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¿Una Constitución a la francesa para Chile? ¡Hum! Cuidado Opinión

¿Una Constitución a la francesa para Chile? ¡Hum! Cuidado

François Meunier
Por : François Meunier Economista, Profesor de finanzas (ENSAE – Paris)
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Francia es uno de los pocos países que han adoptado un régimen llamado semipresidencial, consagrado en la Constitución de 1958 tras la llegada al poder del general De Gaulle. Este modelo ha sido objeto de reiteradas críticas de la ciudadana francesa que, en términos generales, giran en torno a denunciar su carácter, considerado congénito, de un “hiperpresidencialismo”.

En vísperas del debate constitucional en Chile, algunos consideran este modelo como una inspiración. Esto no sorprende. Desde el estallido de octubre 2019, hemos visto un cambio sustancial en el equilibrio de poder entre el Congreso y el Presidente. Es fascinante observar que fue en las oficinas del Congreso donde se concretó este gran momento político, el acuerdo del 15 de noviembre. Es por iniciativa parlamentaria que salen ahora leyes importantes como el retiro del 10% o quizás mañana un impuesto sobre el patrimonio. Este liderazgo parlamentario iría en contra del espíritu de la Constitución, y tal vez de su texto. La Presidencia parece estar desenchufada. Sería casi como revivir lo que Chile experimentó en 1891, a saber, un régimen parlamentario de facto bajo una Constitución presidencialista. En este contexto, algunos quieren limitar el poder del Presidente; otros, del Parlamento. Bueno, cortemos el queque por la mitad y apuntemos hacia un régimen semipresidencial. Pero, ¡cuidado con la tentación!

Resumir una Constitución en unas pocas líneas es un desafío, porque es inseparable del contexto histórico-social. Si tratamos de hacerlo para el caso francés, diríamos que su rasgo principal es un Presidente elegido por el pueblo, con la legitimidad que conlleva tal elección, pero sin la fuerte separación de los poderes Ejecutivo y Legislativo que caracteriza a un régimen presidencial.

La Cámara o Asamblea francesa de diputados (que prevalece sobre el Senado) tiene ciertamente el poder de quitar la confianza al Primer Ministro y a los ministros escogidos por el Presidente. Pero, a cambio, el Presidente tiene el derecho de disolver la Asamblea y convocar a nuevas elecciones legislativas.

Lo anterior en un ambiente donde el Parlamento tiene muy pocas de las prerrogativas que caracterizan a un régimen presidencial. Eso es el primer defecto. El Parlamento es principalmente un instrumento para respaldar al Ejecutivo. Este último puede recurrir fácilmente a decretos y leyes marco; controla muy estrictamente el procedimiento legislativo, reservándose la iniciativa de las enmiendas; puede forzar la aprobación de una ley, aunque no tenga mayoría en el Parlamento y tiene principalmente la iniciativa de los plebiscitos.

Francia, por ejemplo, es uno de los únicos países democráticos en los que el Presidente puede enviar el ejército a la guerra sin la aprobación previa del Parlamento. A pesar de progresos recientes, el Poder Judicial sigue estando bajo un fuerte control indirecto del Ejecutivo. Por último, el sistema electoral (uninominal con dos vueltas) da una ventaja significativa al bloque del partido mayoritario, que suele ser el bloque que apoya al Presidente. Los medios de que dispone la Asamblea para controlar al Ejecutivo son débiles: incluso un importante órgano de control, la Cour des Comptes, pertenece al Poder Judicial.

Pero viene un segundo defecto. La Constitución promueve una rivalidad de facto dentro del Ejecutivo. En sus términos, el Primer Ministro «gobierna» y el Presidente «preside». Pero presidir ha significado cada vez más gobernar, es decir, asumir el peso político de las decisiones del día a día. El Presidente domina, pero el Primer Ministro es quien tiene la maquinaria del Gobierno en sus manos e impulsa su propia agenda política. Los respectivos equipos del Presidente y del Primer Ministro, cada uno trabajando para su líder, tienen dificultades para cohabitar.

Para referirnos a Chile, es como si el ‘Segundo Piso’ dirigiera a los ministros en lugar del Presidente. Era bien sabido que Sarkozy y François Fillon, su Primer Ministro, se odiaban. La relación entre Mitterrand y Michel Rocard no era mucho mejor. Chirac, Primer Ministro en la época de Giscard d’Estaing, hizo todo lo que pudo para desestabilizar a su Presidente y, en 1981, cuando la izquierda tomó el poder, lo logró.

Todo esto podría funcionar más o menos bien si los calendarios electorales estuvieran alineados. Pero no había nada que impidiera inicialmente una mayoría en una elección legislativa contraria al color político del Presidente. Esto casi ocurrió en 1977 bajo la presidencia de Giscard d’Estaing, y se concretó en 1986 bajo la presidencia de Mitterrand y de nuevo en 1997 tras la desafortunada decisión de Chirac de disolver la Asamblea. El resultado fue lo que se llama «cohabitation», pero que en realidad era una inversión completa del poder: es el líder de la nueva mayoría legislativa, nombrado Primer Ministro, quien de hecho monopoliza todo el poder. El Presidente, desarticulado, solo busca entonces socavar la acción del Gobierno y recuperar su virginidad política. De hecho, Mitterrand fue reelegido en 1988 y Chirac en 2002.

Esto condujo a la reforma constitucional de 2000, que incrementó aún más el presidencialismo, al fijar un plazo de un mes entre las fechas de las dos principales elecciones. El candidato que gana la elección principal, la presidencial, crea una onda expansiva que permite al bloque de su partido ganar, un mes después, en las legislativas. Este fue el caso de Sarkozy en 2007 y de Hollande en 2012. Macron, que salió de la nada, logró en la dinámica de su victoria presidencial constituir un nuevo partido a partir de retazos, que por supuesto ganó las elecciones que siguieron. Si al contrario las dos elecciones se celebraran el mismo día, como ocurre en Chile, reaparecería el riesgo de cohabitation.

Muchos en Francia hablan de cambiar la Constitución hacia un mejor equilibrio. Proponen, por ejemplo, una elección indirecta del Presidente (como era al principio de la Quinta República en 1958); o la modificación de la ley electoral; o la ampliación de la iniciativa legislativa del Parlamento… La realidad es que todos los intentos de cambiarla en profundidad han fracasado.

Esto no es sorprendente, ya que la iniciativa de la enmienda recae solo en el Presidente. Cuando estaba en la oposición, Mitterrand denunció el «Coup d’État permanent» que fue la Constitución puesta en marcha por de Gaulle… a la que se acomodó cuando fue Presidente. El candidato Macron había prometido cambiarla en caso de ser elegido, pero seguramente no lo hará. Se necesita, como bien sabe Chile, una gran sacudida política para impulsar tales cambios.

Este exceso de poder presidencial trae una apariencia de estabilidad, pero ¿es un rasgo de un Estado más efectivo? No. La fuerza excesiva es, a menudo, una confesión de debilidad, un signo de incapacidad para lograr una amplia adhesión y empujar a los bandos políticos a comprometerse. La Francia del siglo XVIII, bajo la monarquía absoluta, perdió todas las guerras y quedó muy rezagada respecto del Reino Unido, tres veces más pequeño, pero más equilibrado. Hoy en día, Francia es sin duda, de todos los países de Europa Occidental (donde hay regímenes parlamentarios sin excepción), el más duro de reformar. Como recién llegado a Chile, puedo atestiguar una mayor vitalidad política y un debate más sostenido en el tan criticado Congreso chileno que en el Parlamento francés.

¿Seria posible establecer en Chile un régimen semipresidencial sin las fallas que hemos visto en el caso francés? La respuesta es sí. Basta que el Parlamento este bien protegido del poder del Ejecutivo, o bien que el Presidente no resulte del voto popular. ¡Oh! Pero eso es un régimen presidencial o, bien, parlamentario, y no más un semipresidencial. El modelo francés es un objeto constitucional bastardo que los miembros de una próxima Convención en Chile deben mirar con cautela.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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