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Ética militar republicana: el Estado y el monopolio del uso legítimo de la fuerza Opinión

Ética militar republicana: el Estado y el monopolio del uso legítimo de la fuerza

Richard Kouyoumdjian Inglis
Por : Richard Kouyoumdjian Inglis Experto en Defensa y Seguridad Nacional
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Creo que nadie rehúye el debate sobre lo que queremos para el futuro. Lo que no se puede pretender es aplicar una vara de medición en un sentido y no en el otro, especialmente cuando hablamos de conceptos “universales”. Discutamos acerca de la ética militar y el respeto a los derechos humanos sobre la base de reconocer que el monopolio del uso de la fuerza por parte de la institucionalidad del Estado no debe ser desafiado.


Agradezco a don Santiago Escobar su réplica de fecha 8 de agosto a mi columna del 4 de este mes. Con ello, abrimos la oportunidad de debatir sobre el futuro, pues respecto de lo ocurrido hace 50 años falta tiempo para llegar a acuerdos. Un buen análisis crítico, sin apasionamiento e idealizaciones, tal vez nos permitirá avanzar. Pareciera que en este tema resulta fundamental partir de la base de un común entendimiento de lo que implica que el Estado tenga el monopolio del uso de la fuerza legítima. Este es el punto de partida y el fundamento para la existencia de las Fuerzas Armadas y las de Orden y Seguridad.

¿Qué significa que la sociedad organizada políticamente decida que el Estado se reserve para sí el monopolio del uso de la fuerza? ¿Qué implicancias políticas, éticas y sociales tiene ese hecho?

Tal vez lo más evidente es que las personas renuncian al derecho fundamental a la legítima defensa de la vida y de la propiedad, entregando al Estado la responsabilidad y el deber de proveer a la sociedad y a las personas del bien público seguridad, gracias a la vigencia de un Estado de derecho que les garantice a todos igualdad ante la ley, protección y las condiciones que les permitan desarrollar su vida en paz. El Estado también tiene la obligación de usar la fuerza legítima para la mantención del orden público y preservar la institucionalidad. Finalmente, y no menor, cualquier otro actor que pretenda usar la fuerza o la violencia para sus objetivos está fuera de la ley.

De este hecho, quisiera derivar dos líneas argumentales basadas en dos preguntas, en donde la primera dice: ¿Cuál es el tipo de instituciones que el Estado debe desarrollar para materializar y hacer posible la responsabilidad del monopolio del uso de la fuerza legítima y de imponer la vigencia del Estado de derecho, dando efectividad a la ley?

Lo primero que hay que establecer es que no estamos hablando de instituciones encargadas de proveer un servicio público cualquiera, sino de un servicio muy especial, único en su naturaleza y muy complejo en su empleo. Cuando es necesario aplicar la fuerza de las armas para imponer una situación, se trata del último razonamiento y del último recurso para resolver un conflicto. Lo deben hacer dando garantías a todos de que ese poder que se les da será bien usado.

En un país como el nuestro, con casi 213 años de vida republicana independiente, a través del tiempo hemos ido forjando instituciones que aparecen desde nuestros primeros intentos de ordenamiento jurídico. Tenemos un Ejército y una Armada de historia y tradición bicentenarias, fundadas por Carrera y O’Higgins, y se les agregan la Fuerza Aérea, Carabineros de Chile y la Policía de Investigaciones, todas próximas a cumplir su centenario. Ellas han ido acompañando la historia patria y se han nutrido de aciertos y errores, han sido testigos y actores de momentos decisivos en la guerra, la paz, la catástrofe y la emergencia. En nuestros días, los elementos doctrinarios que nutren a nuestras instituciones están contenidos en las ordenanzas generales institucionales, en el Reglamento de Disciplina que las hace vinculantes y en el Código de Justicia Militar.

Al leer y estudiar esos fundamentos, uno puede comprender que la ética militar se expresa con fuerza en el texto del juramento de servicio a la patria, en la veneración de los símbolos y la historia patria, en la renuncia de garantías y derechos de los que disfrutan el resto de sus compatriotas y en el cumplimiento del deber en forma profesional, jerarquizada, obediente y no deliberante, en donde la obediencia es parte, pero no el único elemento de la ética militar.

La naturaleza de su función, definida como “profesional” en la Constitución Política, da origen a una carrera militar cuyo centro es la profesión de las armas. En el caso de las Fuerzas Armadas, su profesionalismo se manifiesta en ejercer y aplicar la violencia legítima depositada en el Estado para la seguridad nacional y, en el caso de las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública, es ejercer la fuerza y la violencia legítima que dan efectividad al derecho y a la vigencia del Estado de derecho.

La naturaleza de la función profesional de las instituciones de la Defensa y policías tiene asociada la imposición, por la fuerza de las armas, de una situación dispuesta por la autoridad política, en el marco del ordenamiento jurídico vigente y por las órdenes emanadas desde el Ministerio Público y el Poder Judicial. En el cumplimiento de sus funciones deben velar por el cumplimiento de las leyes, de su juramento y también por los derechos humanos (DD.HH.), en la medida en que la contraparte que se enfrenta a la fuerza legítima del Estado deponga su actitud. Si ponemos el irrestricto cumplimiento de los DD.HH. en forma anterior a la naturaleza de su función, entonces el Estado está renunciando a su obligación ineludible de proveer seguridad y efectividad al Estado de derecho. La otra alternativa es que se disponga que las Fuerzas Armadas y de Orden salgan a las calles, pero con reglas de uso de la fuerza (RUF) que les impidan ser efectivas en el cumplimiento de sus funciones. Eso no pasa de ser una acción carente de efectividad y pone en riesgo a los uniformados que salen con armas, pero sin posibilidad de usarlas.

La segunda línea argumental se basa en la pregunta: “¿Qué pasa cuando el monopolio del uso de la fuerza por parte del Estado es vulnerado y se valida la violencia, para el logro de objetivos políticos?”.

Aquí estamos en un caso donde actores no estatales conforman grupos, ya sea de terroristas o delincuentes comunes, o bien grupos políticos que validan la violencia como método de acción, para fines políticos o de beneficio ilícito, y, como consecuencia, el monopolio del uso legítimo de la fuerza por parte del Estado es desafiado.

Las autoridades elegidas para conducir los destinos del país, en los tres poderes del Estado y sus entidades autónomas, tienen la obligación del empleo de la fuerza legítima para producir el bien común “seguridad” y resguardar la vigencia del Estado de derecho. Al tratarse de delitos perpetrados dentro de la soberanía nacional, serán las Fuerzas de Orden y Seguridad las encargadas de aplicar la violencia necesaria para dar efectividad al derecho. Si son sobrepasadas, existen circunstancias especiales, excepcionales, contempladas en la Constitución Política, en las que se les dispone a las Fuerzas Armadas que apliquen, por un tiempo muy acotado, la fuerza legítima para restaurar el orden y el Estado de derecho por la vía de la fuerza de las armas.

El caso más complejo es cuando actores políticos permiten que se generen situaciones donde se vulnera el monopolio de la fuerza legítima del Estado. Esta situación tiene su origen conceptual en la lógica de que las Fuerzas Armadas, actuando apegadas a su rol constitucional y legal, pasan a ser enemigas de los cambios institucionales de naturaleza revolucionaria, cuando se generan unidades armadas paralelas a las FF.AA., que no operan bajo la ética de ordenanzas militares o de cumplimiento de los derechos humanos, sino bajo la ética de una ideología revolucionaria, o con culto a un liderazgo personal. En estos casos, la principal línea de acción de su actuar violentista es argumentar que los agentes del Estado son los únicos que tienen que cumplir con respetar los DD.HH., ellos no, y que, además, los únicos a los que se puede acusar de violar los derechos humanos son los “agentes del Estado”. Se busca así anular la efectividad del monopolio del uso de la fuerza, buscando espacios de acción armada y violenta con total impunidad.

Creo que nadie rehúye el debate sobre lo que queremos para el futuro. Lo que no se puede pretender es aplicar una vara de medición en un sentido y no en el otro, especialmente cuando hablamos de conceptos “universales”. Discutamos acerca de la ética militar y el respeto a los derechos humanos sobre la base de reconocer que el monopolio del uso de la fuerza por parte de la institucionalidad del Estado no debe ser desafiado.

Por supuesto que la sociedad les exige a sus Fuerzas Armadas y de Orden una ética superior. Son profesionales que, en nombre de la sociedad, deben hacer efectivo el monopolio del uso de la fuerza, hasta rendir la vida si fuese necesario. Pertenecen a todos los chilenos y su rol debe dar garantías a todos en orden a que las normas constitucionales y el Estado de derecho están amparados por la fuerza legítima del Estado. No en vano, su desempeño profesional las pone en el sitial de privilegio y confianza que la ciudadanía hace muchos años les confiere en las encuestas.

Cuando vayamos a emplear la legítima fuerza del Estado, hagámoslo bien, racionalmente, con efectividad, respetando los derechos humanos de todos, pero en la comprensión de que las Fuerzas Armadas y las policías están armadas para usar la legítima violencia en resguardo de un bien superior, la seguridad de la población y la vigencia del Estado de derecho. Hay veces en que algunas realidades, por conocidas y evidentes, se callan, y por calladas se olvidan. Ojalá que este no sea el caso.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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