El hambre, la cesantía y la saturación del actual sistema de salud público en Chile, influyen directamente en el modo en cómo se vive la pandemia. Una suerte de “déja vù” o repetición sintomática de la peor crisis económica en el 1982 (plena dictadura cívico-militar) que acrecentó la pobreza, la desigualdad y la sensación de desvalimiento, en una época donde se hicieron las grandes transformaciones de la economía chilena y que desencadenó el 18-O en la población chilena, ante la agobiante inequidad en materia de salud, educación y de pensiones.
¿Qué implica hoy en día una familia chilena se encuentre derrumbada a nivel económico?; primero que claramente el Estado Chileno no logra ver (y no ha querido asumir), que las políticas en materia económica siguen siendo tan desiguales que impactan no sólo desde el punto de vista material, sino que también psíquico. Y, segundo, que el problema de la desigualdad económica y social, también afecta en cómo la pandemia se experimenta psicológicamente para las personas y sus familias, ante el miedo real de que el dinero se agote (si es que ya no se agotó).
De acuerdo a los lineamientos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el impacto del confinamiento y del Covid-19, puede generar en gran parte de la población un Trastorno de estrés postraumático (TEPT). Sin embargo, lo que hemos comenzado a evidenciar en la población es un nuevo momento donde la experiencia traumática puede recrudecerse y experimentarse con mayor angustia, miedo y rabia, frente al hambre y la crisis económica de las familias chilenas por la pérdida de sus fuentes de trabajo.
La frustración, la soledad y el odio, que los miembros de la familia pueden sentir por encontrarse frente a un Estado que no se hace cargo de resguardarlos a nivel económico y de salud, es tanto o más traumático que la experiencia de la pandemia. La recrudece y la hace insoportable, tanto para los miembros de la familia que sostienen la economía en el hogar como para los otros miembros que dependen económicamente y psíquicamente de ellos.
El 22 de mayo el The New York Times publicó un artículo titulado «La pandemia ha incrementado la ansiedad por el dinero: los terapeutas esperan curar eso», relata el default financiero que tuvieron que vivir las familias en el año 2008 lo ligaban con revivir una experiencia traumática similar a la que han tenido en estos tiempos. La ilusión de que todo estaba bien para los norteamericanos se cayó nuevamente con la pandemia; al igual que el caso chileno, el estallido terminó de hacer más visible la cruda desigualdad social. Lo anterior, se suma a los problemas económicos que tenemos actualmente por la forma en cómo el Estado ha realizado su política en la pandemia, impactando, con más fuerza la economía familiar que tiene que vérselas no sólo con la pandemia, sino que con los miedos de que el dinero se acabe. Aumentando, el estrés, la angustia y la ansiedad en los miembros de la familia y precarizando su salud mental.
En ese sentido, la pandemia se ha encargado de evidenciar que la crisis en la economía familiar y la relación que tiene cada una de las personas con el dinero, hace emerger todas nuestras ansiedades, miedos, necesidades de control, egoísmo y odio. Cuando nos acercamos a la realidad de que un «derrumbe económico» ocurra, el gran riesgo es que ya no nos importe la realidad del otro, acrecentando cada vez más deseos de destrucción que concreten el odio y la violencia en la población (tal como lo plantea el artículo por C.G. Fenieux, llamado: “Cuando el odio nos toca la puerta”, 2020).
Pese a lo anterior, nuestra solidaridad, creatividad y deseo de conformar con otros lazos que permitan afrontar las experiencias más duras de las catástrofes y de las crisis en la economía, también puede hacer de sostén en la población. Pero es necesario considerar, que vivimos en una realidad que debe ser pensada de acuerdo a nuestras diferencias subjetivas, realidades sociales y grupales, que están en constante intercambio con las políticas de Estado. Y que, en este último tiempo, ha llevado a restar nuestra posibilidad de sublimar y de crear, debido a un deseo explícito (y no necesariamente de un acto fallido) de las autoridades de no querer escuchar (de múltiples formas) el “malestar cultural” (concepto desarrollado por Freud,1930, en El malestar de la cultura).
Ahora bien, si algo hemos de poder aprender de las experiencias catastróficas en nuestra historia pasada (y presente), es que los grupos familiares y sociales han ayudado a que el impacto traumático sea menor, aminorando la intensidad de éste. Siendo muy importante que cada comuna y comunidad aporten a generar espacios de contención entre vecinos, amigos y nuevos grupos sociales.
El Estado siempre juega un importante rol a la hora de apoyar, restringir e incidir en espacios de cuidado para la población en situaciones catastróficas. Pero también es necesario considerar que, si el Estado no se focaliza realmente en políticas de corto y largo plazo, sosteniendo a las familias frente a crisis económicas, interviniendo en políticas sociales, de pensiones y de salud. La salud mental de la población seguirá siendo impactada por una política de Estado que falla y recrudecerá aún más la experiencia traumática de la pandemia, que terminará siendo devastadora para muchas y muchos de nosotras y de nosotros.