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Una nueva Constitución, ¿pero descafeinada…? Opinión Crédito: Mediabanco

Una nueva Constitución, ¿pero descafeinada…?

Es lo que hay… Es un acuerdo en la medida de lo posible. Es lo que nuestras fuerzas políticas pudieron negociar y acordar. Mal que mal, con el Rechazo en el plebiscito de septiembre, la oposición mantuvo su poder de veto para las modificaciones constitucionales. Y lo ejerció, simplemente. Quizá el oficialismo cedió demasiado. Quizá no había alternativa y correspondía ser pragmático y acordar algo, aunque sea imperfecto. Habrá que esperar el producto final.


Seamos francos: el acuerdo sobre el mecanismo para un nuevo proceso constitucional no es muy bueno, pero es lo que hay

Luego de casi 100 días de diálogo, descubrimos que todas las concesiones hechas por el oficialismo y la DC durante este proceso no fueron suficientes para lograr el objetivo básico: que el órgano fuera 100% electo, paritario y con escaños reservados para los pueblos originarios, y que los expertos, si existían, tuvieran un rol meramente consultivo, no resolutivo (a menos que fueran también elegidos por el pueblo).

Recordemos cuáles habían sido ya las concesiones.

Primero, la existencia de 12 puntos o bases institucionales que, a pretexto de evitar a toda costa “nuevas aventuras refundacionales”, limitan el ámbito de la discrepancia legítima dentro del nuevo órgano constituyente, prohibiéndose desde ya, por ejemplo, que el Estado pueda ser regional, o federal, o plurinacional; o que el Poder Legislativo pueda ser unicameral; o que se reconozca autonomía a los pueblos originarios o que consagre al menos algún tipo de pluralismo jurídico; o que el Estado pueda satisfacer ciertos derechos sociales sin participación obligatoria de instituciones privadas; o que se pueda eliminar la Corte Constitucional y entregar esas materias a la Corte Suprema; o que puedan existir Estados de Excepción distintos de los cuatro actuales (de Asamblea, de Sitio, de Catástrofe y de Emergencia). Con esto se limita la soberanía popular, naturalmente. ¿A cambio de qué se entregó esto? Algunos confiábamos en que a cambio de un órgano 100% electo. Punto para la oposición.

Segundo, se aceptó que existiera un árbitro, que tutele el cumplimiento de las bases institucionales, cuestión que introduce un elemento distorsionador de la voluntad soberana, ya que ese árbitro no emana de la soberanía popular y estará llamado a decidir cuestiones sustantivas. Otro punto para la oposición. ¿A cambio de qué?

Tercero, el oficialismo no pudo convencer al otro lado de la mesa de que ese árbitro fuera la Corte Suprema, garantía de seriedad e imparcialidad, y tuvo que aceptar que se cree un “Comité Técnico de Admisibilidad”, órgano paritario compuesto por 14 integrantes (juristas connotados, supuestamente), nombrados por ambas cámaras del Congreso Nacional, cuya tarea será resguardar “la neutralidad y el respeto de las bases institucionales del proceso constituyente”. Nuevamente, otro punto para la oposición. De nuevo: ¿a cambio de qué?

A cambio de un órgano redactor 100% electo, confiábamos muchos, reitero. Pero no fue el caso. Ayer, martes 12 de diciembre de 2022, el oficialismo y la DC abandonaron el punto más importante de la negociación, aquel en que, si no se lograba, era preferible –en mi opinión– promover un nuevo plebiscito de entrada, para que la ciudadanía decidiera. Se acordó básicamente lo siguiente: el órgano redactor, que se denominará pudorosamente Consejo Constitucional, estará constituido por 50 personas, electas, con paridad de género, bajo el sistema electoral aplicable al Senado, y con escaños indígenas supernumerarios, y que adoptarán sus acuerdos con un quórum de 3/5.

Este Consejo no trabajará libremente, sin embargo, sino sobre la base de un anteproyecto constitucional que elaborará un grupo de 24 expertos (también paritario) designados por el Congreso. Una vez acordado por el Consejo Constitucional el articulado permanente de proyecto constitucional y las normas transitorias, debidamente armonizadas, el grupo de expertos emitirá un informe proponiendo modificaciones, las que deberán ser aprobadas por 3/5 del Consejo o rechazadas por 2/3. Si no se aprueban ni rechazan de esa forma, se constituirá una comisión mixta de seis integrantes de cada órgano (Consejo y grupo de expertos) que tomará la decisión final.

¿Por qué es malo este acuerdo?

Porque el proyecto que surja de este proceso quizá sea mejor que la Constitución actual (la vara no es muy exigente, claro), pero su legitimidad democrática estará comprometida.

Lo primero que salta a la vista es la peligrosa tendencia a la pospolítica (por llamarla de alguna forma): esa idea cándida o interesada, pero siempre vana y antidemocrática, de que la técnica puede reemplazar a la política.

Decíamos, en otra columna, que no se puede eliminar la política de la política. Que a la hora de decidir qué Constitución deben tener los chilenos, no hay diseños correctos ni incorrectos (dirimibles, los unos de los otros, por un grupo generoso de sabios), sino que decisiones políticas que afectarán de distinta manera a distintos grupos de la sociedad.

En una sociedad democrática, no son los expertos quienes deciden hasta qué punto el Estado debe intervenir en la economía; ni si el Estado debe ser confesional, neutro, laico o laicizante; ni si debe ser unitario o federal, parlamentario o presidencial, multicultural o plurinacional; ni si reconoce distintos tipos de familia, derechos reproductivos y sexuales o la perspectiva de género, o si postula una única mirada moral. Es pura fantasía la idea de que la ciencia, la técnica, el conocimiento y la experticia van reduciendo inexorablemente el ámbito de lo político y que, por lo tanto, la tecnocracia minimiza las discrepancias posibles y maximiza el consenso. Y de esto peca, y harto, este acuerdo.

Lo segundo que destaca es la falta de representatividad y la debilidad del Consejo Constitucional. En efecto, el único de los tres órganos participantes en el proceso que será generado por votación popular, el Consejo Constitucional, no será elegido respetando cabalmente el principio de representatividad democrática (una persona, un voto) porque utilizará el sistema electoral del Senado, que es una cámara de representación territorial, no poblacional (en Santiago un consejero podría requerir un millón de votos; en Aysén, 50 mil). Los otros dos órganos de expertos, para qué decir: serán designados por las fuerzas políticas del Congreso actual, sin participación popular alguna. Y los poderes constituyentes del Consejo serán, asimismo, muy débiles.

Para empezar, el comité de 14 expertos que oficiará de árbitro de los 12 principios constitucionales tendrá un poder de veto excepcional, ya que dichos principios están redactados de una manera bastante amplia, permitiendo en los hechos que se veten o acepten normas, según la conducta deferente o poco deferente (inmiscuyente) que decida adoptar el árbitro frente al Consejo. (El actual Tribunal Constitucional sirve para ejemplificar este punto: en su control de constitucionalidad, a veces actúa con deferencia y respeto a la soberanía popular, y declara constitucionales aun leyes que estima no son convenientes; otras veces, actúa como una tercera cámara, se inmiscuye en la labor legislativa, y rechaza por inconstitucionalidad las leyes que considera negativas, aunque sea en extremo discutible que tengan vicios de inconstitucionalidad).

Por su parte, el grupo de 24 expertos que compartirá la facultad constituyente con el Consejo tendrá, también, poderes exorbitantes: no solo redactará el anteproyecto de la Constitución (no puede subestimarse la importancia de esto: controla absolutamente la discusión y la agenda) sino que tendrá además poder de veto sobre el producto final, solo superable con un quorum de 2/3 de los integrantes del Consejo Constitucional.

El proyecto de Constitución que surja de este proceso será una norma tutelada, protegida de la ciudadanía, y quizá no cambie demasiado el statu quo ni redistribuya de una manera más equitativa el producto de la cooperación social. Podría tratarse de una verdadera Constitución descafeinada.

Sin embargo, es lo que hay… Es un acuerdo en la medida de lo posible. Es lo que nuestras fuerzas políticas pudieron negociar y acordar. Mal que mal, con el Rechazo en el plebiscito de septiembre, la oposición mantuvo su poder de veto para las modificaciones constitucionales. Y lo ejerció, simplemente. Quizá el oficialismo cedió demasiado. Quizá no había alternativa y correspondía ser pragmático y acordar algo, aunque sea imperfecto. Habrá que esperar el producto final. Paradójicamente, un indicio de que ese producto final no resulte ser tan descafeinado será si, al final del proceso, las típicas fuerzas del statu quo llaman de nuevo a rechazarlo. El partido Republicano ya va por ese camino. Veremos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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