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El Presidente, su ministro y los condones Opinión País

El Presidente, su ministro y los condones

Daniel Loewe
Por : Daniel Loewe Profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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El interés en adquirir conocimientos sexuales, así como en acceder sin mayores dificultades a condones, de modo de poder evitar serias enfermedades, es suficientemente importante como para ser protegido por un derecho, aun contra la mejor intensión de los padres. Contra la opinión del Presidente y de su ministro Gerardo Varela, los colegios (públicos y privados) deben participar en la educación sexual de los niños incluso contra la voluntad de los padres.


El Presidente Sebastián Piñera y su ministro de Educación, Gerardo Varela, comparten la misma opinión.

Si bien en su vida privada el ministro opta por una educación más bien liberal para sus hijos (“sin abejitas” y comprándoles condones), no la hace extensiva a los hijos de otros. Esto se debe a que “yo no le puedo decir a usted cómo tiene que educar a los suyos”. Por su parte, el Mandatario, si bien nada dice de la educación por él escogida y, de un modo apropiado y a diferencia del ministro, tampoco sobre la capacidad sexual de sus hijos, afirma que los colegios tienen que participar de la educación sexual de los niños, pero nunca contra la voluntad de los padres”. En opinión de ambos, por estas razones no se debiesen instalar dispensadores de preservativos en recintos educacionales.

Es ciertamente correcto sostener que los padres tienen la primacía en la educación de sus hijos. Hay suficientes argumentos a favor de esta premisa. Por ejemplo, razones de eficiencia para circunscribir el foco de la responsabilidad: si cada cual fuese responsable por todos, el resultado en la interacción social sería suboptimal.

Este tipo de argumentos suele acompañarse de apelaciones al sentimiento natural que se da entre padres e hijos. Quizás el Jefe de Estado tiene en mente este tipo de argumentos al sostener que el derecho educativo de los padres se basa en que ellos son los que “mejor saben las formas de enseñarles” y “los que más los quieren”. Pero estos argumentos no pueden sostener por sí mismos toda la carga normativa del privilegio y/o responsabilidad educativa de los padres.

[cita tipo=»destaque»]Sea cual sea el estatus justificativo de los argumentos esbozados (consciente o inconscientemente) por el Presidente y su ministro, ellos no justifican un derecho absoluto de los padres sobre sus hijos y, ciertamente, tampoco sobre la educación de los mismos. Atrás quedaron los días en que se consideraba a los niños como propiedad de su padre o a este como el representante exclusivo de los intereses de su progenie, como proponía John Locke. Y es que, como ya Locke tiene que haber sabido, y sin duda el Mandatario sabe, hay padres que dañan los intereses fundamentales de sus hijos, incluyendo por cierto un interés en poder llegar a desarrollar un modo de vida autónomo.[/cita]

Si el fundamento normativo se redujese a las razones expuestas, entonces el derecho educativo parental tendría la extensión fáctica del sentimiento de amor de los padres o de las capacidades pedagógicas paternas, lo que es absurdo. La opinión del ministro Varela parece ser más sostenible. No se trataría ni de amor, ni de conocimiento, sino de autoridad. Su declaración: yo no puedo decir a usted cómo educar a sus hijos, expresaría la idea de que yo no tengo la autoridad para decir a usted cómo tiene que educarlos.

En esta interpretación, el derecho educativo de los padres sobre sus hijos es expresión de su autonomía entendida de un modo extendido, como extensión de la autonomía de los padres sobre sus hijos. Este es un buen argumento: todos tenemos buenas razones para querer poder ser activos participantes en la educación de nuestros hijos (de hecho, en una posición imparcial defenderíamos esta potestad). Desde esta perspectiva, una intromisión contraria a nuestra voluntad en la educación de nuestros hijos, sería una violación de nuestra autonomía parental.

Pero sea cual sea el estatus justificativo de los argumentos esbozados (consciente o inconscientemente) por el Presidente y su ministro, ellos no justifican un derecho absoluto de los padres sobre sus hijos y, ciertamente, tampoco sobre la educación de los mismos.

Atrás quedaron los días en que se consideraba a los niños como propiedad de su padre o a este como el representante exclusivo de los intereses de su progenie, como proponía John Locke. Y es que, como ya Locke tiene que haber sabido, y sin duda el Mandatario  sabe, hay padres que dañan los intereses fundamentales de sus hijos, incluyendo por cierto un interés en poder llegar a desarrollar un modo de vida autónomo.

Las causas pueden ser variadas: incapacidad, desinterés, ignorancia, maldad, falta de amor, o quizás exceso del mismo, etc. –como bien se sabe, las posibilidades de hacer las cosas mal siempre nos exceden–. En estos casos, ni la eficiencia, ni el amor parental, ni la autonomía de los padres puede valer más que el interés fundamental de sus hijos. Es por eso que, con respecto a los niños, no se trata de una relación binaria entre padres e hijos, sino de una tríada en que un tercero, el Estado, está llamado a defender los intereses fundamentales de los niños aún contra sus padres, en caso de que estos últimos atenten contra aquellos. Así, en ciertos casos los niños terminan en el Sename, y ya sabemos cómo nuestra sociedad se hace cargo mediante sus instituciones de estos niños y sus intereses. El desarrollo jurídico y social que sustenta este entendimiento considera a los niños como detentores de derechos y no solamente como beneficiarios de sus padres.

Tampoco en el caso de la educación, como en muchos otros, los intereses fundamentales de los niños pueden pesar menos que los intereses de sus padres. Los padres no poseen un veto a la educación de sus hijos si al hacerlo efectivo violan sus intereses fundamentales.

A modo de ilustración, imagine padres que se oponen a que sus hijos adquieran habilidades de lecto-escritura o conocimientos básicos de matemática en razón de sus valoraciones y creencias (por ejemplo, el valor de una vida simple, etc.).

Es evidente que, en este caso, los padres violan un interés fundamental de sus hijos, y que ninguna apelación al amor parental, o a la eficiencia social del vínculo, o a la autonomía parental justifica esta violación. Ciertamente, en muchos casos es difícil trazar la línea entre el interés fundamental de los niños y los intereses y derechos de los padres. (Por ejemplo, en el famoso Wisconsin vs. Yoder, la Corte Suprema de EE.UU. otorgó a los padres amish el derecho a retirar a sus hijos de la escuela dos años antes de lo estipulado por la ley de escolaridad obligatoria, dado que los niños tendían a retirarse de la comunidad, haciendo peligrar la libertad religiosa de los padres). Pero el principio es suficientemente claro.

Y bien, ¿se ve violado un interés fundamental de los niños cuando, en razón de los intereses de sus padres, se les niega educación sexual efectiva o se limitan las posibilidades de acceder a preservativos en recintos educacionales? En mi opinión, sí. Los niños tienen derecho a que se les garantice el acceso a ciertas oportunidades, tales como el desarrollo de ciertas habilidades y la adquisición de ciertos conocimientos.

Estas habilidades y conocimientos no solo incluyen aquellos necesarios para ser un miembro productivo de la sociedad, pudiendo así alcanzar el éxito individual, además de potenciar así el capital humano. Ellos tampoco se reducen a aquellos requeridos para poder participar activamente de la ciudadanía, considerando a los otros no ya solo como socios productivos sino como sujetos dignos de estima social y respeto. En mi opinión –aunque es controvertido– estas habilidades y conocimientos deben posibilitar también el desarrollo de una buena vida, entendiendo por esta una que incluye un entendimiento del mundo y de nuestra posición en él (y por eso, parcialmente la importancia de las ciencias, las artes y la filosofía).

La adquisición de conocimientos acerca de la sexualidad resulta fundamental para otorgar a los niños la posibilidad de ganar control sobre su propia vida, eventualmente evitando conductas riesgosas con efectos más o menos catastróficos en su vida. Tal es el caso del embarazo adolescente, pero también de la violencia en la pareja, y ciertamente de las enfermedades de transmisión sexual, cuyo foco mediático se centra hoy en la creciente tasa de contagio de VIH y Sida.

Esta posibilidad de control sobre la propia vida tiene conexiones importantes con los tres aspectos educativos mencionados. Poner a disposición de los jóvenes en los colegios la oportunidad de acceder a métodos de protección, como los preservativos, juega un rol subsidiario, ya que este acceso también facilita que los jóvenes puedan ganar control sobre su vida.

Si además consideramos la vida sexual de los jóvenes hoy, así como las crecientes tasas de contagio de enfermedades sexuales, esta no solo sería una política que atiende a los intereses fundamentales de los jóvenes, sino también una política astuta, en el sentido de disponer los medios de manera eficiente y efectiva para alcanzar un cierto fin.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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