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¿Los militares lograrán desmovilizar la “invasión alienígena”? Opinión

¿Los militares lograrán desmovilizar la “invasión alienígena”?

Nicolás Rojas Pedemonte
Por : Nicolás Rojas Pedemonte Doctor en Sociología, Director del Centro Vives de la Universidad Alberto Hurtado y Coordinador académico del Observatori del Conflicte Social de la Universitat de Barcelona.
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Como cualquier Estado, pueden cuidar el orden, pero bajando el estado de emergencia, protegiendo a la ciudadanía del vandalismo y dialogando políticamente con los movilizados que se animan a hacerlo. Muchos ya no confían en las instituciones, el modelo está deslegitimado (y mal parchado, incluido el proceso constituyente trunco), pero también muchas y muchos tocan cacerolas y siguen creyendo en el diálogo. Esta es la oportunidad para reconstruir nuestra comunidad política, para reconstruir el tejido y la cohesión social, para transformar nuestro modelo de desarrollo y el sistema político en uno realmente legítimo para la ciudadanía (evidentemente se protesta ante un modelo abusivo e ilegítimo), pero antes que todo hay que sacar a los militares de las calles y resguardar la vida.


El saldo es, al menos, 17 muertos en cuatro días de estado de emergencia frente a ningún deceso antes de su aplicación. Luego de la suspensión de libertades, la protesta se ha extendido a distintas regiones del país, y su capacidad disruptiva no decae, incluso bajo toque de queda. Se cambia el foco y la dinámica de la protesta, pero no se neutraliza. Luego del aumento de la represión, los sabotajes al comercio y al transporte público se han multiplicado, y expandido a otras áreas. Mientras más dura ha sido la respuesta del Gobierno, la capacidad disruptiva de las movilizaciones ha aumentado. Se suman sectores extremos que destruyen y saquean, y moderados que celebran cacerolazos en las plazas y esquinas.

De todos modos, las autoridades siguen aumentando la represión, prometiendo más militares en las calles y manteniendo libertades suspendidas con estado de emergencia y toques de queda sucesivos. ¿Qué sostiene estas medidas? Claramente, ningún cálculo pragmático, ni mucho menos la evidencia histórica ni la teoría moderna de los movimientos sociales. Si el Gobierno calculara racionalmente los costos y beneficios económicos y sociales de sus respuestas, o incluso aplicara –como economistas que son– la teoría de juegos, ciertamente, habría suspendido el alza el día viernes sin necesidad de suspender libertades y afectar nuestra historia democrática.

Suponiendo que las autoridades tienen un fundamento racional para la aplicación de todas estas medidas represivas, ¿en qué experiencia histórica o teoría contemporánea de la acción habrán basado sus decisiones en su intento de desmovilizar las manifestaciones? Y por lo demás, ¿están entendiendo realmente quiénes son los movilizados y qué demandan? En este artículo se procura responder –desde la teoría de los movimientos sociales– a estas dos interrogantes, acerca de la estrategia de desmovilización del Gobierno y sobre las características que hacen nueva y singular esta movilización, que la Primera Dama definió como una “invasión alienígena”.

¿Qué nos dicen los expertos en movimientos sociales?

Las teorías más arcaicas sobre los movimientos ven la protesta como una rabieta, un berrinche que puede ser controlado –como los padres tradicionales con sus hijos– a correazos. Y las perspectivas más románticas, los entienden como el despliegue de una fuerza universal y emancipadora, que no suele calzar con el realismo de la mayor parte de movilizaciones contemporáneas. Afortunadamente, el estudio de los movimientos sociales se ha desarrollado, y se ha complejizado –aun cuando el Gobierno y los opinólogos no parecen enterarse– en lo que la academia norteamericana conoce como la “teoría del proceso político”, y más recientemente como Contentious Politics Studies.

Se transita desde miradas reduccionistas, psicologicistas o racionalistas, hacia miradas multifactoriales y relacionales, con énfasis en el contexto político, pero sin desestimar la dimensión organizacional y subjetiva. Se trata de una mirada relacional y sobre todo histórica del conflicto social. En esta perspectiva, la represión se reconoce, efectivamente, como un mecanismo recurrente de desmovilización, pero que también puede tener efectos altamente movilizadores, como lo han estudiado eminencias mundiales como Donatella Della Porta o Sidney Tarrow.

La represión, así como puede desalentar y desmovilizar a ciertos actores, en otros casos puede fortalecer la lucha, incentivando el desarrollo de innovadoras y radicales estrategias de disidencia. Más allá de los cálculos de los gobiernos represivos, muchas veces –como explica Tarrow– “resulta más sencillo movilizar a gente contra una policía violenta y arbitraria que arroja a la cárcel a unos jóvenes y sinceros manifestantes que contra unas autoridades públicas razonables, que organizan seminarios para los manifestantes y protegen su derecho a la libre expresión contra sus oponentes”.

El uso de la represión por parte del Estado, sin duda, descansa en su monopolio weberiano de la violencia. Sin embargo, la represión representa un arma de doble filo: el ejercicio desmedido de la represión puede fortalecer las posturas más radicales entre los actores movilizados. La represión indiscriminada de sectores moderados, como ocurre inevitablemente en un estado de emergencia, fortalece las posiciones y convicciones de los más militantes al interior de los movimientos: los moderados, aun cuando intentasen institucionalizar sus estrategias, sus demandas seguirían siendo reprimidas, y desde esta experiencia frustrada legitimarían, a su vez, las posturas más radicales y violentas.

La experta italiana en represión, Donatella Della Porta nos ha enseñado que cuando la supresión de la protesta es selectiva, preventiva y legal es altamente desmovilizadora. Sin embargo, cuando es difusa (indiscriminada), reactiva (no preventiva), sucia (ilegal), y niega concesiones de todo tipo, aleja a los moderados del Gobierno y se provoca tal sensación de indignación entre los disidentes que, en vez de fragmentarlos, acentúa sus solidaridades. Así, en contextos democráticos donde la represión se hace ciega, inconsistente, pero a la vez limitada por la capacidad disruptiva de movimientos innovadores o por presiones nacionales e internacionales (con un Gobierno que reprime, pero a la vez intenta no dañar su imagen internacional), es probable que la causa gane aliados y nuevos miembros, mientras sus propias actitudes y acciones se radicalizan y se fortalece su compromiso interno.

En el declive de los ciclos de protesta en sistemas democráticos y participativos, el conflicto tendería a la institucionalización por el desgaste, la defección e incentivos que se ofrecen a los moderados. Sin embargo, en aquellos sistemas cerrados con una élite intolerante, propensa a la represión indiscriminada de la disidencia, aquella institucionalización resultaría menos viable. En sistemas políticos cerrados, poco participativos/representativos, y represivos, se podrían propiciar respuestas insurreccionales luego de contiendas “pacíficas” frustradas, tal como estamos viendo en el tránsito del “pacífico” ciclo de protestas del 2011-2012 al “violento” del 2019 en Chile.

Un estado de emergencia, con toques de queda, ciertamente, reprime también los pacíficos cacerolazos. Cuando existen vías político-institucionales de reivindicación, diálogo, participación y negociación, la represión podría efectivamente “incentivar” la moderación y tener un efecto disuasivo; pero cuando los colectivos no son escuchados, son abusados y además reprimidos, son prácticamente compelidos a la acción violenta y a la radicalización. Ejemplos históricos abundan, sobre todo en Latinoamérica y Europa. No obstante, podemos mirar nuestro propio contexto e historia reciente.

No resulta extraño, por ejemplo, que el peak de la violencia en La Araucanía durante el primer Gobierno de Piñera, se alcance el año 2012, luego de optar por la “mano dura” y por la regresividad de derechos (por ejemplo, Felipe Kast, como ministro de Desarrollo, congeló el Fondo de Tierras el año 2011). Tampoco sorprende que durante el último Gobierno de Michelle Bachelet, la capacidad disruptiva e incendiaria del movimiento se haya incrementado inusitadamente luego de aumentar exponencialmente el gasto policial (incremento de 1000% en la provincia de Arauco en 2015, frente al presupuesto del Gobierno anterior de Piñera). Año tras año, el territorio mapuche recibe más inversión policial, intentando apagar así el fuego con combustible. Es historia conocida.

En concreto, en los últimos días en Chile es posible identificar –desde el paradigma del proceso político– que, mientras se incrementó la represión y se restringieron las libertades, (a) se intensificó y difundió el conflicto hacia sectores históricamente desmovilizados y apartados; (b) aumentó la conflictividad y el flujo de información; (c) irrumpieron —o se reconfiguran— nuevos repertorios (transversalización de sabotajes e incendios en propiedad pública y transnacional) y marcos de acción colectiva (marco maestro del “abuso”) ; y (d) se constituyeron nuevas solidaridades internas entre movilizados que nunca habían colaborado. La represión indiscriminada del estado de emergencia –de gran dureza policial/militar y comunicacional– tuvo un efecto amplificador de la protesta y radicalizó transversalmente a la población. Sacar los militares a las calles no solo es ilegítimo, disruptor de nuestra historia democrática contemporánea, sino que también es inefectivo y contraproducente.

La violencia política y el “nuevo movimiento”

Charles Tilly, eminencia de la academia norteamericana sobre conflicto, nos ha explicado consistentemente que la violencia política –como repertorio de protesta– es resultado de la historia de las relaciones entre los actores involucrados. Así la violencia que presenciamos no tendría su raíz en ideas “fijas” ni “importadas” (idealismo) o en conductas básicamente instintivas (conductismo) de una nueva generación, sino principalmente, en las interacciones dinámicas entre los actores confrontados. La superación de la violencia colectiva, entonces, no resultaría del combate de ideas o del control de los impulsos, sino de la transformación de las relaciones del Estado de Chile y la ciudadanía. Sobre todo, supone reformular la relación con las nuevas generaciones y con los sectores más excluidos y disconformes hoy movilizados.

La violencia política –como la desplegada hoy en Chile– es un repertorio (ni “libreto” ni total “improvisación”) de contienda política: de “contienda” porque se reivindican intereses contrapuestos, y es de carácter “político” porque está en juego principalmente la relación entre los actores y el Gobierno. Desde esta perspectiva, no se puede desconocer el carácter político de la violencia hoy desatada.

No resulta razonable reducirla a las expresiones vandálicas o, mucho menos, tildarla de terrorismo, pues, por un lado, los objetivos son selectivos y, por otro, las reivindicaciones tienen una relación directa con los propósitos políticos que se persiguen: desestabilizar un modelo económico y político que les parece abusivo. No buscan, en particular, propagar la ansiedad y el terror en la sociedad. No hay aún antecedentes claros de ataques sistemáticos a hospitales o escuelas, por ejemplo, pero sí a la propiedad estatal y las grandes cadenas comerciales. El vandalismo se ha sumado a este ciclo de protestas, como también sectores moderados que intentan dialogar con el Gobierno, pero no son su estructura. ¿Entonces quiénes son?

Para poder entender esta movilización, es necesario superar las visiones desactualizadas de los movimientos, y las más conservadoras que ven en ella solo una pataleta juvenil. No estamos solo frente a una generación que no respeta a la autoridad, como ha sostenido Carlos Peña en recientes entrevistas televisivas, sino también frente a una generación que históricamente aprendió en su interacción con la élite gobernante sobre las limitaciones de la acción pacífica e institucional, y sobre todo acumuló experiencia movimentista en manifestaciones en las calles, en sus colegios y universidades.

Aprendió cómo luchar y cómo generar disrupción ante las fuerzas de control. Ya no necesitan organizarse porque ya están organizados. No necesitan construir una estructura de movilización porque ya la tienen, y son capaces de expandir sus redes y apropiarse de nuevas. No necesitan estudiar ni planificar cómo movilizarse, pues ya saben cómo hacerlo. La tecnología les ayuda, pero también la experiencia ganada. En Chile se consolidó una cultura movimentista en las últimas dos décadas, en un contexto donde los recursos políticos, simbólicos y tecnológico/comunicacionales son tan poderosos como los económicos y policiales. Estamos frente a un nuevo activismo, empoderado, que reacciona más rápido que nunca frente a los agravios.

En última instancia, contamos con una ciudadanía más alerta y con mayor capacidad disruptiva. Han acumulado experiencia y han forjado por años una robusta, dúctil y extensa estructura de movilización y organización. La cerrazón del sistema político y la élite gobernante, no los ha malcriado, como sostiene el profesor Peña, sino, más bien, les ha enseñado a ser rebeldes y cómo canalizar esa rebeldía. No hay respeto a la autoridad ni al sistema político heredado de la dictadura, pero también se cuenta con una capacidad disruptiva y una experiencia movimentista acumulada que nunca antes hubo.

El sistema político no puede seguir subestimándolos, ni creer que simplemente con represión los contienen. Los límites de nuestra democracia los hicieron expertos en combatir a la autoridad. Sí, expertos. Se movilizan tan rápido que parecen solo turbas. Tan rápido que parecen una movilización espontánea. Son una red extensa y horizontal, no un “ejército” liderado y centralizado por una mente subversiva, ni por una cúpula. Los más excluidos se les suman, los moderados también, pero la columna es una red de organizaciones ya tendida y consolidada por años por las organizaciones estudiantiles, secundarios y universitarios.

El contexto, con la respuesta intransigente y autoritaria del Gobierno, como también la adhesión ciudadana, le dio la justificación y la oportunidad política de movilizarse. Con la militarización no se desmovilizaron, ni lo harán. El Gobierno transformará la movilización y sus focos con este tipo de represión (porque la protesta es una interacción), pero difícilmente anulará o controlará a estos nuevos expertos en protesta, a esta nueva ciudadanía empoderada y organizada reticularmente. Habrá días más violentos que otros, pero la movilización no se detendrá, ni tampoco la violencia, si el Gobierno no negocia, no dialoga, ni desmilitariza las ciudades.

¿Y qué se proyecta cuando el Gobierno ya ha errado el camino de manera tan drástica? Lo que los expertos llaman un espiral de oportunidades políticas: un terreno sumamente fértil para la movilización de nuevos actores, con aliados disponibles en la élite política (en este caso en la oposición), con respaldo internacional y un Gobierno debilitado en su capacidad política y de control del orden público.

¿Hay posibilidad de enmendar el rumbo? Sí, la solución política del conflicto y no policial. Reconociendo que no se trata de un berrinche, ni de un actor difuso, sino de un movimiento político juvenil (principalmente estudiantil) que sumó en el camino a otros actores, y que tiene una estructura de movilización y una cultura política forjada en años de protesta y promesas no cumplidas.

Los conflictos se resuelven con concesiones de ambas partes, y la democracia es una negociación permanente, no un diálogo entre sordos, ni la crianza de niños mal portados. En esta movilización, el principal interlocutor de la sociedad civil debiesen ser las organizaciones estudiantiles. Son estas organizaciones las que iniciaron la movilización y quienes tienen la capacidad –no ilimitada– de cambiar el curso de las cosas.

No infantilicemos a esta movilización que, si bien es juvenil, tiene varios años de “carrete político”. Necesitamos hoy la responsabilidad política y el pragmatismo que no se tuvo el pasado viernes, cuando se postergó la suspensión del alza para el sábado, cuando ya habíamos perdido las primeras vidas. No sirven, por parte de nuestras autoridades, medidas matonescas e ideologizadas que solo buscan demostrar fuerza y determinación. Necesitamos pragmatismo y negociación, no un ideología autoritaria en nuestro gobierno y en el Ministerio del Interior.

Como cualquier Estado, pueden reprimir y cuidar el orden, pero bajando el estado de emergencia, protegiendo a la ciudadanía del vandalismo y dialogando políticamente con los movilizados que se animan a hacerlp. Muchos ya no confían en las instituciones, el modelo está deslegitimado (y mal parchado, incluido el proceso constituyente trunco), pero también muchas y muchos tocan cacerolas y siguen creyendo en el diálogo. Esta es la oportunidad para reconstruir nuestra comunidad política, para reconstruir el tejido y la cohesión social, para transformar nuestro modelo de desarrollo y el sistema político en uno realmente legítimo para la ciudadanía (evidentemente se protesta ante un modelo abusivo e ilegítimo), pero antes que todo hay que sacar a los militares de las calles y resguardar la vida.

Medidas específicas como la suspensión del alza del transporte o medidas concretas de “una agenda social”, son primeras señales de avance, pero no serán valoradas ni celebradas por el movimiento en un contexto de represión indiscriminada de estado de emergencia, con mártires en las calles. Es acertado que el centro político, los partidos de centroizquierda y la élite progresista propongan diálogo y un nuevo “contrato social”, pero urge que exijan con determinación la desmilitarización, evitando la escalada de la violencia y el aumento de las muertes. Redefinamos nuestras prioridades.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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