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El wagneriano Kissinger, para quien el sur no importaba Opinión

El wagneriano Kissinger, para quien el sur no importaba

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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“Nada importante puede venir del sur. La Historia no se ha producido jamás en el sur. El eje de la historia empieza en Moscú, continúa por Bonn, cruza hasta Washington y de ahí pasa a Tokio. Lo que pase en el sur carece de importancia”, señaló Henry Kissinger.


Confieso que uno de los primeros libros de política internacional que leí fue La Diplomacia, de Henry Kissinger. Era 1994 y el optimismo de la temprana post Guerra Fría invitaba a leer a uno de los estrategas –y un influencer en tiempos de comunicación aún off line– más controvertidos de la etapa anterior. Había escuchado hablar profusamente de él y su papel en la administración Nixon, particularmente de su rol en la desestabilización y derrocamiento del Gobierno de la Unidad Popular entre 1970 y 1973. Al mismo tiempo, conocía su fama de negociador capaz de limar las más ásperas divergencias entre las partes.

Solo años después llegó a mis sentidos la anécdota con el canciller chileno Gabriel Valdés Subercaseaux, quien durante un viaje a Washington en 1969 se había “atrevido” a espetarle a Nixon y Cía. que la asimetría entre Estados Unidos y los países al sur del Río Grande era demasiado considerable para una relación puramente económica, a pesar de que América Latina había contribuido con sus materias primas a enriquecer a la potencia del norte en forma más considerable de lo que habían recibido de la misma.

Kissinger, consejero de Seguridad Nacional, visiblemente molesto, le respondió poco después lanzando una histórica diatriba: “Señor ministro, usted hizo un discurso bien extraño. Vino aquí a hablar de Latinoamérica, pero eso no tiene importancia. Nada importante puede venir del sur. La Historia no se ha producido jamás en el sur. El eje de la historia empieza en Moscú, continúa por Bonn, cruza hasta Washington y de ahí pasa a Tokio. Lo que pase en el sur carece de importancia”. Después de un intercambio de impresiones, Valdés concluyó con una asombrosa invectiva: “Usted es un alemán wagneriano, un hombre muy arrogante”.

Efectivamente el episodio lo retrató de cuerpo entero: el diplomático corresponsable de “la détente” como propuesta de un dinámico ritmo de negociaciones para relajar las tensiones entre Este y Oeste, al mismo tiempo un defensor del más visceral anticomunismo, dispuesto a aplicar el “todo vale” en las áreas de influencia de Estados Unidos, ya fueran el patio trasero latinoamericano o la Indochina. Así, si se leen con detención los capítulos de La Diplomacia, encontramos una erudita mirada y agudo análisis de los últimos tres siglos de historia de las relaciones internacionales, donde la razón de Estado, la realpolitik y el equilibro de poder destacan como narrativas maestras, en las que sobran los liderazgos clásicos, fundamentalmente occidentales: Richelieu, Bismark, Churchill, De Gaulle, sobresaliendo Theodore Roosevelt –el autor del “Gran Garrote” en Centroamérica y el Caribe–, aunque también hay algo de espacio para Mao, Stalin.

Invariablemente, cada uno de estos oriundos del Septentrión, al cual todos los demás deben subordinarse, como peones o actores de reparto, fueron secundarios en la historia de las grandes potencias. No en vano Kissinger es considerado uno de los mayores exponentes del neorrealismo en teoría de las relaciones internacionales. Su relato tampoco está exento de cuotas de narcisismo, reflejadas en la continua autorreferencia de su desempeño como alto funcionario de las administraciones Nixon y Ford, ocupando los cargos de Consejero de Seguridad Nacional y Secretario de Estado, sucesivamente.

Heinz Alfred Kissinger –su nombre original antes de la emigración– vino al mundo en 1923 en Fürth, al norte de Baviera, en el seno de una familia judía. En sus primeros años de vida coincidió con algunos de los mejores días de la República de Weimar, de hecho, había nacido bajo la breve cancillería de Gustav Stresemann. Este notable político que recompuso los lazos de Alemania con la sociedad internacional como ministro de Asuntos Exteriores, cargo que desempeñó hasta su muerte en 1929, fue más adelante uno de los dirigentes más elogiados por Kissinger, y de alguna manera correspondió al último fulgor de eficacia democrática en Alemania antes que la gran depresión se lo llevara todo, excepto al furioso nacionalismo revanchista de los seguidores de Hitler.

Con 10 años, Kissinger contempló el ascenso del que sería el Tercer Reich, y junto a su familia comenzó a experimentar la discriminación cargada de sospecha y resentimiento. A sus 15 años se radicó en Estados Unidos, evitando el Holocausto, sin embargo, el lustro de desprecios y maltratos de una sociedad nazificada dejaron profunda huella en su personalidad controladora, blindada con soberbia.

Supo arrimarse y acumular poder. En varios pasajes del libro de Robert Greene Las 48 leyes del poder (1998), Kissinger es el protagonista, como cuando a propósito de la construcción de una reputación negociadora se afirma que “nadie quería que se le considerara tan poco razonable que ni Kissinger podía convencerle”. También al citársele de ejemplo de cómo se hace para que otros dependan de uno, explicando que Kissinger logró sobrevivir a las “sangrías” de la administración no porque fuese el mejor diplomático que encontró Nixon, ni porque se llevaran bien con su jefe, sino debido a que “se introdujo de tal forma en tantas áreas de la estructura política que deshacerse de él hubiera llevado al caos”.

¿Qué dice su currículo? Trabajó en labores de inteligencia durante la Segunda Guerra Mundial, fue secretario de Estado bajo dos administraciones, ganó el Nobel de la Paz –a pesar de que años antes había impulsado una campaña de bombardeos masivos sobre Laos y Camboya–, empleó todo tipo de estratagemas para derribar al Gobierno de Allende (meses antes de la asunción del Presidente socialista, el 27 de junio de 1970, había dicho que los asuntos de Chile eran “demasiado importantes para dejarlos en manos de los votantes chilenos”), fue uno de los artífices de la aproximación entre Washington y Beijing, que terminaría de fracturar al campo socialista y debilitar a la Unión Soviética de Leonid Brézhnev (“divide para reinar”), así como responsable del acuerdo que sacó a Estados Unidos del pantano en Vietnam.

Además, plantó las semillas del acuerdo de no agresión entre Egipto e Israel, que más tarde brotaría en Camp David, incidiendo en el rediseño de Medio Oriente. Finalmente, en los ochenta encabezó la comisión bipartidista para Centroamérica, con la que la administración Reagan buscaría el consenso del Legislativo doméstico para seguir enviando dinero a los “Contra” enfrentados al sandinismo nicaragüense, así como a la dictadura en El Salvador. Desde el Cono Sur se le recuerda como un acérrimo partidario del golpe de Estado de Pinochet, así como de las dictaduras de la doctrina de Seguridad Nacional. La dupla Nixon-Kissinger, después del “veranito” de esperanzas que supuso la Alianza para el Progreso de Kennedy, potenció el uso de prácticas intervencionistas y de operaciones encubiertas contra movimientos nacionalistas y de izquierda en la política exterior de Washington.

Para el internacionalista y economista Arturo López-Levy, en su capítulo “Una victoria póstuma de Allende: la institucionalización de los derechos humanos en la política exterior de Estados Unidos”, del libro que edité, Resonancias de un Golpe: Chile 50 años (2023), para Nixon y Kissinger había sido tempranamente imprescindible el derrocamiento del Gobierno de la Unidad Popular. Para López-Levy dicha decisión respondía a “El Método Jakarta” (Bevins, 2021), mediante el cual “Washington estructuró una cruzada que conectó fuerzas y visiones anticomunistas nada democráticas a nivel mundial. El objetivo de esa ‘red’ fue castigar las posiciones de izquierda, comunistas, nacionalistas, y neutralistas como un cáncer a extirpar (…). El paradigma del grupo Nixon-Kissinger salía de una mezcla de la escuela realista en relaciones internacionales con ideas de superioridad estadounidense del periodo pre-derechos civiles. No importaba si EE.UU. aceptaba la coexistencia pacífica con los grandes poderes comunistas. Chile y América Latina estaban en el patio trasero de Estados Unidos, en su área de influencia donde se ventilaban temas referentes hasta de reputación de gran potencia” (López-Levy, 2023).

Consumado el golpe, Kissinger le expresó por teléfono a Nixon su pesar por la forma en que la prensa estadounidense “sangraba” por el derrocamiento de un Gobierno pro comunista. Asimismo, con un dejo de cinismo, le dijo al canciller de la dictadura chilena, almirante Patricio Carvajal: “Tengo la profunda convicción de que los derechos humanos no son un tema apropiado para la política exterior”, como señala Peter Kornbluh. De hecho, ya mucho antes de la desclasificación de Archivos de Seguridad Nacional en Estados Unidos, la “Comisión Church” del Senado de Estados Unidos concluía en 1976 que “Kissinger 1) Se rehusó a aceptar el resultado de la votación a favor de Allende; 2) Inició, junto con el presidente Nixon, la política de tratar de evitar la confirmación de Allende; 3) Promovió una constante guerra económica contra Chile después de que Allende fue instalado; 4) Fomentó un golpe de Estado de los militares –operativo que culminó con el asesinato del general René Schneider, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas chilenas, debido a que este insistió en la adhesión a la Constitución nacional”.

Aunque, es necesario considerar a la oposición interna a la Unidad Popular y a los errores del propio Gobierno de Allende como catalizadores para el plan de los conjurados, no es menos cierto que Nixon y Kissinger implementaron un “bloqueo invisible” a la economía chilena, rechazando créditos de organismos económicos internacionales, y respaldando a militares insurrectos, antes de apoyar el golpe y sus consecuencias sobre el ataque a los derechos humanos.

Desde la última década del milenio pasado en adelante, Kissinger hizo asesorías y se abocó a escribir sobre Historia y Política, en parte para resaltar su legado y como aparato justificador de sus decisiones. En Orden Mundial (2016) explicó cómo Vietnam se constituyó en el símbolo de la ruptura del consenso nacional estadounidense y una cicatriz permanente, aunque cuidándose de dejar claro que la instalación de Washington en tierras vietnamitas operaba desde los tiempos de Truman, en virtud de la política de contención en Asia y la teoría del dominó de Eisenhower. Sus dardos apuntaron al gobierno de Johnson, con el mayor número de tropas desplegadas en Vietnam del Sur, y cuyas figuras claves “renunciaron públicamente a sus puestos y pidieron el fin de las operaciones militares y la retirada de Estados Unidos” poco después del arribo de la nueva administración a la Casa Blanca.

La salida de la ciénaga vietnamita, forzada por la sensación de trauma, fue atribuida a la combinación de acciones militares y flexibilidad diplomática que concluyó con el acuerdo de 1973 con Hanoi, con él en el centro. Finalmente, en una verdadera reivindicación de Nixon, Kissinger prospectaba que, con el deshielo en la disputa Este-Oeste y la salida de Vietnam, Estados Unidos habría podido asentar un Orden más estable… si no hubiera sido por Watergate. Con su gusto por la épica veterotestamentaria, comparó tácitamente a su exjefe con Moisés, al decir “Nixon había vislumbrado la tierra prometida”, en referencia al fin de la Guerra Fría.

Una de sus últimas opiniones públicas la realizó en Davos 2022, cuando se refirió a la Guerra en Ucrania. Siempre atento a las cámaras, incluso si el precio era contradecir el relato prevaleciente en su país, esgrimió un argumento geopolítico para escorar la posición rusa. Para Kissinger, el país invadido estaba en el área de interés estratégico de Moscú y, por lo tanto, a Ucrania, situada al sur de una gran potencia, le correspondía ceder y someterse. Como en una ópera decimonónica, el orden mundial prescribe la adaptación de los débiles, ya que cualquier viso de rebelión o divergencia traería la ira de Wotan y una cabalgata de las Valkirias. Así, con 50 años de diferencia, Ucrania y Chile se entrelazan como zonas de influencia a las que les queda obedecer desde la óptica wagneriana de Kissinger, para quien el sur, simplemente, no importa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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