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El barco de Teseo Crédito foto: INVECA e.V

El barco de Teseo

Cristóbal Hasbun
Por : Cristóbal Hasbun Goethe Universität, Frankfurt am Main
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El libro Árboles Plásticos es una modesta obra compuesta por siete cuentos publicada en Chile hace algunos meses. Debo prevenir, sin embargo, como lo hizo alguna vez un novelista ruso del siglo XX, que si tuviese la prodigiosa capacidad de explicar un libro de doscientas páginas en diez minutos ciertamente no habría escrito el libro. Es por ello que he decidido comentar exclusivamente una pregunta. Se trata de una interrogante a la cual Rainer Maria Rilke dio una bonita respuesta. Esa respuesta es el epígrafe del libro Árboles Plásticos.  

Rilke escribió, de forma sutil y profunda, la siguiente frase: La verdadera patria es la infancia. La pregunta que precede a esa respuesta es, diría, al menos un tema central que aúna los siete cuentos del libro. La pregunta es: ¿Qué es la patria?

La respuesta clásica resulta poco dúctil y acaso anticuada. Quien haya vivido en el extranjero, aquella que esté radicada en una tierra lejana o incluso para aquel que ve como su propio país se va poblando lentamente por personas de otras naciones, podrán notar que repetir simplemente: la patria es el lugar de donde provienen nuestros padres o antepasados es una definición insuficiente. Los flujos migratorios, inacabables y volátiles —fortalecidos por la explosión del desarrollo tecnológico de las últimas décadas— han hecho imprescindible volver a preguntarnos por nuestro origen en un sentido quizás más profundo, escudriñando la ruta que nos trajo hasta aquí.

Sucede que en diversas ciudades del mundo nos estamos volviendo una composición o fusión elaborada con diversos componentes y elementos tales como los idiomas y los gestos, las formas de vestir o los temas que nos identifican e interesan. La transculturación que ha producido la así llamada —muy grosso modo— globalización implica conceder y aceptar, entregar y quitar las costumbres más cotidianas y profundas de nuestras más íntimas formas de vida. Quien aprende otro idioma, quien se esfuerza por darse a entender en un maltrecho inglés o alemán para comunicarse con el otro está posicionando en cada instante una viga en la estructura de los lazos de afecto. Quien percibe al otro conforme a prejuicios, ignora o desatiende al extranjero o al nativo, en cambio, se empeña en acelerar el paso de los enemigos de nuestra época que son la ansiedad y el aislamiento emocional. Esto, que parece enteramente trivial, es la materia que experimentan diariamente quienes viven en el extranjero o quienes son minoría frente a extranjeros, como una sustancia que compone sus días. 

Los Árboles Plásticos, este libro de siete cuentos, busca modestamente retratar aquel proceso de intercambio; la manera bajo la cual nuestra cultura se convierte en la de otros, y la de otros en la nuestra. Nuestras vidas conjuntas, extranjeros y nacionales, están escritas en una línea que comparte los mismos temas, argumentos, conflictos y resoluciones. El primer cuento se trata de un científico capaz de crear arboles plásticos capaces de quitar el carbono del aire. El desarrollo de esta invención —existente, por lo demás— se ve de súbito amenazado por un misterioso hecho: cada vez que el científico hace avances en su invento sus propios pulmones avanzan en el desarrollo de una extraña enfermedad, funcionando como arboles plásticos. Otro cuento se refiere al enigma que representa la música para la mente y el inconsciente colectivo. Se trata de un chelista que ha perfeccionado tanto su técnica interpretativa que cuando da conciertos algunas personas del público —producto del efecto de la encantadora música— no pueden evitar decir la verdad frente a los demás. Por supuesto, esto es apreciado como un activo por algunos, particularmente por un director de orquesta, quien intenta usar al músico para fines criminales. Un tercer cuento titulado en alemán Heimweh —el dolor que produce el recuerdo del hogar— narra la historia de una mujer extranjera en Alemania que descubre un hecho inusual: existe en una lejana ciudad un cerro donde, a determinada hora de la tarde, uno se puede sentar en una banca, cerrar los ojos y vivir por algunos momentos en cualquier otra parte del mundo. Pero este hecho al corto andar presenta a la protagonista otros problemas: ella conoce otras personas, otros lugares, se encariña y enamora, pero nunca sabe si estas personas están ahí o si se encuentran sentadas en una banca en otro lugar del mundo, con los ojos cerrados, viajando solo momentáneamente, estando de paso. 

Como es sabido, la mitología de la Grecia clásica nos cuenta que Teseo, rey de Atenas, regresó desde Creta con su tripulación en un añoso y desgastado barco, circunstancias que lo obligaron a cambiar algunas de sus partes y piezas. Entonces, a lo largo de su extensa travesía, el rey y su tripulación se detuvieron en diversos puertos, cuantos fuesen necesarios, para arreglar y renovar la nave de tal forma que fuese apta para llegar a puerto final. Los filósofos helenos de la época se preguntaron entonces: cuando la nave llegó a puerto, ¿se trata del mismo barco que zarpó desde Creta o dado el cambio de piezas se trata ya uno nuevo?

Nuestra patria, nuestra memoria más íntima, es lo que nos permite navegar por variados puertos, países, hogares, donde conocemos, dejamos atrás y preservamos personas, para finalmente ser y no ser los mismos. Entonces, llegado el final del día, pero nunca el final del viaje, el contacto con lo extranjero —con lo extraño— nos lleva por fuerza a volver a preguntarnos quiénes somos. Sin importar el paso de los años, el Oráculo de Delfos nos sigue hablando.

Me alegraría sentir que los Árboles Plásticos fuesen un pequeño retablo de lo que somos como sociedad, de la paulatina conformación y modificación cultural de nuestro inconsciente colectivo. No se trata de un libro de auto-ficción, en parte porque considero que la creación literaria se encuentra hace décadas atrapada en ese género. Hoy en día la creatividad narrativa se encuentra en muchísimos casos enfocada en el ego (en el yo) olvidándose de narrar sobre el alter, es decir, sobre el otro, sobre las demás personas. Sea ello una expresión de aislamiento emocional o angustia, lo cierto es que parece razonable que la literatura vuelva a tratarse, al menos en la inmensa mayoría de los casos, no de quien escribe si no de los otros. 

En el cuento El retiro, la protagonista, llamada Sara, es presa de este aislamiento emocional. Se trata de una mujer que mantiene una relación lésbica a escondidas mientras cuida a su marido en la agonía de un largo cáncer. Un día es invitada a un retiro espiritual de yoga en las montañas de Los Alpes, donde se encuentra con que ella es la única invitada y quien la invitó fue el diablo, solo para conversar. Entonces repasan su vida y la situación actual del mundo. Visitas, en cambio, es una narración ambientada en Punta Arenas en el s. XVIII. Un viejo trabajador de una hacienda llamado Pedro es a menudo visitado por personas que tienen conflictos entre sí, para pedirle que los solucioné como mediador. Las personas y los casos que llegan a él se vuelven cada vez más excéntricos y misteriosos, hasta que el gobierno lo declara alguien peligroso y decide perseguirlo.  

Milena, personaje del cuento Heimweh, en un momento de la historia se da cuenta aterrada de que sentarse en la banca que le permite vivir en otras partes del mundo le produce como efecto el ir perdiendo lentamente los recuerdos de infancia. Entonces le dice a su amiga Bara —tomando una posición epistemológica tan radical como desesperada—que si cierra los ojos un momento, se dará cuenta que no existe ninguna manera de corroborar que el pasado verdaderamente existió. Si eso fuese así, los seres humanos seriamos flechas que atraviesan el tiempo con la mirada fija exclusivamente en el devenir. Seríamos, al menos teóricamente, libres para crearnos, seríamos un constante futuro.  

Me atrevería a decir que discrepo de ello. Siguiendo a Rilke, perder recuerdos de infancia —o de juventud— es una forma de volverse apátrida, una manera de creer que se tiene a los pies el mundo, cuando en realidad se está frente al vacío y al aislamiento, expresados en una sensación de apatía y sinsentido. La patria es el barco de Teseo. Es la nave cuyas piezas cambiamos en cada puerto, el lugar donde la navegante se siente querida y aceptada, donde los recuerdos de la mejor versión de sí misma pueden volver al presente para ser revividos y ejecutados. Como lo diría un antiguo poeta alemán, los peregrinos saben mientras navegan que nunca podrán acercarse a la meta, que ésta siempre vuela más allá, y que por más que avancen el confín del cielo jamás se tocará con la tierra. Pero, a pesar de ello, las viajantes también saben que la patria son recuerdos; la navegante nostálgica que en los sueños ve a su familia en la tierra natal y los abraza, el tripulante que ante la oscura y ventosa noche conversa un momento con sus muertos. 

 

* Presentación del libro Árboles Plásticos en el encuentro anual de la Red INVECA, realizado en el Internationale Wissenschaftsforum de la Universidad de Heidelberg el día viernes 21 de octubre, 2022.  

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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