las redes de la droga, pero el aparato logístico que se requiere para el éxito del negocio es inmenso, y va mucho más allá de un funeral con balazos y fuegos artificiales.

Según fuentes oficiales, por ejemplo, la red del Cartel de Juárez la componen más de un millón de personas, entre los que hay bodegueros, informantes, vigías, químicos, proveedores, choferes, así como policías, sicarios, agentes de aduana, abogados, banqueros, políticos y todo lo que se requiere para que el 18 de septiembre, en Chile, según notas de prensa, un 25% de los automovilistas controlados den positivo en el narcotest (con prevalencia de alcohol y cocaína).

El problema del consumo es por sí solo bastante grave, dañino y complejo como para sumarle elementos populistas. La droga no es un problema de «hippies» ni de «volados». La ignorancia y liviandad frente a estos temas puede volvernos verdaderos cómplices pasivos ante escenarios diarios de muerte, corrupción y deterioro institucional.

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