Quienes vivimos en tiempos de pandemia sentimos que experimentamos algo excepcional e incomprensible, porque hemos perdido la noción de inicio y final. ¿Cuándo partió esto? Y, sobre todo, ¿cuándo termina? Resulta que la relevancia del orden del tiempo nos ahogaba, pero nos mantenía con los pies en la tierra, en una seudocalma (o adormecimiento).
Desde Santiago de Chile, esto se vive según tu lugar en el mundo. Pero hay señales. Por ejemplo, la luz de una oficina que de lunes a viernes ya estaba encendida a las 7 a.m. con un hombre en su puesto de trabajo. Así pasaba todo el día, hasta bastante tarde. Hoy, esa oficina está vacía. En Londres se vivió de modo similar, y con una suerte de certeza sobre el futuro: esto solo empeorará. Aquí, junto con la pandemia, llegaron sus consecuencias y la evidencia del daño que provoca una mala gestión gubernamental.
En la práctica, la continuidad del “estallido social” a la pandemia fue como un «Chile despertó» a «Chile quedó en espera». En definitiva, se llame estallido o pandemia, estamos experimentando los efectos de un modelo capitalista que se ha centrado en el individuo y hoy tiene su forma más radical en el neoliberalismo, instalado en Chile como una marca de nacimiento que ha diluido toda posibilidad de comunidad. Esto ha sido explicitado por el filósofo Sergio Rojas en un concepto que nunca falla, pues exhibe la contradicción en la que vivimos: la comunidad de individuos.
La inquietud que deja esta sentencia está arraigada en algo que ya sabemos y que el mismo Rojas se encarga de explicar, las lógicas de la globalización económica y cultural han fragilizado nociones como Estado, nación y comunidad. De ahí que el retiro del 10% de las AFP tenga como uno de sus efectos el aumento de la resistencia por parte de las personas a generar un fondo común. Un hecho que se vivió como un triunfo de la izquierda chilena, podría terminar legitimando un sistema que se busca derribar.
Pero sabemos que podemos aspirar a algo más. El estallido social, que hace poco cumplió un año desde su eclosión, dio cuenta de aquello. Performances viralizadas desde diversos lugares, afiches digitales de inspiración animé, arte urbano en su máxima expresión, lives de encuentros que buscaban reflexionar y observar la mejor cara de la creatividad artística situada. Un momento de creatividad efervescente, comunitario y, por cierto, acompañado por el horror y la represión más brutal. Después, pandemia. Término de transmisiones y el inicio de un periodo de incertidumbre. La creatividad pasó a ser una forma de búsqueda de soluciones, de resultados inmediatos y medibles, una vez más.
La creatividad, una palabra muchas veces manoseada por el management empresarial, también es transgresión. Construye universos que pueden parecernos inverosímiles en las lógicas actuales. En otras palabras, comprendida en estos términos, la creatividad permite reconocer y desarrollar futuros posibles que son más necesarios que nunca. Como Judith Butler nos recuerda, el futuro tiene un grado de impredecibilidad, sin embargo, sabemos que su llegada es innegable. Pero ¿en qué forma y condiciones? Eso todavía lo podemos modelar y, sin duda, imaginar.
El sociólogo Ulrich Bröckling nos propone distinguir los tipos de creatividad a partir de su descripción. Pues resulta fácil olvidar que hablamos de creatividad vinculada a la creación de obras artísticas, a la invención de un producto o proceso e incluso a modos de vida y proyectos económicos. Ahora bien, pese a la polisemia del concepto, progresivamente la creatividad se ha ligado fuertemente a la exigencia del emprendimiento y la innovación conducentes a rentabilidad, éxito comercial, etc.
Así las cosas, la creatividad es ambivalente: pasa de ser un recurso deseado a un potencial elemento amenazador. En otras palabras, parece que es valorada en tanto moviliza al emprendedor, al que quiere salir adelante. A los ciudadanos de buena voluntad, como diría nuestro Presidente.
Sabemos que esta retórica está marcada por el pensamiento estadounidense acerca de la creatividad en la economía contemporánea, lo que es perceptible en las escuelas de negocios, donde el enfoque está dirigido hacia las ciencias cognitivas por sobre la sociología o la filosofía, por ejemplo. La dificultad de renunciar a la creatividad y entregarla al ámbito de la productividad individual implica aceptar el corolario de clichés en torno a ella y su lugar en una civilización neoliberal. Sabemos también que la capacidad de crear es inherente a todas las personas, pero en un contexto que valora ciertas manifestaciones de esta por sobre otras, ¿quiénes pueden realmente desarrollarla? Bajo la premisa productiva, ciertamente, solo unos pocos.
Este tipo de pérdidas son comunes para quienes aún creemos en la resistencia, no por ello se deben aceptar sin dar la pelea. Pero un momento: ¿esto es ir hacia lo desconocido? Sí. Es suponer que la creatividad implica un colectivo, la imaginación, la borradura de límites. En definitiva, una apuesta audaz donde las lógicas capitalistas son desechadas y el arte –como modo de pensamiento– actúa como un medio amplificador, democrático y certero que no solo acelera la transformación, sino que también la modela.