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La mano extranjera en el golpe de Estado de 1973 (parte I) Opinión

La mano extranjera en el golpe de Estado de 1973 (parte I)

Mladen Yopo
Por : Mladen Yopo Investigador de Política Global en Universidad SEK
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Inequívocamente, y si bien EE.UU. y la CIA no estuvieron involucrados directamente en el golpe, como lo expresa Sebastián Hurtado en su artículo “Chile y Estados Unidos, 1964-1973. Una nueva mirada” (es decir, no tomaron las armas), la información desclasificada muestra que EE.UU. influyó de manera decisiva y activamente en la política de desestabilización del Gobierno de Allende. El 5 de noviembre de 1970 se iba a llevar a cabo en la Casa Blanca una reunión del Consejo de Seguridad Nacional (CSN) para abordar la política hacia Chile, pero Kissinger se las arregló para retrasarla y convencer a Nixon de no adoptar una política “amable” hacia Allende. “Es esencial que deje muy claro cuál es su posición sobre este tema”, le dijo Kissinger a Nixon, al no estar todos los funcionarios estadounidenses de acuerdo con una estrategia hostil e, incluso, algunos abogaban por una política “prudente de coexistencia”. La Oficina de Asuntos Interamericanos, por ejemplo, sostenía que, si Washington violaba su “respeto por el resultado de las elecciones democráticas”, reduciría su credibilidad mundial, “aumentando el nacionalismo” contra EE.UU., y que eso sería “utilizado por el Gobierno de Allende para consolidar su posición con el pueblo chileno y ganar influencia en el resto del hemisferio”.


La Guerra Fría fue un período marcado por un conflicto político-ideológico entre Estados Unidos y la antigua Unión Soviética (URSS) y sus respectivos aliados, entre 1947 y 1991. Aunque la rivalidad entre estos colosos nunca se materializó en un choque directo, tanto EE.UU. como la URSS, además de competir en otros campos, extrapolaron sus conflictos fuera de sus fronteras, articulando ejes de influencias con países aliados o movimientos y/o partidos afines, y donde sí se vio y sintió el enfrentamiento mediante guerras, revoluciones, golpes y derrocamiento de gobiernos como el del Presidente Salvador Allende en 1973.

La Guerra Fría como acelerante de los clivajes ideológico, político, económico y social, tuvo su primer efecto en Chile el mismo año 1947 con el alineamiento del Partido Comunista (a pesar de su comportamiento interno plural y democrático) con la URSS. Este alineamiento, unido a un contexto de conservadurismo en declive y de auge del movimiento popular y el sindicalismo, de reformas y ampliación de los derechos civiles, exacerbaron las contradicciones internas con el resultado de un fuerte anticomunismo en importantes sectores y no solo de la derecha. Ahí están, por ejemplo, la fundación de la Acción Chilena Anticomunista (ACHA), la persecución  de militantes comunistas tras el viraje a la derecha del Gobierno de Gabriel González Videla y su represiva Ley de Defensa de la Democracia (se detuvo a cientos de dirigentes comunistas en campos de concentración como Pisagua, se desaforó y obligó al exilio a chilenos connotados como el poeta Pablo Neruda y a otros se les obligó a entrar en la clandestinidad). Este escenario también deterioró la unidad de la izquierda (algunos socialistas y radicales apoyaron estas limitaciones/represión).

Aunque la cooperación militar de EE.UU. con la región ya había comenzado antes de la I Guerra Mundial y fue reforzada en el periodo de entreguerras, como lo expresó Claude Heller, profesor de la Universidad Metropolitana de México, en 1942 Estados Unidos fundó la Oficina Interamericana de Defensa, que tenía por objetivo hacer un seguimiento de los asuntos hemisféricos. En ese entonces, el Congreso estadounidense aprobó un programa de ayuda de más de US$ 400 millones en equipo y material militar para 18 países con la finalidad de formar un sistema de defensa regional frente a cualquier agresión extracontinental (“doctrina Monroe”) y asegurar la cooperación militar, realidad que se expresó durante la Guerra Fría (seguridad hemisférica) a través de Tratado de Asistencia Recíproca – TIAR. Es decir, EE.UU. consolidó a la región como parte de su mayordomía y zona de influencia.

Instigados por la Revolución cubana (1959) y la existencia de diversos grupos guerrilleros de anclaje marxista diverso en América Latina, EE.UU. implementó diferentes políticas con el propósito de frenar no solo el socialismo en la región, sino todo tipo de progresismo que trastocase el orden prevaleciente. Así, y en conjunto con la política de la Alianza para el Progreso que propiciaba suaves reformas en la estructura social y económica de los países latinoamericanos en función de detener la influencia marxista, comenzó a promover la llamada Doctrina de Seguridad Nacional en las FF.AA. (hoy esta tiene un símil en la seguridad ampliada que securitiza casi todo), una doctrina que postula que las democracias no solo están amenazadas por un enemigo externo, en ese entonces representado por la URSS y sus aliados, sino también por uno interno anclado a los partidos, organizaciones y personeros de izquierda y/o progresistas que debía ser combatido y cuyo resultado terminó en golpes de Estado.

Ya no resultaba eficaz utilizar las tácticas y estrategias de la contención y/o de la guerra convencional, sino que eran necesarios nuevos métodos de contrainsurgencia (lucha antiguerrillera, infiltración, técnicas de interrogatorio), métodos gestados en la Escuela de las Américas y asumidos por la mayor parte de los ejércitos latinoamericanos (Memoria Chilena, “El Impacto de la Guerra Fría en Chile”). Chile es el segundo país que ha mandado más oficiales a esta Escuela, tanto cuando estuvo en Panamá, desde 1946, como después de su traslado en 1984 a Fort Benning – Georgia.

En todo caso, EE.UU. tiene una previa y larga historia de intervención (ahí está, por ejemplo, la guerra mexicano-estadounidense de 1846-1848) y/o derrocamiento de gobiernos incluso no marxistas, como Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954 o João Goulart en Brasil en 1964, para no ir tan atrás. Sin embargo, durante el período en cuestión estos son procesos crecientes, como lo demuestra un documento desclasificado, fechado en julio de 1975 y titulado “Agency Covert Action Operations in Chile Since 1962”, el que revela “un programa de acción política a largo plazo” implementado por EE.UU. para apoyar a la Democracia Cristiana (DC) como alternativa a la candidatura de Allende y la Unidad Popular (UP). Así, por ejemplo, se constata que en abril de 1964 la Agencia Central de Inteligencia (CIA) aprobó una primera entrega de un programa de US$ 3 millones para apoyar a la DC en pos de parar que un gobierno marxista asumiera el poder en Chile.

En los sesenta, las fuerzas políticas del país constituyeron dos polos que emulaban el marco de confrontación global. La sociedad chilena se politizó rápidamente, agudizando fuertemente las disputas ideológicas y que a veces llegaron a violentas, con hechos de sangre. Como lo relata Peter Kornbluh en diversos artículos de Ciper, en función de instigar un golpe la CIA se centró en proporcionar armas, fondos e incluso pólizas de seguro de vida para los operativos militares chilenos para destituir al comandante en Jefe de las FF.AA., el general René Schneider, que se oponía a un golpe y cuyo destino sería su asesinato (1970) a manos de grupos paramilitares de derecha. Su asesinato se convirtió en un caso más del involucramiento de EE.UU. en el asesinato de líderes extranjeros. Desde la vereda contraria, el exministro del Interior, Edmundo Pérez Zujovic, fue asesinado (1971) por el grupo extremista Vanguardia Organizada del Pueblo – VOP (ver trabajo de Marcelo Alejandro Bonnassiolle Cortés, entre otros), un movimiento radical que terminó haciéndoles el juego a los sectores de derecha, a ciertos sectores del PDC, a las FF.AA. y al Gobierno de Estados Unidos, todos los cuales se coludieron para derrocar al Gobierno del Presidente Allende.

Matar la esperanza y el ejemplo

En septiembre de 1974, The New York Times reveló con bastante detalle las operaciones encubiertas de la CIA para derrocar a Allende. El Congreso estadounidense abrió una investigación sobre el asunto, el escándalo internacional derivó en las primeras audiencias públicas sobre las operaciones de la CIA y se publicó el estudio Covert Action in Chile 1963-1973, escrito por un comité especial del Senado, presidido por el senador Frank Church (la Comisión Church). Pero el Ejecutivo estadounidense retuvo parte de la documentación y los senadores que investigaron no tuvieron acceso al registro completo de las deliberaciones y decisiones de la Casa Blanca en los días previos y posteriores a la toma de posesión del Presidente Allende. A pesar de las limitaciones, y como lo expresó el historiador Iván Jaksic, el informe Church “era verdaderamente demoledor”.

Pese a que durante décadas EE.UU. negó su intención de desestabilizar al Gobierno del “compañero Presidente”, aduciendo que intervino para mantener a los partidos opositores y la democracia/institucionalidad con miras a la elección prevista para 1976, e incluso el propio Henry Kissinger aseguró que su país no tenía conocimiento del golpe de Estado de 1973, como lo reproduce Rocío Montes en el diario El País del 11/11/2020, tras la detención de Pinochet en Londres, el Gobierno estadounidense del demócrata Bill Clinton empezó a desclasificar documentos hasta entonces desconocidos relativos al golpe militar en Chile, textos que se han ido divulgando intermitentemente y que demuestran la descarada intervención de EE.UU., como se ve en el Archivo de Seguridad Nacional “The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability”. Un excelente trabajo de análisis de estos documentos es el libro de Kristian Gustafson, Hostile Intent.

Funcionarios estadounidenses ya habían comenzado a tantear silenciosamente la posibilidad de un golpe militar, revisión completada en agosto de 1970 y conocida como “Memorando 97 del Estudio de Seguridad Nacional”, el cual contenía un anexo secreto titulado “Opción extrema: Derrocar a Allende”, el que abordó supuestos, ventajas y desventajas de un golpe si Allende era electo. Para preparar esa sección, el 5 de agosto de 1970, el subsecretario de Estado, John Crimmins, envió al embajador estadounidense Edward Korry un cable en el que le pedía su opinión sobre este objetivo y que fue respondido el 11 de agosto de 1970, con la identificación de los plazos clave, los líderes potenciales y los obstáculos para un golpe militar exitoso.

Cuatro días después de la estrecha elección de Allende, relata Kornbluh, el “Comité 40”, que supervisaba las operaciones encubiertas, se reunió para discutir sobre Chile y, al final de la reunión, Kissinger solicitó una evaluación sobre los pros y contras si se organizara un golpe en Chile con patrocinio de EE.UU. En respuesta, Korry envió otro telegrama informando que el ejército chileno informó que “no repetirá ni actuará para evitar que asuma Allende, salvo situación poco probable de caos nacional y violencia generalizada”, agregando que no se les podía presionar nuevamente y que sabían que tenían “nuestra bendición para cualquier movimiento serio contra Allende”.

El actor clave en cualquier movimiento militar, escribió Korry, era el Presidente Eduardo Frei, de cuya “voluntad y habilidades” dependía el futuro de Chile. La idea de los golpistas era que Frei anulara la elección, nombrara un gabinete militar y a Jorge Alessandri como Presidente interino, y que renunciara con la expectativa de postularse para la Presidencia en nuevas elecciones. A través de intermediarios y directamente, los funcionarios estadounidenses presionaron a Frei para que implementara esta complicada táctica y autorizara al ejército chileno a poner fin al proceso eleccionario, incluso se le ofreció el doble de fondos de los que habían otorgado en 1964. Pronto, sin embargo, la embajada y la CIA concluyeron que no se podía contar con Frei. Korry, además, expresó que no estaban dadas las condiciones para un golpe.

El 15 de septiembre de 1970, Nixon en una reunión junto a Kissinger (asesor de Seguridad Nacional), John Mitchell (fiscal general) y Richard Helms (director de la CIA), ordenó una intervención directa y soterrada para evitar que Allende llegara a La Moneda (debía ratificarlo el Congreso) y, de no ser posible, derrocarlo. Como dice Kornbluh, es “el único registro conocido de un presidente de EE.UU. ordenando el derrocamiento encubierto de un líder extranjero elegido democráticamente”. Nixon le dijo a Kissinger, en una conversación telefónica en noviembre de 1970, de acuerdo a los papeles que se han desclasificado, que “si (Allende) puede demostrar que puede establecer una política marxista antiamericana, otros harán lo mismo”, y Kissinger, que estuvo de acuerdo, agregó que “tendrá efecto incluso en Europa, no solo en América Latina” y que “Chile podría terminar siendo el peor fracaso de nuestra Administración: ‘nuestra Cuba’ en 1972” (libro de Peter Kornbluh, The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability).

Era claro que el Gobierno de Nixon temía del éxito y simbolismo universal que podía alcanzar el Gobierno del Presidente Allende. A pesar de que el propio Allende proclamó que “el camino hacia el socialismo necesita de la democracia, el pluralismo y la libertad”, y como lo expresa Mark Curtis, el miedo de fondo estaba en que la estrategia era crear una sociedad reestructurada, más social y menos concentrada, basada en tres tipos distintos de propiedad (estatal, mixta y privada) que se alcanzaría principalmente mediante una rápida ampliación del control estatal sobre grandes sectores de la economía. Esto suponía la adquisición estatal de importantes intereses privados, tanto nacionales como extranjeros, mediante la nacionalización directa o la inversión gubernamental.

En los primeros años, estas políticas mejoraron la situación de los pobres a través del aumento del salario mínimo, políticas sociales como el medio vaso de leche y bonificaciones especiales que se abonaban a los trabajadores mal pagados. Esto vino acompañado de una creciente popularidad del Gobierno; en las elecciones parlamentarias que se celebraron el año del golpe, 1973, la Unidad Popular aumentó su votación hasta alcanzar el 44,03% (Contexto y Acción del 21/03/2018).

Inequívocamente, y si bien EE.UU. y la CIA no estuvieron involucrados directamente en el golpe, como lo expresa Sebastián Hurtado en su artículo “Chile y Estados Unidos, 1964-1973. Una nueva mirada” (es decir, no tomaron las armas), la información desclasificada muestra que EE.UU. influyó de manera decisiva y activamente en la política de desestabilización del Gobierno de Allende. El 5 de noviembre de 1970 se iba a llevar a cabo en la Casa Blanca una reunión del Consejo de Seguridad Nacional (CSN) para abordar la política hacia Chile, pero Kissinger se las arregló para retrasarla y convencer a Nixon de no adoptar una política “amable” hacia Allende. “Es esencial que deje muy claro cuál es su posición sobre este tema”, le dijo Kissinger a Nixon, al no estar todos los funcionarios estadounidenses de acuerdo con una estrategia hostil e, incluso, algunos abogaban por una política “prudente de coexistencia”. La Oficina de Asuntos Interamericanos, por ejemplo, sostenía que, si Washington violaba su “respeto por el resultado de las elecciones democráticas”, reduciría su credibilidad mundial, “aumentando el nacionalismo” contra EE.UU., y que eso sería “utilizado por el Gobierno de Allende para consolidar su posición con el pueblo chileno y ganar influencia en el resto del hemisferio”. Incluso, en un memorando para preparar a Kissinger para una reunión del Comité 40 sobre Chile, su principal adjunto para América Latina, Viron P. Vaky, le advirtió que “lo que proponemos es evidentemente una violación de nuestros propios principios y valores políticos”.

La reunión del CSN se celebró finalmente el 6 de noviembre, pero ya Nixon había ordenado a la CIA impulsar de forma encubierta –y sin éxito– un golpe de Estado preventivo para evitar que Allende no asumiera la Presidencia de Chile. El 9 de noviembre, Kissinger distribuyó un memorándum secreto donde se decía que “EE.UU. buscará maximizar las presiones sobre el Gobierno de Allende para evitar su consolidación y limitar su capacidad para implementar políticas contrarias a los intereses de EE.UU.”. El documento contemplaba una estrategia de desgaste y estrangulación; detallaba que funcionarios estadounidenses colaborarían con otros gobiernos de la región (en particular Brasil y Argentina) para coordinar esfuerzos contra Allende; se bloquearían silenciosamente los préstamos de los bancos multilaterales y se cancelarían los créditos y préstamos a la exportación de EE.UU.; se reclutaría a empresas estadounidenses para que abandonaran Chile; y se manipularía el valor del mercado internacional de la principal exportación de Chile (el cobre) para dañar a la economía chilena (“Hacer que la economía grite”). Se autorizó a la CIA, además, a preparar planes de acción relacionados con la futura implementación de la estrategia.

A los pocos días de la orden de Nixon, la sede de la CIA en Chile comenzó a transmitir instrucciones para la “creación de un clima golpista” a través de la “guerra económica”, una “política” y una “psicológica”. La decisión de Nixon coincidió con la presencia en Washington de Agustín Edwards, el propietario de El Mercurio, y un informante destacado de la CIA sobre las posibilidades de un golpe. El 14 de septiembre, relata Kornbluh en uno de sus artículos, Edwards desayunó con Kissinger y el fiscal general John Mitchell. Luego mantuvo una larga reunión con Richard Helms y proporcionó inteligencia detallada sobre posibles líderes golpistas en el ámbito militar y político en Chile. Un año después, cuando el periodista Seymour Hersh publicó la historia de la intervención de Estados Unidos en Chile en la portada del New York Times, creó uno de los escándalos de política exterior más grandes en la historia de estadounidense (ciperchile.cl, 15/09/2020).

El jefe de operaciones del hemisferio occidental de la CIA, William Broe, transmite un cable al jefe de la estación de la CIA en Santiago con instrucciones para establecer contactos con militares chilenos, en preparación para apoyar un golpe militar contra Allende, y Nixon autoriza un presupuesto mínimo de 10 millones de dólares y ordena que no les digan a los funcionarios de la embajada de EE.UU. que la CIA está tramando el derrocamiento de Allende. Otro cable de la CIA de la estación Santiago expresaba que “Nos ha pedido que provoquemos el caos en Chile… le proporcionamos una fórmula para el caos que es poco probable que sea incruenta. Disimular la participación de EE.UU. será claramente imposible”, “La matanza será considerable y prolongada” (Ciper, 15/09/2020).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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