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Bandera blanca Opinión

Bandera blanca

Fredy Cancino
Por : Fredy Cancino profesor de historia
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El narcotráfico y sus terribles secuelas se extienden por amplios territorios, e inéditos delitos en Chile se repiten con preocupante frecuencia.


Desde la Convención de Ginebra, que estableció normas que introducen valores humanitarios en las guerras, la bandera blanca (después de  siglos de uso) ha significado no solo rendición, también voluntad de negociar, petición de tregua o cese de hostilidades. Por cierto, sería torpe tremendismo el calificar la actual controversia política entre Gobierno y oposición como una guerra, pero la política –en democracia– significa también conflicto entre fuerzas contrastantes. 

Hago esta breve introducción para mostrar cuan factible e impostergable es que gobierno y oposición, derechas, izquierdas y centro político, hagan una tregua y acuerden un Plan Nacional para enfrentar la criminalidad y sus alarmantes alzas en el país. El narcotráfico y sus terribles secuelas se extienden por amplios territorios, e inéditos delitos en Chile se repiten con preocupante frecuencia: secuestros, homicidios por encargo y “ajustes de cuentas” aparecieron en el horizonte delictual chileno. No se trata solo de exacerbada (e interesada) crónica negra, hay cifras y datos de las propias instituciones públicas que muestran que tras la sensación de inseguridad hay antecedentes reales y cuantificables (Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana, ENUSC)

 ¿Qué hacer entonces?

Ante todo, superar las diferencias políticas en esta materia. El incremento alarmante de la criminalidad en nuestro país exige un acuerdo marco entre gobierno y la oposición. El crimen organizado no discrimina entre derechas e izquierdas; afecta a toda la sociedad. Es hora de dejar de lado las banales disputas partidistas y trabajar como una sola mente en la creación de estrategias que fortalezcan las instituciones, mejoren la coordinación entre fuerzas de seguridad y aborden las causas subyacentes de la delincuencia.

Por un lado, la izquierda en el gobierno debería abandonar el infructuoso prejuicio de que la seguridad y orden público es un tema de la derecha, otorgándole a esta una especie de exclusividad en su discurso político. La izquierda debe hacer suya la idea de que el crimen castiga a los más pobres, –en especial por el flagelo de la droga– precisamente el sujeto principal de su sensibilidad social y política. Aparte de ser una seria amenaza a la democracia. 

Por el lado de la oposición de es urgente que abandone la cruzada de exacerbación del clima político en torno al tema delictual, cesar el fuego granado contra el gobierno y sus errores, debilidades y límites en la lucha contra la criminalidad. Podrá rendir frutos electorales en el futuro próximo, pero al precio de entrabar y prolongar la emergencia de seguridad que abruma a la ciudadanía.

En el diálogo para encontrar un camino concordado en el combate a la criminalidad, la derecha debe esforzarse por eludir la fácil (y rendidora) tentación del populismo punitivo y las salidas a la Bukele; y la izquierda realizar una revisión ideológica que la lleve a compatibilizar la responsabilidad personal del transgresor (que implica penalidad) con las causas sociales y económicas del delito.

En el horizonte ideal de un acuerdo nacional contra la criminalidad, asimismo se deberían evitar las a menudo inconcluyentes “mesas de trabajo” y “agendas cortas” anunciadas con gran clamor. Se apagarán llamaradas puntuales, pero el cuadro estructurante de las políticas públicas en la materia permanece como obstinado trasfondo.

Es la llamada política criminal la que veo ausente entre las bases portantes del Estado chileno, porque es precisamente eso: una política de Estado y no de gobiernos temporales, del color que sean. Una seria y poderosa política criminal se articula en muchas dimensiones, todas ellas concurrentes en el fenómeno del delito; las leyes penales (se debe reconocer el avance de la reforma procesal penal, que sin embargo sigue pendiente la actualización del Código Penal que data de 1875), el sistema penitenciario chileno; las causas sociales del delito y la recuperación social de los infractores; la reformulación de la inteligencia anticrimen (también en su dimensión internacional) y la formación de las policías en los más altos estándares de investigación y control. En fin, una tarea de vastas proporciones, que convocaría a muchas instituciones públicas y privadas y que demoraría lo que fuese necesario para no improvisar salidas apresuradas. Naturalmente, la preparación de una buena política criminal de Estado no impide las urgentes medidas que en el momento necesitan ser acordadas y puestas en marcha.

Una tregua política, para concentrarse en este desafío clave para la propia fortaleza de la democracia, no significa que se deba renunciar a valores y posiciones ideológicas, solo reconocer que la seguridad ciudadana es un bien común que merece la atención prioritaria de todos. Es responsabilidad de nuestros líderes políticos abandonar escaramuzas y entregar soluciones. Es hora de escribir un nuevo capítulo en el que con desinteresado acuerdo se construya un Chile más seguro y protegido para todos. Es posible, aunque algunos escépticos “realistas” lo llamen ingenuidad.

La fuerza política que lleve adelante y que imponga dicho gran acuerdo tendrá el reconocimiento de toda la gente honesta del país, tanto o más importante que pasajeras victorias electorales.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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