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Sugerencias para el futuro Consejo Constitucional (II) Opinión

Sugerencias para el futuro Consejo Constitucional (II)

Si bien la transparencia y la participación son características esenciales de un proceso constituyente democrático, es importante que existan espacios de diálogo privado y de deliberación, donde se pueda aprender y corregir, proponer y aceptar propuestas. Los compromisos requieren concesiones mutuas que dejan insatisfechos a muchos de quienes sostienen posiciones encontradas. Pero esa es la esencia de un proceso político como es la redacción de una Constitución. Es preciso también que tanto expertos como representantes políticos estén dispuestos a negociar en múltiples dimensiones. La mezcla de transparencia total con reformadores con agendas unidimensionales es desaconsejable.


El tema constitucional en Chile forma parte del debate político desde al menos 2015, cuando la Presidenta Michelle Bachelet convocó a un proceso constituyente ad hoc. Este tuvo una importante participación ciudadana y su resultado fue una propuesta constitucional entregada solo días antes de terminar el gobierno. El gobierno del Presidente Sebastián Piñera en 2018 negó la importancia del tema y anunció que no habría cambios a la constitución. Todos sabemos qué pasó en 2019 y en la columna de ayer discutimos las razones del fracaso de la Convención.

No es normal, o al menos no es habitual, que un país discuta su ley fundamental durante tanto tiempo. Las reglas estructurantes de la vida social, económica y política requieren estabilidad. Además, el tema constitucional está causando fatiga en una ciudadanía que lo que ve es que la clase política discute temas que pueden ser interesantes o importantes, pero que los problemas de la vida diaria no reciben la totalidad de la atención que debieran.

El Consejo Constitucional no puede fallar. Chile se ha dado una segunda oportunidad para sacar adelante una nueva constitución, y no habrá una tercera oportunidad, al menos no en el corto plazo. Pero para que el Consejo sea exitoso, es preciso derivar las lecciones correctas de la fallida Convención.

En el artículo escrito en conjunto con Stefan Voigt y que está en el origen de nuestra columna de ayer, sacamos varias lecciones basadas en la experiencia fallida de la Convención Constitucional de Chile. Esperamos que estas lecciones sirvan al Consejo que será electo en mayo próximo.

Lo primero es relevar la importancia de los partidos políticos. El descrédito de los partidos, que continúa hoy, hay que tomarlo con mucha prudencia. En 2019 ello indujo a que la única solución viable fuera una Convención sin partidos, y eso fracasó. Ahora los partidos han retomado el control de proceso y eso puede permitir mayor liderazgo, organización y coherencia en la elaboración de la propuesta. Pero sería un error monumental caer en el extremo opuesto, y que los partidos vuelvan a pensar que pueden actuar como antaño y dar por descontado el apoyo social. La influencia que tendrá la Comisión de Expertos le brindará quizá mayor objetividad y prestigio a la propuesta. Pero los partidos y sus líderes deben movilizar masivamente al electorado y persuadirlo para que apoyen la nueva Constitución, tarea que no es evidente cómo realizar.

Por otro lado, es crucial que las minorías encuentren un espacio en la Convención y sean parte de los grandes acuerdos. En el proceso anterior, la regla de 2/3 cumplió un rol importante al evitar que pasaran al texto las propuestas más radicales. Sin embargo, en las comisiones la regla de mayoría simple dejó demasiados espacios abiertos para que fueran aprobadas en ese nivel propuestas insensatas y sin suficiente consenso, lo que dañó la reputación de la Convención y del texto propuesto.

En este nuevo proceso se preserva la idea de aprobación por mayorías calificadas (3/5) y es preciso que se adopten normas internas de decisión consistentes con esta regla en todas las instancias. También es fundamental que, más allá de la regla de decisión, todas las representaciones políticas en el órgano electo tengan una influencia proporcional a su apoyo electoral en la distribución interna de cargos de autoridad. 

Si bien la transparencia y la participación son características esenciales de un proceso constituyente democrático, es importante que existan espacios de diálogo privado y de deliberación, donde se pueda aprender y corregir, proponer y aceptar propuestas. Los compromisos requieren concesiones mutuas que dejan insatisfechos a muchos de quienes sostienen posiciones encontradas. Pero esa es la esencia de un proceso político como es la redacción de una Constitución. Es preciso también que tanto expertos como representantes políticos estén dispuestos a negociar en múltiples dimensiones. La mezcla de transparencia total con reformadores con agendas unidimensionales es desaconsejable.

La forma de creación de los comités también es importante. La Convención lo hizo por adhesión voluntaria, pero eso tuvo como consecuencia que los activistas se enrolaran en los comités donde tenían las ideas más preconcebidas y donde su capacidad de negociación era la menor. Esto hay que evitarlo. Una posibilidad es que los miembros de las comisiones sean seleccionaos por sorteo, pero con criterios preestablecidos para garantizar la representatividad proporcional de cada grupo político en su seno.

El comité de armonización entró en operaciones demasiado tarde y con muy pocas facultades. Siendo que la Constitución es un documento sistémico, es crucial que un comité de armonización opere desde muy temprano, permitiendo que se identifiquen los elementos disonantes y los abiertamente contradictorios con el sentido en el cual esté avanzando el documento en borrador, de manera que se trate de corregir a tiempo tales distorsiones.

Finalmente, es fundamental tener reglas de votación que favorezcan la congruencia entre las preferencias de los ciudadanos y los representantes. Una característica única del proceso fallido es que contó con un plebiscito de entrada y otro de salida. Esto ya es raro porque, en general, se hace lo uno o lo otro. Pero para exacerbar el excepcionalismo del caso chileno, las reglas de votación fueron distintas en un caso y en otro. La voluntariedad del primero y la obligatoriedad del segundo produce distorsiones enormes, porque genera la participación de dos electorados diferentes. ¿Pudo evitarse la subrepresentación de la derecha si el voto hubiera sido obligatorio en ambos plebiscitos? ¿De haberse mantenido la voluntariedad, podría haber tenido más apoyo la propuesta de la Convención, dado que con voto voluntario pesa más el rol de los grupos más movilizados? No lo sabemos. Pero es sin duda una virtud del nuevo proceso que la obligatoriedad del voto se mantenga como regla uniforme desde el comienzo al final.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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