Solía evocar al individuo responsable de bloquear mi trabajo como un monstruo apenas alfabetizado que nada entendía de mis escritos, pero este censor comprendía demasiado bien mis intenciones y había sido escrupulosamente justo. Su prosa es precisa, sutil, incluso elegante.
A menudo he deseado poder acceder a alguno de los muchos expedientes policiales que sin duda se han recopilado sobre mí a lo largo de los años. ¿Qué escribieron y qué sabían realmente acerca de mi larga vida de activismo y exilio, aquellos misteriosos hombres que tenían a su alcance decidir mi destino? Recientemente en Chile, en una de mis frecuentes visitas desde que la democracia retornó al país en 1990, mis deseos se hicieron realidad. Pude leer un extenso dossier recopilado sobre mí por una agencia de seguridad secreta, lo que me permitió regresar vertiginosamente a mi propio pasado perseguido, pero ahora desde la perspectiva del censor, del espía, de ese ser en las sombras que me acechaba.
Mi obsesión por saber qué podrían contener esos archivos comenzó el 11 de septiembre de 1973, el día en que los militares de mi país derrocaron al Gobierno democrático del Presidente chileno Salvador Allende, acosando a quienes, como yo, habían sido sus pacíficos partidarios.
Pasé, casi de inmediato, a la clandestinidad. Pero ¿de veras me encontraba en peligro? ¿Sabían las nuevas autoridades que yo había estado trabajando durante los últimos meses como asesor cultural y de prensa en el Palacio Presidencial donde Allende había muerto durante el golpe? ¿O que pertenecía a un pequeño partido de izquierda que, desde la ilegalidad, llamaba al derrocamiento de la dictadura? ¿Considerarían que Para leer al Pato Donald, mi libro subversivo que denunciaba los mensajes ocultos de Disney, que los militares habían quemado públicamente, arrojando al mar su tercera edición, era una razón para apremiar, torturar, matar a su autor? Quedarme en Chile o verme obligado a partir al exilio dependía de lo que se fermentaba en las páginas de mi desconocido prontuario secreto.
Mi partido no tenía duda alguna. Sus líderes no solo estaban seguros de que ya se me buscaba, sino también que, dados mis contactos culturales internacionales, podría servir mejor a la resistencia fuera de Chile que dentro de sus restringidas fronteras. Y así, pocas semanas después del golpe militar, busqué asilo a regañadientes en la Embajada de Argentina en Santiago, uniéndome a otros mil prófugos aprensivos, hacinados promiscuamente en recintos que hasta hacía poco habían sido agraciados con cócteles de alta alcurnia y recepciones donde el champán fluía a destajo.
Fue natural buscar amparo allá, en vista de que había nacido en Buenos Aires y, pese a que ahora era ciudadano chileno, suponía que las autoridades argentinas presionarían para que se me diera un salvoconducto para salir de Chile, lo que no fue fácil. El Gobierno de Pinochet me negaba el visto bueno, aduciendo que necesitaban hacerle algunas preguntas a este revoltoso y rebelde Sr. Dorfman.
Un interrogatorio que nunca ocurrió. Tres meses después del golpe, llegué al aeropuerto de Ezeiza en la capital argentina, confiado en que podía respirar tranquilo.
Pero en vez de que me abrazara mi familia –mi esposa chilena y nuestro hijo que ya habían escapado a Buenos Aires, mis padres argentinos, mis tíos y primos, todos esperándome ansiosamente–, la policía me detuvo, trasladándome a la jefatura de la calle Moreno donde me esperaba… claro, un interrogatorio. Aunque duró varias horas, el proceso no fue duro, ciertamente nada parecido a lo que se me habría sometido en una nebulosa mazmorra chilena.
Primero me tomaron una foto de cuerpo entero y, enseguida, esos tres hombres vestidos de civil me presionaron para que revelara por qué temía yo por mi vida en Chile, ¿acaso eran tan sediciosas mis actividades ahí? Les conté lo menos posible, presentándome como un intelectual díscolo e inofensivo, amante de la paz, con vagas inclinaciones socialistas. Despavorido por la violencia indiscriminada que desató el golpe, había optado por fugarme. Me soltaron con una advertencia: portáte bien acá, pibe. No te vamos a perder de vista.
¿Fingían ignorancia? ¿Qué tan seguro estaba yo en esa Argentina que pasaba por una complicada transición a la democracia, con un anciano Perón en el poder cada vez más controlado por la extrema derecha de su partido? A pesar de que todos mis amigos escritores en Buenos Aires asumían que no había peligro, así como habíamos pensado que un golpe de Estado era imposible en el Chile democrático, a mí no me cabía duda de que en Argentina venía en camino una hecatombe. Tan pronto como pude conseguir el pasaporte que se demoraba angustiosamente, huí de la ciudad donde había nacido treinta y un años antes. Dos días después de haber partido con mi familia hacia Cuba, a fines de febrero de 1974, el apartamento de mi abuela fue invadido por una pandilla de matones que decían ser policías. O tal vez eran miembros de los temidos escuadrones de la muerte que ya deambulaban por las calles y secuestraban a civiles, muchos de los cuales terminarían por desaparecer sin rastro de la Tierra.
Lo que no entendía, cuando me llegó la noticia, era por qué me habían elegido a mí para ese escarmiento. ¿Qué información les había hecho priorizar mi captura cuando tantos otros alborotadores potenciales revoloteaban libremente por la capital argentina preconizando una vía armada y violenta que a mí me parecía suicida?¿Se había enterado la policía de que, lejos de ser yo un intelectual inocuo y despistado, era un ferviente colaborador de Allende y, para colmo, un feroz crítico del Pato Donald, denunciándolo como agente del imperialismo cultural?
Nunca llegué a enterarme.
Hasta ahora, gracias al dossier que me esperaba acá en Santiago, cortesía de la Comisión Provincial por la Memoria de Argentina, una organización que investiga las violaciones a los derechos humanos en su país. El año pasado, como una forma de conmemorar el cincuentenario del golpe de Estado contra Allende, la comisión decidió extraer de los vastos archivos de la policía secreta que tenía a su disposición los expedientes relativos a los refugiados que se asilaron en la Embajada de Argentina en Santiago.
Me acerqué a esas 59 páginas dedicadas a esa fase de mi vida con una especie de curiosidad morbosa. Había planteado la hipótesis, en una novela reciente, Allende y el Museo del Suicidio, de que la policía chilena había logrado infiltrar a unos de sus agentes en la embajada y que por ahí la información recabada había sido compartida con los servicios secretos argentinos. Quizás, entonces, encontraría pruebas de que mis conjeturas sobre un infiltrado eran ciertas.
No fue algo tan ficticio y estrafalario como un espía en la embajada lo que apareció en el prontuario, sino, más bien, una muestra más mundana: la foto que me tomaron el día de mi llegada a Buenos Aires. Allí estaba yo, sosteniendo tristemente un número (154), fingiendo inocencia, con los ojos muy abiertos e inexpresivos, los labios bien cerrados, vestido con un traje y unos zapatos que parecían un tanto inconfortables.
Acompañando a la foto hay un resumen de lo que los interrogadores habían arrancado de mis declaraciones benignas, ninguna de ellas tan alarmante para que se me mandara a detener unos meses más tarde. Observé con especial satisfacción que había tenido cuidado de no aludir siquiera al libro insurreccional del Pato Donald.
Si mi diatriba contra Disney brilla por su ausencia en ese resumen policíaco de 1973, hace una aparición sorprendente en un amplio informe escrito tres años después. Se dedican 1.500 palabras a analizar el libro, reproduciendo exhaustivamente sus tesis centrales, para luego llegar a la conclusión de que su crítica al capitalismo podía ser leída “masivamente” y que, por lo tanto, debía ser prohibida de acuerdo con la Ley 20.840 (legislación argentina que, aprobada en septiembre de 1974, penalizaba los actos de subversión).
La persona anónima que escribió el informe pertenecía a la Oficina de Evaluación Literaria (no bromeo) de la Coordinación de Antecedentes Penales del Departamento de Policía. Como cualquier autor que ha sufrido los estragos de la censura, solía evocar al individuo responsable de bloquear mi trabajo como un monstruo apenas alfabetizado que nada entendía de mis escritos, pero este censor comprendía demasiado bien mis intenciones y había sido escrupulosamente justo. Su prosa es precisa, sutil, incluso elegante. Un adversario digno, conocedor de Piaget, Freud y Marx. Y, por ende, aún más aterrador.
Pero si este análisis y esa prohibición se habían generado recién en 1976, años después de haber logrado yo evadir a los escuadrones de la muerte argentinos, el misterio seguía en pie: ¿por qué habían venido a buscarme a principios de 1974?
El dossier ofrece una explicación escalofriante.
Más del setenta por ciento de la información que contiene se refiere al FAS (Frente Antiimperialista por el Socialismo), una parca organización revolucionaria argentina de la que nunca había oído siquiera hablar. Los recortes de los periódicos e informes de un espía, en su mayoría de octubre y noviembre de 1973, advierten sobre sus panfletos y reuniones públicas, acompañados de los requerimientos del Departamento de Búsquedas de la policía argentina para indagar sobre lo que el FAS podría estar tramando.
Solo puedo especular sobre cómo llegué a ser ligado a esa organización desconocida, pero su abrumadora presencia en mi expediente quizás ayude a esclarecer por qué la policía secreta vino a buscarme al apartamento de mi abuela a fines de febrero de 1974.
Reconstruyo así los acontecimientos. Resulta que una semana antes de que saliera de la embajada para Buenos Aires –cuando ya se informa que los chilenos me van a otorgar un salvoconducto–, una división de la inteligencia policial argentina solicita a sus diversas unidades provinciales cualquier antecedente sobre Ariel Dorfman, “actualmente detenido en Chile”. Lo que sucede a continuación, conjeturo, es que algún investigador mediocre del Departamento de Búsquedas, abriéndose camino fatigosamente a través de innumerables otras solicitudes similares, finalmente topó con mi caso y, a pesar de no encontrar datos pertinentes, resolvió despachar algo, lo que fuera, con tal de no parecer inepto y que se lo culpara si más tarde ese individuo llegase a cometer algún acto violento.
Tal como tantos otros hombres anónimos –pensemos en el estalinista NKVD o en la Inquisición española o en las acusaciones contra los negros, que condujeron a su linchamiento en los EE.UU.–, ese burócrata del terror inventó una transgresión cualquiera, vinculándome en forma absurda a los recortes e informes sobre el FAS que se hallaban por casualidad sobre su escritorio aquella accidental mañana. Ese archivo, ahora con mi nombre adherido, finalmente arribó, kafkianamente, a las manos de algún supervisor opaco y letárgico que bostezó y luego ordenó detener e interrogar a este tal Dorfman. ¿Y por qué no?
Es fácil de visualizar cómo habría sido esa pesquisa. Niego, por supuesto, todo conocimiento del grupo revolucionario al que me han asociado. Mis verdugos, por supuesto, no me creen. Y probablemente, en algún momento, habría terminado confesando que era culpable, de esa y toda otra acusación que inventaran, demostrando que había tenido razones de sobra aquel hombre que me había señalado como peligroso. A él lo felicitan y en cuanto a mí… no estaría acá para escribir este relato.
Gracias a la suerte y el azar, ese no fue mi destino. Cincuenta años después de que me escapé de la muerte no puedo dejar de lamentar, sin embargo, que innumerables víctimas inocentes de la historia no han sido ni serán tan afortunadas.