La academia llama a este tipo de incitación terrorismo estocástico. En una sociedad atemorizada y sedienta de cambio, si una figura influyente con un gran número de seguidores demoniza a una persona, un grupo o una entidad, es muy probable que algunos tomen esas palabras literalmente.
En la región y el mundo se constata una enorme distancia, hastío y hasta ira de importantes y distintos sectores de la ciudadanía hacia la política tradicional, los partidos y la “deficiente y deudora” labor de las instituciones del Estado. En este contexto, “cuando la gente rechaza a los que mandan, deposita su confianza en cualquiera… en charlatanes, mafiosos, fanáticos o una mezcla letal de las tres cosas”, como lo expresa Martin Wolf, autor del libro La crisis del capitalismo democrático. Así vimos, recientemente, la llegada a la presidencia de Argentina de un personaje de ultraderecha, antisistema y autoritario como el libertario y “anarco-capitalista” Javier Milei (19/11). Un personaje que hasta no hace mucho lo llamaban “payaso mediático”, de acuerdo a Pedro Brieger, uno que dijo que “el mercado de órganos es un mercado más”, que “la justicia social es una aberración”, que el Estado es un enemigo, que niega la crisis climática, que trata a los políticos de “casta”, que ha calificado al papa Francisco de “imbécil” y “maligno”, que reivindica la dictadura al decir que se hace “un análisis tuerto”, entre otras controvertidas afirmaciones.
Con un discurso provocador y de odio (a veces grosero), “antielite política”, en esencia antisistema, este seguidor de Von Hayek y Friedman (mercado extremo y desregulado), recuerda a otros conocidos líderes disruptivos/“outsiders” como Trump o Bolsonaro, que han utilizado el discurso como un cincel para socavar la democracia.
Todos ellos son una mezcla entre antiguos líderes autoritarios y actuales autócratas que demonizan la política cuando no es suya. Además de sus excentricidades (como blandir motosierras en actos políticos) y el uso cotidiano de redes, son nacionalistas proclives a sistemas autoritarios de extrema derecha, con un fuerte culto a la personalidad, que justifican la violencia o las represalias en contra de oponentes y la denigración del Estado de derecho en función del secuestrado y manipulado concepto de la libertad. Usan la victimización (“nos han engañado y robado”) para justificar sus acciones, aunque sean constructos parciales, distorsionados o francamente falsos. Por ejemplo, tres primeros ministros conservadores del Reino Unido prometieron que con el Brexit (2016) se reduciría drásticamente la migración. Sin embargo, esta se había triplicado al 2022 (hoy hacen la misma promesa falsa frente a la inmigración la derecha y ultraderecha en Chile).
El exsenador y exsecretario de Defensa de Barack Obama, el republicano Chuck Hagel, dijo que “en una democracia deben hacerse concesiones (llegar a acuerdos), porque solo hay una alternativa ante ello: un gobierno autoritario”. Es decir, y en palabras de Martin Wolf, en una democracia liberal en la competición por el poder entre partidos se acepta la legitimidad de la derrota, no se permite el uso de la fuerza y los ganadores no intentan destruir a los perdedores.
Sin embargo, y carentes de estándares democráticos, este tipo de liderazgos tienden a poner en jaque (fracturar) elementos básicos de la gobernanza, la democracia y el Estado de derecho e, incluso, la política exterior. Trump, por ejemplo, quiere resolver militarmente los problemas sociopolíticos: pensó usar el ejército para atacar a los cárteles de drogas en México y ahora quiere usar la excepcional Ley de Insurrección para fines militares con objetivos policiales (léase manifestaciones, erradicación masiva de inmigrantes, etc.). En Chile, los mismos están pidiendo Estado de Excepción para algunas regiones, incluyendo la Metropolitana.
Mientras Milei habla de “terminar con la casta”, en su primer mitin de campaña (la inició tempranamente para sacar ventaja a sus competidores y protegerse de múltiples investigaciones) Trump declaró: “Yo soy su castigo”, en referencia a sus contradictores, y luego prometió usar el Departamento de Justicia para perseguirlos (Biden y su familia serían los primeros). Luego, en el Día de los Veteranos, trató a sus adversarios como “alimañas” que debían ser “erradicadas”, lo que recuerda los totalitarismos pasados. Incluso, insinuó, en su red Truth Social (usada para irradiar desencadenantes de intolerancia y autoafirmación grupal), que la llamada hecha por el general del ejército de EE.UU. y asesor de la presidencia, Mark Milley, para tranquilizar a China tras el asalto al Capitolio el 06/01/2021, fue “un acto tan atroz que, en tiempos pasados, el castigo hubiera sido la muerte”.
Ese posteo crítico sobre un general que protegió la Constitución no solo es impensable en cualquier democracia estable, sino que se convierte en un peligro fáctico en un escenario extremamente dividido y crispado. No olvidemos que cuando Trump se volvió más iracundo al perder la elección, su conducta estimuló abiertamente un ataque en contra del Capitolio o que seguidores suyos enviaran bombas a figuras públicas que Trump había atacado frecuentemente (nadie murió por suerte). Las sugerencias de Trump provienen de un hombre que tiene un megáfono ruidoso dirigido a millones de extremistas armados, y que insisten en que el gobierno es ilegítimo, que sus adversarios no son “verdaderos estadounidenses” y que cree que hay un complot del “Estado profundo” en contra del país y la “libertad”.
Este tipo de incitaciones a la violencia también se han visto en Bolsonaro, por ejemplo, cuando, en mayo de 2022, afirmó que “un solo disparo o una granada mata a todos” o cuando en julio de 2022, dos días antes del asesinato de un líder del PT en Foz de Iguazú, e insistiendo en un complot para un fraude electoral, dijo en una transmisión en vivo que “ustedes saben lo que está en juego y saben cómo prepararse (…). Sabemos qué debemos hacer antes de las elecciones”, hecho que terminó con sus huestes invadiendo el Congreso, el Supremo Tribunal y el Palacio de Planalto (08/01/2023) y, hoy, apoya una marcha de sus partidarios en contra del juez que lleva la causa de esta asonada. Caso similar ocurrió con la grieta en Argentina, donde Cristina Fernández se salvó porque la bala del disparo de un adversario no salió (01/09/2022).
Personajes como Trump, Bolsonaro, Milei, Bukele o Kast juegan en los límites, pero saben exactamente lo que están haciendo. La academia llama a este tipo de incitación terrorismo estocástico. En una sociedad atemorizada y sedienta de cambio, si una figura influyente con un gran número de seguidores demoniza a una persona, un grupo o una entidad, es muy probable que algunos tomen esas palabras literalmente. Las multitudes que asisten a los actos de Trump han apoyado sus llamados a expulsar a la clase política dominante y destruir los “medios de noticias falsas”. Esta retórica es peligrosa, no solo porque que incita a la violencia en contra de los adversarios y todo aquel que no esté de acuerdo, sino también porque muestra cuán insensibles se han vuelto las sociedades ante sus escándalos o las amenazas, por cierto con complicidad de los medios que normalizan estas actuaciones al rutinizarlas.
Rudá Ricci y Luís Carlos Petry dicen este tipo de líderes carismáticos construyen su práctica a partir de la narrativa emocional, de la construcción apocalíptica (ej., sensación de inseguridad) y la supuesta intervención urgente con promesas rimbombantes y falaces (ej., ahí esta Nayib Bukele de El Salvador y su comisión para investigar la corrupción que duró hasta que se encontró en el gabinete). Su demagogia mezcla la imagen de “profeta y héroe” en la perspectiva de establecer un relato común en la base social, una empatía inicial que moviliza emociones supuestamente en contra de “los de arriba”, los poderosos y élite de la política. Este populista dice valorar a quienes no tienen poder en función de una identidad compartida, para luego avanzar en la crítica/ataque al sistema e instituciones, pero nunca al verdadero poder detrás (son funcionales al poder conservador y neoliberal del capital).
Jonathan Swan, Maggie Haberman y Charlie Savage denuncian que detrás de las amenazas de Trump y sus equipos hay planes que pondrían en jaque a EE.UU. y su democracia si regresa al poder (una encuesta de The New York Times y el Siena College reveló que Trump supera a Biden en 5 de los estados más competitivos), al estar planeando aumentar el poder del presidente sobre las agencias federales, lo cual implicaría concentrar mayor control sobre toda la maquinaria del gobierno. Para ello han adoptado una versión maximalista de la teoría del Ejecutivo unitario, según la cual el presidente tiene autoridad directa sobre toda la burocracia federal y sería inconstitucional que el Congreso creara reductos de autoridad independiente (se rompería la norma básica de la democracia de equilibrio de poderes).
Trump ya ha puesto a prueba el sistema legal con ataques a su integridad, arremeter contra fiscales, jueces y, recientemente, contra una asistente legal en su juicio por fraude en Nueva York, a quienes ha tachado de “parcialidad política” y de estar “fuera de control”, con el propósito de, por un lado, crear las condiciones para poner a los suyos como ya lo hizo en la Corte Suprema en su mandato y, por el otro, desvirtuar los fallos en los 91 cargos graves que enfrenta. Como de este plan, Trump pretende revivir una iniciativa, rechazada en el Congreso, para alterar las normas de servicio civil que protegen a los profesionales de carrera, lo que le permitiría despedir a aquellos que se resistan a sus impulsos y remplazarlos por guardianes ideológicamente alineados y más propensos a aprobar acciones contenciosas.
Hagel dijo que Trump “continúa arrinconando a la gente y dándole voz a la polarización en nuestro país y el verdadero peligro es que eso siga creciendo y se apodere de la mayoría del Congreso, los estados y los gobiernos”. Entonces, como lo expresa Martin Wolf, se genera “un sistema en el que mafiosos ‘matan’ a sus oponentes, pisotean los derechos de los individuos, suprimen la libertad de prensa y se benefician económicamente de sus cargos, al tiempo que se limitan a celebrar elecciones amañadas” (autoritarismo competitivo).
La democracia se pervierte en manos de líderes electos al perderse conceptos marcos como libertad, igualdad, consenso, de lo cual hablan politólogos como Robert Dahl o Leonardo Morlino. Aunque si bien siempre queda la contraargumentación electoral o lisa y llanamente la “rebelión justa”, los costos e incertidumbres se acrecientan en la medida que estos caudillos profundizan el desarrollo de sus aspiraciones: Miley acaba de anunciar planes para privatizar las empresas estatales del agua y ferrocarriles. La democracia debe hacer ajustes urgentes.