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Ay, Lucía… Opinión Crédito: Archivo

Ay, Lucía…

Paulina Morales Aguilera
Por : Paulina Morales Aguilera Dirección de Formación General, Universidad Diego Portales
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No me alegra su muerte. Pero no dejo de pensar en que pudo morir en compañía de sus hijos, algo que les fue negado a miles de familias en el Chile dictatorial y frente a lo cual no movió un dedo ni una hoja. Al final del día, podría decirse que, pese a su avanzada edad, no lo vimos venir. Daba la impresión que sobreviviría a todo y a todos. Su obstinación vital era casi un acto de provocación. Encarnaba los últimos estertores de un régimen del terror que se negaba a morir. Era y es un recordatorio de lo que ha costado sacudirse del autoritarismo. En realidad, de lo lejos que estamos de lograrlo, a juzgar por el escenario de la segunda vuelta de la elección presidencial del próximo domingo.


Casi como una paradoja, me enteré de la muerte de Lucía Hiriart mientras participaba en un seminario titulado “Filosofar en el Autoritarismo”, cuando al momento de las preguntas y comentarios del público uno de los expositores compartió la noticia. De ahí en adelante, todo ha sido horas de vértigo vertiginoso.

Mis pensamientos y sensaciones se agolpan incontenibles, desordenados, a borbotones. Imposible no recordarla en sus tiempos de gloria en dictadura, cuando hacía ostentación de su poderío político y económico. Porque sí, pese a que proyectaba la imagen de la madre-esposa modelo, de la verdadera “mujer del soldado”, como la llamó el dictador en su discurso final como comandante en Jefe del Ejército, era todo menos una inocente esposa y abnegada madre.

Lucía amaba el poder, incluso antes de llegar a él, y por eso impulsó con insistencia a un timorato Pinochet a sumarse al Golpe de Estado aunque fuese a última hora. Por ello también su decisión de instalarse en dependencias del edificio Diego Portales (la UNCTAD en tiempos de la Unidad Popular), desde donde el dictador ejercía con mano dura y sangrienta el poder total. Justamente estando allí, además, pudo establecer un estrecho vínculo con Manuel Contreras, el encargado del trabajo sucio del régimen. Al parecer, existía una enorme afinidad entre ellos…

El poderío económico de Lucía se reflejaba en las costosas remodelaciones de sus cada vez más numerosas y fastuosas propiedades. También en su estilo de vida, vestuario, peinados, accesorios, entre otros. Se dice que su modelo era Carmen Polo, la esposa del dictador Francisco Franco. Sus sombreros marcaron tendencia y eran alabados en las revistas femeninas de la época; se la consideraba distinguida, elegante, adjetivos con los que la prensa obsecuente solía adularla.

[cita tipo=»destaque»]Mis pensamientos y sensaciones se agolpan incontenibles, desordenados, a borbotones. Imposible no recordarla en sus tiempos de gloria en dictadura, cuando hacía ostentación de su poderío político y económico. Porque sí, pese a que proyectaba la imagen de la madre-esposa modelo, de la verdadera “mujer del soldado”, como la llamó el dictador en su discurso final como comandante en Jefe del Ejército, era todo menos una inocente esposa y abnegada madre.[/cita]

Mi cercanía con aquella mujer fue así muy de soslayo, dijéramos. Recuerdo una ocasión en que –estando en la enseñanza básica– el acto cívico del colegio fue dirigido por la señorita Rina, quien llegó a cumplir su rol con un sombrero Lucía style. De hecho, así le escuché comentar con admiración a dos profesoras en el patio. Mientras tanto, los estudiantes formábamos en fila a pleno sol y debíamos entonar el himno nacional completo, aunque mis padres nos habían prohibido a mis hermanas y a mí entonar la segunda estrofa.

También por esos años, escuché historias de mujeres que escribían cartas a la primera dama pidiéndole que intercediera por sus hijos hechos prisioneros o en paradero desconocido por acción de las fuerzas represivas de la época. Lo hacían pensando que en su condición de madre se compadecería del dolor que vivían. Pero ella siempre se mantuvo inmutable y esas cartas nunca tuvieron respuesta.

No me alegra su muerte. Murió en total impunidad, pese a ser la cómplice más cercana y activa del dictador en la defraudación de las arcas públicas y el enriquecimiento ilícito, como ya la justicia lo ha establecido.

No me alegra su muerte. Pero no dejo de pensar en que pudo morir en compañía de sus hijos, algo que les fue negado a miles de familias en el Chile dictatorial y frente a lo cual no movió un dedo ni una hoja.

Al final del día, podría decirse que, pese a su avanzada edad, no lo vimos venir. Daba la impresión que sobreviviría a todo y a todos. Su obstinación vital era casi un acto de provocación. Encarnaba los últimos estertores de un régimen del terror que se negaba a morir. Era y es un recordatorio de lo que ha costado sacudirse del autoritarismo. En realidad, de lo lejos que estamos de lograrlo, a juzgar por el escenario de la segunda vuelta de la elección presidencial del próximo domingo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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