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Hubo una vez un tren… Opinión Crédito: Museo Histórico Nacional

Hubo una vez un tren…

Cyntia Páez Otey
Por : Cyntia Páez Otey Periodista y Magister en Periodismo Internacional con mención en RRII
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Chile. Larguísimo trozo de tierra. Desconectado, lejano, solitario. Inasequible. Desierto al norte, valles fértiles al centro y, luego, majestuosas cumbres. Nuestro territorio se desmiembra entre glaciares y icebergs hasta llegar al silencio extremo. Pronto, gelidez antártica. Mar, tierra y cordillera. ¡Y cuánto mar!

A fines del siglo XIX, Chile ya había trazado una vía hacia el progreso. A pesar del poco tiempo transcurrido desde la guerra con sus vecinos del norte y la división político-social causada por la guerra civil, el motor que impulsaba su desarrollo no cesó la marcha. El salitre proveyó recursos suficientes para la construcción de una infraestructura que le permitiese controlar sus  intereses nacionales.

Lo cierto es que, como consecuencia de su herencia geográfica, no solo había zonas deshabitadas sino que además estaban desconectadas entre sí, lo que debilitaba el control al interior de las fronteras. Existían, pues, tres desafíos primordiales para ejercer la soberanía nacional e impulsar el desarrollo: poblar el territorio, interconectarlo y potenciar la infraestructura portuaria para el comercio internacional.

Willkommen in Chile

Con la colaboración del naturista alemán Bernhard Philippi, quien había viajado varias veces por Chile entre 1841 y 1883, y conoció a los parajes inhabitados cercanos a la ciudad Valdivia y el lago Llanquihue, el Gobierno de Manuel Montt impulsó en 1845, vía “ley de inmigración selectiva”, la colonización de estas lejanas tierras del llamado Sur Chico, limítrofe con La Araucanía.

Estos católicos y educados alemanes austriacos y suizos se establecieron en dos grupos: el primero, ubicado en el área de Osorno y la Unión, se dedicó esencialmente al comercio y el desarrollo industrial. El segundo grupo, compuesto por campesinos que se afincaron alrededor del Lago Llanquihue, un territorio hasta entonces completamente inexplorado. Numerosos escritos de esos colonos narraron lo difícil o incluso imposible que resultó llegar a las tierras que el Gobierno les había ofrecido, de modo que los primeros años fueron bajo durísimas condiciones de vida. Colonizar es empezar de cero. Es así como en la década siguiente se fundan las ciudades de Puerto Montt, en 1852, Puerto Varas, en 1853, y Frutillar, en 1856. 

El gran impulso agropecuario en torno a esta zona, con marcado acento germano, coincidió con la explotación de las tierras obtenidas tras la incursión del coronel Cornelio Saavedra en La Araucanía. Con la venta y cesión de grandes lotes de terreno a nuevos propietarios nacionales y extranjeros, se afianzaron variedad de cultivos que buscaban abastecer al mercado europeo. 

A inicios del siglo XX, los productos locales vieron incrementado el valor de sus productos. Una flota de cabotaje recorría el país hacia el Norte Grande, lo que significó nuevas oportunidades de negocios a una población históricamente precaria y carente. De pronto, la zona abastecía de legumbres, trigo, papas, vacuno, leche y sus derivados, cerveza y embutidos alemanes, lo que significó que los campesinos, agricultores y comerciantes sureños, reunieron pequeñas fortunas para invertir en nuevos negocios. 

Ciudad, tren y puerto: el trío perfecto hacia el progreso 

Junto al dinamismo económico derivado del poblamiento selectivo y el aprovechamiento de nuevas tierras productivas, Chile debió integrar a este vasto territorio nacional, invirtiendo en infraestructura que uniese pueblos y ciudades con caminos y líneas férreas.

Si bien la construcción de una infraestructura portuaria a lo largo la costa chilena estaba significativamente avanzada, aún no se vislumbraba la importancia estratégica que esto tendría para el desarrollo de su economía.

Puede parecer una ironía que el primer tren que unió Santiago y Valparaíso haya sido obra de un marino mercante. Sin embargo, es bastante lógica la conexión y mutua dependencia entre el ferrocarril y el puerto más próximo de cualquier ciudad que busca desarrollarse, en un país con más de 6 mil kilómetros de costa frente al océano Pacífico. 

Ese fue el caso del norteamericano William Wheelwright, quien como capitán de un buque mercante conoció la belleza del hemisferio sur, primero entre Panamá y Valparaíso y, luego, entre Valparaíso y el puerto de Cobija. Su larga experiencia le permitió ver las debilidades reales de este sector estratégico y con ese profundo convencimiento fue que, en 1840, y con el apoyo de los gobiernos de Perú, Ecuador y Chile –junto del valioso aporte de capitales británicos que se sumaron a la iniciativa–, fundó la “Pacific Steam Navigation Company” 

Diez años más tarde, gracias al capital de su exitosa empresa naviera, Wheelwright presentó a las autoridades su idea de conectar la ciudad de Copiapó con el puerto de Caldera, a través de una línea férrea, con el propósito de trasladar en forma más rápida y eficaz las mercancías a embarcar en su flota de vapores. Y ya que el interés estatal era integrar importantes centros urbanos productivos e industriales con los puertos de norte a sur, Wheelwright logró el beneplácito para dirigir esta tarea. Pero lo primero era conectar la capital con el puerto de Valparaíso. 

Sin embargo, al poco tiempo, Wheelwright abandonó sorpresivamente el proyecto por uno mucho más ambicioso: la construcción de una compleja red de ferrocarriles en Argentina, aún vigente y en uso en la actualidad.

De este modo, la dirección del proyecto quedó en manos de Enrique Meiggs, quien tras terminar la línea hacia la costa en 1863, inició sin demora el avance por el Valle Central hacia el sur con ramales que seguían la misma lógica. Unir las ciudades con los principales puertos fue una decisión visionaria que permitió, por una parte, insertar a Chile en un proceso modernizador a un nivel jamás visto en su historia y, por otra, la construcción del ferrocarril contribuyó a la recuperación económica y a mejorar la distribución del progreso a lo largo y ancho del territorio. 

Tren al sur

El ferrocarril fue el estandarte de Balmaceda y, bajo su mandato, intervino activa y directamente en la actividad económica y desarrollo del país. Tras la creación de Ferrocarriles del Estado, Chile se repletó de trenes, estaciones, puentes y puertos. Otro dato no menor: lo recaudado por los derechos salitreros nortinos, se enviaba para financiar precisamente la construcción del ferrocarril de la Red Sur que llevó el tren hasta el Seno del Reloncaví.

Fue una hazaña dantesca. Una gran obra de ingeniería que marcó un hito en la historia del país e involucró un trabajo mancomunado de autoridades, empresarios, inversionistas nacionales y extranjeros, y, sobre todo, trabajadores, obreros y sus familias, que aún en las más paupérrimas condiciones de vida y trabajo lograron hacer de Chile uno. El ferrocarril se forjó con sangre, sudor y lágrimas. El alma de cada uno de esos visionarios habita en esos rieles que alguna vez recorrieron Chile de norte a sur, como venas en la tierra.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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