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Dilemas morales del paro docente para los maestros y la sociedad chilena Opinión Hans Scott/AgenciaUno (fotografía de archivo)

Dilemas morales del paro docente para los maestros y la sociedad chilena

Sebastián Donoso Díaz
Por : Sebastián Donoso Díaz Académico Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad San Sebastián.
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Un primer aspecto moral es que, más allá de la deuda histórica, los docentes del sector público hacen demandas al Ministerio de Educación aunque este no es su empleador, lo que resulta extraño. Por cierto, es más llamativo aún que la autoridad ministerial se haga cargo de ello, fenómeno que se ha repetido en el tiempo. En el sector público son los municipios y algunos Servicios Locales de Educación sus empleadores, y muchos de los fallos administrativos que les afectan, como el no pago de cotizaciones previsionales o retrasos en otras materias, provienen de la gestión municipal más que del ministerio.


El anunciado paro del gremio docente de nuestro país es un fenómeno que se ha repetido en el tiempo, dando cuenta de la complejidad que reviste para nuestra sociedad la educación. Algunos indicadores lo muestran: varios ministros(as) de la cartera, producto de acusaciones constitucionales, han debido abandonar su cargo y otros tantos han sorteado ese proceso a partir de un fuerte desgaste personal. En la década de los 60, los ministros de educación duraban en promedio tres o más años en el cargo, pero desde el retorno a la democracia esto se ha reducido a 1,5 años, aproximadamente, con el agravante de que en muchas oportunidades han sido nombrados(as) en este cargo personas respetables, pero que no tenían mayor vínculo ni saber profesional del área, algo ciertamente impensable desde toda lógica para ministerios como Hacienda, Economía o Salud.

Ello constata tanto la baja comprensión real que ha tenido para la clase política la importancia de una adecuada y pertinente dirección sectorial, como igualmente la complejidad de las tareas educativas y, más aún, nuestra incapacidad país para construir una política de Estado en este campo, por mínima que sea.

Por lo mismo, en este dilatado escenario es consistente que los gremios de trabajadores de la educación hayan manifestado en diversas oportunidades su disconformidad con el trato recibido en democracia, teniendo en cuenta que la “deuda histórica con muchos profesores” se genera en el periodo dictatorial, la cual no ha sido atendida en los más de 30 años de democracia. Esta omisión del Estado en pronunciarse sobre este hecho es –por decir lo menos– una ofensa moral manifiesta a un gremio profesional que en los discursos públicos de la clase política suele mencionarse como muy importante para el desarrollo del país, aunque sin correlato evidente con los hechos, al menos desde la perspectiva gremial.

Regularmente, la discusión pública al respecto no se ha planteado desde la ilegitimidad de esta demanda, sino desde el cuantioso monto que involucra su corrección para el erario público y, a partir de ello, la escasa voluntad política –más allá de algunos discursos aislados– de reparar esta manifiesta injusticia.

Ciertamente, la ley de Desarrollo Profesional Docente comienza el año 2017 a corregir algunas inequidades, siendo un avance, pero insuficiente, ya que dejó sin beneficios –aparentemente, de nuevo, por el argumento de los costos financieros– a educadoras de párvulos y otros profesionales que trabajan en educación.

Ciertamente los gremios de la educación están cansados del trato recibido en estas décadas por el Estado y sus poderes Ejecutivo y Legislativo, haciendo más complejo el encuentro sereno y respetuoso entre los diversos actores sociales.

No obstante, es innegable que todo paro docente provoca repercusiones sociales complejas, que van mucho más allá de la escuela y que los profesores conocen bien, pero que posiblemente calibran de manera diferente de la opinión ciudadana, respecto de quienes no están en educación.

Un primer aspecto moral es que, más allá de la deuda histórica, los docentes del sector público hacen demandas al Ministerio de Educación aunque este no es su empleador, lo que resulta extraño. Por cierto, es más llamativo aún que la autoridad ministerial se haga cargo de ello, fenómeno que se ha repetido en el tiempo. En el sector público son los municipios y algunos Servicios Locales de Educación sus empleadores, y muchos de los fallos administrativos que les afectan, como el no pago de cotizaciones previsionales o retrasos en otras materias, provienen de la gestión municipal más que del ministerio.

Pero el dilema moral de mayor significación social es que el paro docente afecta directa e indirectamente a la población más vulnerable del país, y la evidencia muestra que, más allá de los esfuerzos remediales que se emprendan tras los paros, terminan perjudicando a los más pobres. Por lo mismo, esta disonancia entre la intención del gremio docente y las consecuencias negativas en los estudiantes pone en entredicho la legitimidad social del paro. Ello se ha traducido también en que, de manera silenciosa pero sostenida, cada evento de este tipo redunda en una pérdida de matrícula del sector público aproximadamente del 2%, sin contar además con la merma real de aprendizaje de un sector social que tiene a la escuela como su único recurso educativo eficiente. Los más pobres no poseen otras opciones educativas que se puedan comprar en el mercado.

Esto no debiese ser soslayado por los docentes. Los estudiantes y sus familias son también víctimas de este fenómeno y son doblemente castigados: primero, porque en nuestro país la condición de pobreza es un castigo social en sí mismo, agravado por la pandemia, más allá de los resultados de la Casen. En segundo lugar, son castigados por los efectos directos e indirectos del paro en comento: merma efectiva de los aprendizajes y una poco efectiva mitigación de los impactos negativos; a saber, recuperación de clases en jornadas extensas, reducción de contenidos, etc.

Los efectos indirectos son igualmente importantes, tanto los asociados con los beneficios de alimentación y salud que se otorgan en los establecimientos escolares a los estudiantes que más lo necesitan, como el cuidado y seguridad para niños y niñas en las escuelas que, ante la no ocurrencia de clases, sus padres deben dejarlos muchas veces solos en sus hogares o con redes de apoyo muy precarias, en espacios de alta vulnerabilidad. Por cierto, todos ellos son inocentes respecto de la génesis de estos problemas y no pareciera que los padres estén tan convencidos de los efectos benéficos que generarán las demandas docentes en la educación de sus hijos.

 También hay un dilema moral asociado a la ocasión de implementar este paro. Durante la pandemia, Chile fue uno de los países del mundo que estuvo mayor tiempo sin clases. El deterioro de los resultados educativos gravó a nuestro país y afectó negativamente a los más pobres. Es decir, en un contexto país de crisis de aprendizajes, de muchos estudiantes que no se han reintegrado al sistema, de baja asistencia regular a clases, sería razonable pensar que este paro agudizará los efectos negativos en la población más pobre, victimizándola nuevamente.

Los maestros podrían sostener que la pandemia no fue su responsabilidad (claro que no lo fue), como tampoco lo fue de muchos países, incluido el nuestro. De ser válido ese argumento, el sector salud podría negarse a cumplir su obligación de atender a la población enferma si el mal que le aqueja no ha sido causado directa y previamente por una atención en salud, lo que resulta improcedente desde toda perspectiva.

Las reivindicaciones de los docentes merecen atención y respeto, también respuestas razonables y cumplimiento de los compromisos. Sería prudente que el actuar de los maestros no debiese omitir el contexto social ni situacional en que nos encontramos. Es tiempo de que los actores involucrados en este proceso asuman sus responsabilidades y con generosidad busquen soluciones que no perjudiquen a quienes son víctimas directas e indirectas de los paros docentes, avanzándose decidida y sustentablemente en la solución de las demandas docentes en el tiempo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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