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Contra la alternancia destructiva Opinión

Contra la alternancia destructiva

Álvaro Ramis Olivos
Por : Álvaro Ramis Olivos Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).
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Entre la voluntad autoritaria y excluyente de una derecha posdemocrática y las dinámicas psicopatológicas de la izquierda, siempre condicionadas por agudizar las pequeñas diferencias, no se percibe voluntad de acuerdo alguno.


Chile lleva más de una década en una relación política tóxica. Entramos a un ciclo de alternancia destructiva, que comenzó en 2010 con el triunfo de Sebastián Piñera, sucedido por Michelle Bachelet en 2014, quien luego devolvió el mandato a Piñera en 2018, que luego lo entregó a Gabriel Boric en 2022. Esta forma dañina de alternancia se caracteriza por el intento de cada gobierno por retrotraer todos los avances del gobierno anterior y, a la vez, por una oposición que bloquea y paraliza el programa del Presidente.

Al inicio de este largo y zigzagueante ciclo se sentía que era inevitable un cambio, en tanto la confianza ciudadana en la continuidad ininterrumpida de los gobiernos concertacionistas se había agotado. Una primera señal se vislumbró con motivo de la crisis asiática de 1998, pero el golpe definitivo lo generó la crisis subprime de 2008, con el consecuente declive en el precio de las materias primas y el fin de las expectativas de mejora económica que se generaron a inicios de los años 90. Entonces, se instaló el ánimo de explorar nuevas recetas de gestión de cara al bienestar de las grandes mayorías. En un principio el empresario Piñera parecía encarnar esa expectativa y en esa primera fase la derecha estaba dispuesta a asumir un tono conciliador, vistiendo su publicidad con el color del arcoíris y adentrándose en una dinámica de moderación que permitió a muchos votantes saltar la brecha y apoyar a una nueva coalición de gobierno.

Pero, desde entonces, los objetivos que se buscaban con la alternancia no se han conseguido. Piñera I no logró recuperar la economía y solo se le recuerda por las masivas protestas de 2011, a cuyas demandas trató de dar respuesta Bachelet II, pero sin lograr resolver las expectativas generadas, lo que llevó al retorno de Piñera II, que naufragó estrepitosamente en octubre de 2019, para dar paso al gobierno de Gabriel Boric, que también parece marcado por la incapacidad de cumplir su programa.

En esta larga etapa muchas de las políticas e instituciones públicas fueron arrasadas. El Congreso se fragmentó en innumerables micropartidos y parlamentarios independientes que negocian desde su interés individual e inmediato. Y los gobiernos no han mostrado tener visión para gobernar desde un ejercicio de revisión racional de lo que funciona y de lo que no funciona, para terminar por preferir una política de revancha, más que de acumulación institucional. Por eso los programas electorales que se ofrecen apuntan a medidas irrealizables, diseñadas para movilizar a su electorado, pero sin viabilidad, porque no pueden aprobarlas ni les conviene después ejecutarlas. Y las distintas fuerzas que han ejercido el rol de oposición han actuado de una forma más destructiva que propositiva, buscando desandar cuatro años de gobierno como si nunca hubieran sucedido.

La ciudadanía solo percibe una larga y tediosa confrontación entre dos bloques, sin espacio para la intermediación. Entre la voluntad autoritaria y excluyente de una derecha posdemocrática y las dinámicas psicopatológicas de la izquierda, siempre condicionadas por agudizar las pequeñas diferencias, no se percibe voluntad de acuerdo alguno. El miedo a aparecer transigiendo principios lleva a todas las fuerzas políticas a olvidar que solo se pacta con los adversarios. El juego abierto de la democracia también se restringe por la persistencia de viejos y nuevos poderes fácticos (económicos e institucionales) que acompañan la dinámica destructiva de esa forma de alternancia.

Este diagnóstico, afortunadamente, ha empezado a permear en distintas capas de la sociedad, de la política, de las élites empresariales y culturales. Es frecuente escuchar sobre la necesidad de generar una reforma política que genere incentivos virtuosos en el sistema de partidos, para desandar la fragmentación actual, estimulando los acuerdos de Estado que faciliten el buen gobierno. Pero entre el análisis y la voluntad de avanzar no se vislumbra la energía necesaria.

Llegó la hora de priorizar, al más breve plazo, una reforma al sistema político que aborde los mayores déficits o asignaturas pendientes que hoy amenazan con bloquear a cualquier coalición que pretenda gobernar. Para eso es necesario retomar la experiencia de la Comisión Experta del segundo proceso constitucional y arribar a un acuerdo de los partidos mayoritarios, de cara a generar un espacio común de consenso que se oriente a permitir, de forma estable y previsible, que se respete la voluntad mayoritaria de la población. Urge situar como objetivo prioritario una urgente reforma política que supere la atomización del Congreso y que dé respuesta oportuna a las demandas sociales. La madurez de los partidos y formaciones políticas que se atrevan a llevar adelante esta reforma mostraría quiénes están mínimamente a la altura de lo que demanda y merece la ciudadanía.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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