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El fallido proyecto de ley que permitía la caza de perros asilvestrados Opinión

El fallido proyecto de ley que permitía la caza de perros asilvestrados

La necesidad de esta ley se funda sobre varias suposiciones y afirmaciones.


Se habla poco, de forma seria, sobre nuestra relación con los animales. Y cuando sí se habla, se suele caer en simplismos o etiquetas que en nada aportan a iluminar una relación desigual. Lo cierto es que en esta relación los humanos tenemos un poder tan abrumador sobre ellos que muchas veces es muy difícil ponernos en su lugar. Esto es preocupante, porque la capacidad para ponernos en el lugar del otro es siempre un requisito importante al momento de empatizar y tomar decisiones éticas.

Tomemos como ejemplo la reciente discusión en torno al proyecto de ley que buscaba permitir la caza de perros asilvestrados. La cantidad de confusiones e imprecisiones ha sido bastante tremenda. Nada sorpresivo, pero igualmente tremendo. Desde mi lugar, quiero aportar a clarificar y despejar el terreno para que podamos tener una mejor y más productiva discusión.

Mi postura sobre el fallido proyecto de ley es clara: fue un mal proyecto porque la idea de que está bien cazar perros asilvestrados para salvar la fauna nativa es una mala idea. A final de cuentas, una fundada y pausada reflexión indica que la vida de los perros asilvestrados no es menos (ni más) valiosa que la vida de un pollo, una vaca, un pudú o un guanaco. Razones para sostener esto hay muchas y para aquellos que están interesados en conocerlas existe una amplia literatura filosófica al respecto. No las voy a explicar aquí, pues mi propósito principal en esta columna es iluminar suposiciones e inconsistencias en los argumentos de aquellos que están a favor de dicho proyecto de ley. Para ello, es fundamental explicitar las premisas implícitas y dejar claro cuál es el marco teórico que los motiva a defender la caza de perros asilvestrados.

La necesidad de esta ley se funda sobre varias suposiciones y afirmaciones. Primero, los perros asilvestrados están provocando un daño irreparable a los ecosistemas nativos. Son una especie invasora y, como tal, una plaga que debe ser controlada (ojalá eliminada). En redes sociales abundan imágenes y videos de las manadas de perros atacando pudúes e incluso a seres humanos. A partir de esta constatación se sigue que hay un problema y que debemos hacer algo. Más aún, no solo se debe hacer algo sino que se debe hacer algo ahora ya, pues el tema es urgente.

Sin embargo, hay al menos dos problemas con las afirmaciones anteriores. Por un lado, está claro que el interés principal de los que apoyaron el proyecto de ley no es el bienestar de los animales en cuestión. Para ellos, la vida de un perro en particular no es importante. Pero, y esto es lo interesante, tampoco les importa la vida de un pudú en específico. Sí, tal cual. No les importa. Esto es, para los que están familiarizados con el debate, el conflicto permanente entre ecologistas y activistas por los derechos de los animales. La relación entre ambos es conflictiva; a ratos son aliados circunstanciales, otras veces están en veredas claramente opuestas –como en este caso–.

Aunque algunos lloren o lamenten la muerte de un pudú y, por lo tanto, alcen sus voces en su defensa y exijan la exterminación de los perros asilvestrados, el pudú es solo un símbolo. Representa algo que, en sus mentes, es mucho más valioso: el ecosistema en su conjunto. Alguien podría preguntarse ¿qué tiene de malo esto? La respuesta es que no tiene nada de malo necesariamente. Pero hay que ser claros: ¿están defendiendo vidas particulares o están defendiendo comunidades? ¿Defienden comunidades o defienden símbolos? Así como están las cosas, todo indica que para los ecologistas un pudú es perfectamente intercambiable con otro, porque lo que está en juego no es el interés de ese pudú individual con las particularidades irrepetibles de su vida sino el bienestar del sistema.

Por otro lado, para el animalista, las subjetividades de cada animal tienen valor. Cada vida es única y posee una dignidad inherente que impone límites sobre lo que podemos hacer. Por ejemplo, no podemos abusar de ellos y no podemos usarlos como medios para otros fines. Por eso el animalista se opone al uso de los animales en la industria farmacéutica, cosmética y alimentaria. La vida de un pollo, un pez, una vaca y un cerdo es tan valiosa como la vida de un perro y un pudú. Para el ecologista, esto no es así. Para ellos, y para muchos que apoyaron el proyecto de ley, hay vidas animales que valen más que otras.

Esta jerarquización es la que les permite comparar valores, hacer cálculos utilitaristas y decidir que está plenamente justificado matar perros asilvestrados con tal de salvar la vida de la fauna nativa. Pero si esto es así, ¿qué razones hay? No nos han dicho. Se supone que de forma intuitiva todos deberíamos pensar que la vida de la fauna nativa tiene, ipso facto, un valor superior a la vida de una especie invasora, como si eso fuera obvio. Pero no tiene nada de obvio. Al contrario, nos tienen que explicar por qué una vida nativa vale más que una vida invasora.

Para el animalista, recuerden, lo que importa es la subjetividad, el hecho de que cada vida es única e irrepetible; que cada ser tiene sus aspiraciones y sus deseos. Esos perros que tantos quieren matar tienen vidas que deben ser respetadas tanto como las vidas de los pudúes. Claro, en nuestras casas y en nuestras ciudades los perros son vistos como individuos y es mucho más fácil entender y aceptar que en cada caso estamos ante una vida única. Pero cuando uno visualiza una manada de perros, las individualidades desaparecen. La gente ve una masa amorfa de predadores. El perro individual se pierde en una multitud sanguinaria que ataca a un animal individual. En esas circunstancias es mucho más fácil empatizar con el animal individual, pero si uno pausa unos instantes, se hace evidente que por mucho que un animal individual participe de un grupo, este sigue siendo un animal individual.

Para complicar más la conversación nos dicen que este tema es urgente. Este es el otro problema con las dos afirmaciones de los que apoyaron el proyecto y que mencioné al inicio.

Hay que resolver ahora ya. Puede que este sea, efectivamente, un problema que debe ser resuelto. Y puede, además, que tenga cierta urgencia. Pero, lamentablemente, se suele usar la urgencia como forma de impedir y limitar el debate. Una discusión honesta debe intentar resolver el conflicto que he detallado hasta aquí. Y, lamentablemente para aquellos que están apurados, esta cuestión no se puede resolver de forma apresurada. Tomar decisiones presionados por la urgencia puede llevarnos a cometer graves errores.

¿Qué hacemos entonces? ¿Qué solución proponemos? Estas son las preguntas que nos hacen a los que nos opusimos a este proyecto. Parece ser que, ante una ausencia de solución, por descarte solo queda cazar a los perros asilvestrados. Lo cierto es que no es necesario tener una solución alternativa cuando uno tiene claro que un curso de acción determinado es erróneo. Por ejemplo, no se necesita tener claro cómo responder a una ofensa para saber que responder de forma violenta es malo. O, si en algún caso particular sí se justifica responder violentamente, esa determinación se obtiene después de un proceso de deliberación (que puede ser corto o largo según la situación). Por eso cuando nos exigen una solución “ahora ya”, este no es en ningún caso un ultimátum que debamos aceptar.

Algo parecido pasa cuando nos preguntan si nosotros vamos a adoptar a los perros. O si vamos a poner los recursos necesarios para resolver la situación de otra manera. Estas son solo manipulaciones retóricas que buscan crear una sensación de culpa e impotencia. A su vez, estas sensaciones buscan que uno ceda ante la propuesta. Es una forma de persuasión intelectualmente deshonesta, porque si queremos persuadir a alguien esto se tiene que hacer a través de argumentos y razones. No a través de la culpa o la sensación de impotencia.

Por último, nos dicen que las comunidades científica y médica han hablado y han pasado juicio sobre este tema. Hay un consenso entre esos expertos y oponerse a este proyecto es oponerse a la ciencia y al dictamen de los que saben y han estudiado estos temas. Pero si algo espero que se haya logrado en esta columna es dejar en claro que este tema no es un tema científico o médico. He visto cómo muchos en la comunidad científica se han molestado o se han sentido ignorados, pero lo cierto es que la ciencia suele adentrarse en temas que no son de su competencia y salen mal parados (el aborto es un ejemplo de un tema que fundamentalmente no es científico sino filosófico).

Para ser preciso, no es que no puedan contribuir. Lo que sucede es que su contribución es, en estos casos, posterior o complementaria. Las respuestas o las evaluaciones que hace la ciencia son posibles dentro de un cierto marco teórico que, muchas veces, es aceptado de forma inconsciente. Al igual que el caso del aborto (donde se suele citar a profesionales de la medicina como si fuesen autoridades sobre el tema), la pregunta por nuestra relación con los animales y el medio ambiente es esencialmente una pregunta filosófica y valórica. Solo una vez que esto ha sido resuelto, la ciencia puede aportar con soluciones o perspectivas. No antes.

Vamos, entonces, a este debate. Y seamos claros y no demos nada por obvio ni evidente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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