Nos gustaría relevar la necesidad de que el Estado, especialmente a través de los Ministerios de Medio Ambiente y Minería, se organice y financie equipos de trabajo interdisciplinarios que apunten a la construcción de un proceso de gobernanza de las zonas de sacrificio en base a evidencia, para lo cual es fundamental reconocer su complejidad económica, social, territorial y técnica.
El reciente anuncio del cierre de la fundición de Ventanas por parte del directorio de CODELCO y el conflicto que generó la medida puso en el centro del debate público a la zonas de sacrificio y las medidas políticamente deseables para gestionar estos territorios. A partir del caso de Ventanas, en esta columna intentamos abrir el debate sobre las zonas de sacrificio, argumentando que existen muchas otras zonas similares en nuestro país que son mucho menos visibles para los tomadores de decisiones, la opinión pública y los medios de comunicación. Nos referimos a las zonas asociadas a la actividad minera y, en particular, a aquellos territorios donde los desechos de dicha actividad (los llamados relaves mineros) son depositados. Con este texto, pretendemos contribuir a la apertura de un debate que nos parece fundamental para pensar el futuro de nuestro país, más aún si es que Chile pretende continuar basando su desarrollo en torno a actividades extractivas.
Chile es el tercer país con mayor cantidad de depósitos de relaves en el mundo, con 742 infraestructuras distribuidas a lo largo del país, la mayoría aglomeradas en Andacollo, La Higuera, Copiapó e Illapel. Estas verdaderas montañas tóxicas son fruto del proceso que separa el mineral económicamente más valioso de aquellos que no son comercializables. Se estima que cada 30 horas se genera en Chile una cantidad de relaves equivalentes a un cerro Santa Lucía o a más de 1 ½ Estadios Nacionales y se prevé que para el 2025 la producción de desechos mineros aumentará en un 74% con respecto al 2014. Los depósitos de relaves son infraestructuras encargadas de contener todos estos materiales tóxicos, manteniendo segura a la población cercana. Lamentablemente, los desechos mineros continúan contaminando el medioambiente y afectando la salud de la población aún décadas después de ser depositados; además, a pesar de todas las medidas de seguridad que se puedan tomar, tranques y depósitos de relaves pueden fallar, llevando a la destrucción de amplias zonas y a la pérdida de innumerables vidas humanas, como ha ocurrido recientemente en Canadá y Brasil. Si bien no existen estudios sistemáticos sobre el riesgo que generan los depósitos en Chile -lo cual es un interesante desafío-, existen condiciones que hacen pensar que en Chile puede haber un mayor riesgo, sobre todo entendiendo la condición sísmica del país y los potenciales cambios producidos por la crisis climática, como las recientes e intensas lluvias en el norte del país.
Es imposible separar la existencia de depósitos de relaves del ritmo de la producción minera y la calidad del material extraído. En este sentido, visualizamos un potencial aumento de la producción de material de relaves debido a -al menos- dos razones: primero, la reducción generalizada de la ley del mineral extraído, lo que implica producir cada vez más residuos para obtener la misma cantidad de mineral de calidad comercializable. Y, segundo, la creciente demanda global por cobre para hacer posible la transición energética, es decir, la implementación de tecnologías capaces de generar energía limpia que reemplace el uso de combustibles fósiles.
Un aspecto relativamente poco mencionado en la discusión pública en torno a las zonas de sacrificio es su carácter paradójico. Dicha paradoja tiene que ver con el hecho de que ciertas actividades productivas generan empleos y ganancias económicas para el sector privado y para el fisco (que en el segundo caso pueden ser orientadas a la construcción de infraestructura pública y programas sociales para combatir la pobreza, entre otros) a costa de la degradación ambiental y el riesgo a la salud y la vida de los habitantes cercanos. Sin embargo, nos parece que en el caso de los zonas de sacrificio por relaves mineros, esta condición paradojal se complejiza, contribuyendo a su relativa invisibilidad.
Dicho lo anterior, ¿por qué existen, por un lado, zonas de sacrificio conocidas a nivel nacional y, por otro, lo que llamamos las “otras zonas de sacrificio”, más invisibles para la opinión pública, la investigación académica y los medios de comunicación? Consideramos que hay a lo menos tres aspectos que ayudan a comprender esta diferencia: i) la percepción e incerteza de la población, ii) la “violencia lenta” ejercida por el Estado, y iii) los aspectos culturales y territoriales propios de las zonas mineras.
En ciertos casos, la certeza de vivir en una zona contaminada es completa e irrefutable, y está fuertemente sustentada por la experiencia cotidiana de sus habitantes. En Ventanas, las industrias y el humo que emanan se pueden ver y oler, y los casos de intoxicación se volvieron hechos cotidianos. Los habitantes de Puchuncaví y Quintero llevan años con dificultades para respirar, tos, náuseas, desmayos, irritación del aparato respiratorio, vómitos y dolor abdominal, entre otros. Es también el caso de Freirina en la región de Atacama, otra zona de sacrificio paradigmática, donde el intenso olor de las chancheras de la empresa Agrosuper fueron prueba innegable de la contaminación de la zona.
En el caso de los relaves mineros, la experiencia cotidiana puede ser mucho más sutil y las pruebas de la contaminación menos contundentes: muchas veces los relaves no se reconocen a simple vista, están alejados de los centros habitados, o se han fundido con el paisaje natural; mientras que los efectos en la salud tienden a ser lentos y acumulativos, pudiendo tardar mucho en expresarse. Por otro lado, la información médica, científica o técnica referida a la toxicidad o potencial riesgo de los depósitos de relaves tiende a ser inexistente, incompleta, poco clara, o no ha sido debidamente publicada. Todos estos elementos producen un alto grado de ansiedad e incerteza en la población aledaña, tal como ha sido descrito por los investigadores argentinos Javier Auyero y Débora Swistun bajo la noción de ‘incerteza tóxica’.
Muchas veces el Estado ejerce sobre ciertos territorios y comunidades una especie de “violencia lenta”, como ha sido llamada por el investigador norteamericano Rob Nixon. Este tipo de violencia suele no ser espectacular o visible para la opinión pública (a diferencia de otras violencias más directas provenientes del Estado como la ejercida por las policías) y tiende a prolongarse por períodos extensos de tiempo, pudiendo pasar completamente desapercibida. La idea de “violencia lenta” suele usarse para hablar de territorios que han sido degradados medioambientalmente en pos de la imposición de un modelo de desarrollo impulsado a nivel central por el Estado, pero cuya implementación ocurre muchas veces a través de omisión, más que de acción. En el caso de las zonas contaminadas por relaves mineros, esto es muy claro y bastan un par de ejemplos: En Chile aún no contamos con una norma de calidad de suelos para determinar su grado de contaminación y, de ese modo, poder asignar responsabilidades a las empresas mineras; por otro lado, y a pesar de tener un catastro nacional de relaves, aún no hay completa claridad acerca del número, propiedad, tamaño, riesgo y toxicidad de muchos de ellos, sobretodo en el caso de los que se encuentran inactivos o abandonados; entre muchos otros aspectos de regulación y fiscalización en los que el Estado de Chile está atrasado.
Como mencionamos anteriormente, creemos que lo paradojal de las zonas de sacrificio se intensifica en el caso de las zonas mineras. Muchas veces, el poblamiento y crecimiento de estos territorios ha ocurrido de la mano del desarrollo de este rubro productivo, existiendo elementos de unidad territorial e identidad cultural fuertemente relacionados con la minería. Esto se debe en gran parte a la acción consciente del Estado central, que en distintos períodos históricos ha decidido aglomerar territorialmente la extracción intensiva de recursos naturales, asignando roles productivos a las distintas regiones del país, y participando activamente en la construcción histórica de dichas zonas. Todos estos factores territoriales, culturales e institucionales dificultan la implementación de acciones que vayan en la dirección de desarticular dicho proyecto regional, como podría ser la resistencia activa de las comunidades locales en contra de la contaminación producida por la industria minera.
A modo de cierre de esta columna, nos gustaría relevar la necesidad de que el Estado, especialmente a través de los Ministerios de Medio Ambiente y Minería, se organice y financie equipos de trabajo interdisciplinarios que apunten a la construcción de un proceso de gobernanza de las zonas de sacrificio en base a evidencia, para lo cual es fundamental reconocer su complejidad económica, social, territorial y técnica. Estos equipos pueden proveer al Estado de un diagnóstico socio-territorial integrado que sea capaz de identificar las zonas que han sido más afectadas por las distintas etapas de la actividad productiva. Creemos que la interdisciplinariedad es clave en este caso porque, además de la importancia de debatir sobre una ley de suelos y sobre los estándares que consideraremos nocivos o tóxicos, también es urgente integrar una visión histórica de cada caso, y las perspectivas, deseos y necesidades de las propias comunidades respecto a su vida cotidiana.