Publicidad
El significado de un rechazo y la falta de visión de grupos necesitados de protagonismo Opinión

El significado de un rechazo y la falta de visión de grupos necesitados de protagonismo

Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
Ver Más

Lo que venció en el Parlamento fue la consabida intransigencia de la ideología del libremercadismo y del Estado mínimo. Y también venció la falta de visión de pequeños grupos necesitados de protagonismo, aunque eso signifique actuar contra lo que se supone defienden. Para avanzar a una reforma tributaria que sustente un Estado Social, debe volver a ponerse por delante una ideología (“conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político”, según la Real Academia Española) para construir una mejor democracia y un progreso equitativo y sostenible.


Chile no contará por el momento con los recursos tributarios adicionales solicitados por el Gobierno, pues la oposición no aprobó siquiera la idea de legislar en la materia. Esto fue siempre lo más probable después de la elección parlamentaria de 2021. La derecha volvió a mostrar su peor cara, la de la defensa pura y dura de los privilegiados, aunque no contaba con este rechazo que la deja tan en evidencia. Por su parte, los minoritarios que la acompañaron buscaron el fracaso del Gobierno, quien sabe si por afán de castigo, para buscar obtener ulteriores concesiones o por mera irresponsabilidad con el destino de la mayoría social.

En el programa original de Apruebo Dignidad, la meta de ingresos adicionales era de 8% del PIB en régimen a 6-8 años. Esta cifra no es arbitraria, si se tiene en cuenta lo planteado por el informe de la OCDE de junio de 2022: “La relación recaudación-PIB (o presión fiscal) y los niveles de ingresos de Chile se encuentran entre los más bajos de la OCDE” y “la relación impuestos-PIB de Chile es inferior a la de los países de la OCDE cuando tenían un nivel de ingresos similar al de Chile”. En 2020 (las cifras más recientes) la carga tributaria en Chile era de 19,4% del PIB y el promedio OCDE de 33,6%. Las de Dinamarca y Francia (las más altas) alcanzaban un 47,1% y un 45,3% del PIB respectivamente, sin que esos países dejen de contarse entre los más prósperos y de mayor bienestar en el mundo.

La derecha insiste en hacer su propio cálculo y en agregar a los impuestos las cotizaciones a sistemas privados, pretendiendo que solo faltan dos puntos de PIB para llegar al promedio OCDE. Pero este organismo recomienda expresamente excluir de los análisis sobre carga tributaria a las contribuciones a la seguridad social porque “representa un enfoque analítico poco ortodoxo, que puede no ser muy informativo e incluso podría ser engañoso”. En todo caso, cuando la OCDE considera estos pagos, la carga subiría a 26.9% del PIB (con datos de 2018 suman un 5,8% adicional del PIB) comparado con el 34.7% promedio de la OCDE en ese año. A esa fecha, con ese cálculo, la brecha era de cerca de 8% del PIB.

En el proyecto de ley enviado en 2022 el objetivo era el de aumentar la carga tributaria en 4,1% del PIB durante este Gobierno. El proyecto que se rechazó, luego de más de 80 indicaciones, implicaba solo un 1% del PIB de incremento de la recaudación por nuevos impuestos y tasas, más un 1,6% del PIB adicional por cierre de brechas de elusión y evasión. Esto queda eventualmente ahora para un año más. En el Senado mantiene su trámite el proyecto sobre regalías mineras, mientras se presentarán en la Cámara, donde deben ingresar todos los proyectos de este tipo, las iniciativas nuevas sobre impuestos verdes y de preservación de la salud, así como sobre las rentas regionales. Todo lo cual queda en manos de negociaciones en la Cámara con las diputadas que no votaron, además de un eventual acuerdo con la derecha y sus aliados ex-DC y PDG, tanto en la Cámara como en el Senado después. Ya se sospecha cómo será: el bloque pro-empresarial buscará que los aumentos de tributos sean diminutos y sin tocar los intereses del capital. Lo hará a sabiendas de que no tendremos una sociedad mínimamente decente y dinámica sin un aumento del aporte del 10% más rico, que concentraba nada menos que el 60% de los ingresos antes de impuestos en 2020, mientras el 50% de la población de menos ingresos sumaba solo el 6,7% de los mismos, según el World Inequality Lab. Esto es simplemente inaceptable.

La declaración del ministro de Hacienda, Mario Marcel, explicando lo que se rechazó y mencionando a quienes celebran que todo siga igual, ha sido firme, en especial la defensa de un sistema tributario progresivo en el que los que más tienen deben aportar proporcionalmente más, incluyendo los “grandes capitales”, y la denuncia de los lobistas financiados por ellos. Pero es debatible aquello de que venció la ideología sobre el pragmatismo. El llamado pragmatismo es también una ideología que no propone ampliar las fronteras de lo considerado posible, sino eventualmente en el margen, mientras es con frecuencia alimentada por intereses particulares y sus lobistas. Otra cosa es actuar con sentido práctico y, por ejemplo, saber contar.

Lo que venció en el Parlamento fue la consabida intransigencia de la ideología del libremercadismo y del Estado mínimo, junto a los intereses empresariales que la sustentan. Y también venció la falta de visión de pequeños grupos necesitados de protagonismo, aunque eso signifique actuar contra lo que se supone defienden. Para avanzar a una reforma tributaria que sustente un Estado Social, debe volver a ponerse por delante una ideología (“conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político”, según la Real Academia Española) para construir una mejor democracia y un progreso equitativo y sostenible.

La tarea para el Gobierno es ahora avanzar en lo que pueda con los recursos y apoyos existentes, especialmente mejorando el 87% de ejecución del gasto presupuestario en inversiones –brecha que no tiene excusa– y ojalá logrando mejorar sustancialmente la legislación en materia de elusión y evasión y el monto de las regalías mineras. Y sin adelantar la consolidación fiscal programada, como se hizo de manera inexplicable en 2022, pues el decreto de política fiscal de la actual administración fija una meta de balance estructural de -0,3 del PIB para 2026, mientras el año pasado se produjo un saldo positivo de un 0,2% del PIB. Su sentido económico y social no aparece por ningún lado, más allá de los aplausos del venerable público.

La lucha progresista por un sistema tributario suficiente, equitativo y sostenible sigue inevitablemente adelante. Hagamos una sucinta comparación con datos de la OCDE. Si en Nueva Zelandia el gasto público en pensiones alcanzaba un 5,1% del PIB en 2020, en Estados Unidos un 7,5% y en Alemania un 10,4%, ¿por qué en Chile debe alcanzar solo un 3,1% del PIB? Si en Nueva Zelandia el gasto público en salud alcanzaba un 7,8% del PIB, en Alemania un 11,0% y en Estados Unidos un 15,8% ¿por qué en Chile debe alcanzar solo un 5,8% del PIB? Si en Estados Unidos el gasto público en discapacidad alcanzaba un 1% del PIB, en Alemania un 2,4% y en Nueva Zelandia un 2,8%, ¿por qué en Chile debe ser de solo 0,8% del PIB? Si en Nueva Zelandia el gasto público en desempleo alcanzaba un 0,5% del PIB, en Alemania un 0,8% y en Estados Unidos un 0,9%, ¿por qué en Chile debe ser de solo un 0,06% del PIB? Si en Nueva Zelandia el gasto público en investigación y desarrollo alcanzaba un 1,4% del PIB, en Alemania un 3,1% y en Estados Unidos un 3,5%, ¿por qué en Chile debe ser de solo un 0,34% del PIB?

La respuesta es simple: ni en materia social ni en materia económica las tareas públicas en Chile están a la altura de un país moderno por el peso de la oligarquía económica rentista en el sistema político y en el paisaje mediático. Su ceguera, como en muchos otros países de América Latina, la lleva a no querer financiar tareas sociales y económicas indispensables para el equilibrio, equidad y dinamismo de las sociedades. El pretexto es la ineficiencia del sector público, que en el caso de Chile no es demasiado superior a la ineficiencia del sector privado. Solo en educación ha habido un salto nivelador en el gasto público, desde el 2,8% del PIB en 2005 a 4,2% del PIB a partir de 2019. Esto fue fruto de amplias movilizaciones sociales y de un mayor consenso político basado en un poco justificado y abundante financiamiento a privados, de eficiencia más que dudosa, poniendo en situación de marginalidad a la educación pública. Y todavía estamos lejos del gasto público en educación de 5,2% del PIB de Finlandia y de 6,4% del PIB de Noruega.

Hay elementos para el optimismo, sin embargo, pues en el fragor de la lucha política también se producen avances. En 2022, la carga tributaria, luego de las turbulencias fiscales de la pandemia, subió en 9,6% y alcanzó un 24,6% del PIB. Si un nivel de este tipo se consolida desde 2023 en adelante, lo que depende de variados factores en la administración tributaria, se habrá recorrido más de la mitad del camino. Y si se avanza en los proyectos de ley mencionados, subir en 8% del PIB la carga tributaria en régimen estará en el horizonte para alcanzar el planteamiento programático original del Presidente Boric.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias