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Ucrania, Gaza… ¿Podemos hablar de otra Guerra Fría? Opinión BBC

Ucrania, Gaza… ¿Podemos hablar de otra Guerra Fría?

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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La expansión de la gobernanza mundial –originalmente a imagen y semejanza de Estados Unidos– fue alterada por la irrupción geoeconómica china. El centro gravitatorio global se trasladó a Asia Pacífico, síntoma de la nueva multipolaridad, con un Estados Unidos menguante sin derrota.


Esta semana, analistas internacionales escribirán varias líneas acerca de la visita de Lula a Chile, sin duda una oportunidad para estrechar lazos entre ambos Estados, sin olvidar que otra alta dignataria hará tierra en Chile. Se trata de Yuliia Svyrydenko, viceprimera ministra ucraniana. Entre otras actividades pronunciará un discurso mañana en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, y tendrá una serie de encuentros con altos personeros.

La gira oficial ocurre en momentos en que Moscú ha lanzado una ofensiva en la región de Járkov, castigada por bombardeos continuos, como en el principio de la guerra en febrero de 2022. En dicho momento la “operación especial” rusa retuvo varios meses la estratégica urbe, hasta que fue recuperada por Ucrania en medio de la contraofensiva de la primavera boreal de ese año. Al mismo tiempo, Israel ha comenzado el asalto definitivo sobre Rafah, además de emprender un nuevo ataque sobre el campamento de refugiados de Yabalia, a pesar de las presiones de Estados Unidos para conferir garantía a la población civil gazatí mediante el ingreso de ayuda humanitaria. Las relaciones entre Estados Unidos y su principal aliado en Medio Oriente se encuentran en mínimos históricos, se reconoció extraoficialmente.

Ambos casos constituyen desafíos aún irresolutos para Washington. Por una parte, un conflicto bélico interestatal, entre una gran potencia revisionista, más que media y menos que global, Rusia, y otra potencia considerablemente más débil, Ucrania, que cuenta con pleno respaldo occidental, como delegado “proxy”. Por otro, existe un tipo de guerra extraestatal entre una avanzada potencia regional, Israel –otrora en plena sintonía con Estados Unidos y hoy más autónoma– versus un grupo armado que no es miembro del sistema interestatal, Hamás.

No faltarán quienes, desde una interpretación cíclica, quieran ver la reedición del argumento de Gibbon acerca de la decadencia y caída de una neo-Roma americana. Sin embargo, mucho más lo enmarcan en la dinámica de “Nueva Guerra Fría” entre Occidente, comandado por Estados Unidos, y las potencias no occidentales.

La alusión al conflicto bipolar es de larga data. George Orwell se había topado con este durante su época de brigadista internacional en la guerra civil española (1936-1939), cuando tuvo conocimiento de la obra literaria del príncipe ibérico Don Juan Manuel, en el siglo XIV, quien describió las interminables escaramuzas entre reinos cristianos y taifas musulmanas como combates directos sin declaraciones bélicas ni tratados de paz. El autor de 1984, poco después de la tragedia de Hiroshima y Nagasaki, auguraba que las confrontaciones entre titanes estatales serían reemplazadas por “una paz que no es paz, sino guerra fría”. Dos años después, el periodista Walter Lippmann lo difundiría en su ensayo seminal sobre política exterior estadounidense (1947).

Desde entonces es recurrente citar alteridades bipolares previas. Odd Arne Westad (La Guerra fría. Una historia Mundial, 2018), lo insinúa al decir que “la política europea entre mediados del siglo XVI y principios del XVII estuvo profundamente condicionada por una rivalidad bipolar entre España e Inglaterra (…). Sus orígenes eran profundamente ideológicos, ya que los monarcas de España estaban convencidos de que representaban al catolicismo, y los de Inglaterra, al protestantismo”.

Barbara Emerson enfatiza otro período en su reciente obra La primera guerra fría: relaciones anglo-rusas en el siglo XIX (2024), que explica cómo Gran Bretaña y Rusia evitaron que sus tensiones decantaran en abierta hostilidad militar. Para la autora, en esta proto Guerra Fría, ambos imperios competían tan ásperamente que prefiguraron la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sus áreas de desacuerdo incluían Polonia, los Balcanes, el Mar Negro, Persia, Asia Central y el Lejano Oriente.

No obstante, los rivales mantuvieron sus afanes de dominio bajo control, con la única excepción de la guerra de Crimea (1853-1856). Aunque, la lucha por el predominio de Asia Central fue conocida de otra manera desde que Arthur Conolly, oficial y explorador de la Compañía de las Indias Orientales, acuñara el término “el Gran Juego”, mientras la historiografía rusa sencillamente la nominara “Torneo en las Sombras”. Dicha etapa dejaría como herencia un acérrimo revanchismo en los países tratados como simples peones (Afganistán e Irán, entre otros).

Londres y San Petersburgo lograrían un acuerdo hacia 1907, acelerado por la ansiedad provocada por el ascenso del sol naciente de Oriente y el águila germana. Aunque en realidad se produjo un desplazamiento de liderazgo, al recalar en Londres el primer automóvil Ford, símbolo de relevamiento tecnológico estadounidense.

Casi un siglo antes, el eurocentrismo posnapoleónico había ensayado una paz multipolar en el Congreso de Viena (1814-1815), bajo la supremacía de la tríadica Santa Alianza (Austria, Rusia y Prusia) o la Cuádruple Alianza que incluía al Reino Unido. Avanzado el siglo XIX se impuso una Pax Victoriana (1837-1901), que combinó mantención del balance continental europeo con el predominio colonial británico fuera de Europa. Los síntomas de decadencia se hicieron evidentes recién ante la incapacidad británica para resolver rápidamente dos conflictos bélicos que afectaban sus intereses: la segunda Guerra de los Bóers en Sudáfrica (1899-1902) y el levantamiento de los Bóxers en China (1900-1901). Con la Primera Guerra Mundial el sistema se hundió, por lo que el presidente Wilson promovió las bases de un multilateralismo liberal con la Sociedad de las Naciones, que el Congreso de su país rechazó, naciendo un sistema en desequilibro.

Otra perspectiva es la de María José Tíscar (La Excepción Ibérica, 2022), al encuadrar la Guerra Fría en un enfrentamiento de larga duración entre capitalismo y colectivismo con tres fases reconocibles: la primigenia, entre 1917 y 1941, ceñida al espacio euroasiático de instalación soviética; la segunda, entre 1945 y 1991, acaecida en Europa y otras áreas; y la tercera de hoy, cuyo proscenio es el Asia de la República Popular China, provista de una experiencia socialista distinta a la soviética, aunque se agrega a la Rusia postsoviética como amenaza por Occidente.

Dicha Rusia renacida ha demostrado su voluntad de reconstruir su tradicional área de gravitación imperial, con su intervención en Georgia de 2008 y la anexión de Crimea en 2014. La operación militar sobre Ucrania, de 2022, fijó los objetivos de desmilitarización de Kiev, neutralizando su eventual ingreso a la OTAN, y la propagandística “desnazificación” de su vecino. Aquello implicaba cambiar el actual gobierno de Ucrania por otro prorruso, por lo que la conquista de la capital, Kiev, era crucial. Sin embargo, la respuesta nacional de dicho país, armado por Occidente, lo evitó.

Rusia está volviendo sobre sus metas del siglo XVII, cuando en pleno auge expansivo chocó contra el Imperio otomano y la mancomunidad polaco-lituana por el control de la estepa sur. Desde 1682 aceptó formalmente (y en forma temporal) al río Dniéper como frontera. Es probable que el actual acoso militar sobre Járkov renueve la decisión de incluir directamente todo el espacio al oriente del citado curso hídrico en la Federación. La población de Ucrania se opondrá tenazmente por la memoria de un tiempo recordado como la La Ruina, de debacle de la autonomía del Hetmanato cosaco y la intervención extranjera.

La nueva y actual Guerra Fría tendría por supuestos la pérdida de hegemonía de Estados Unidos y la peligrosa competencia con China. Porque, aunque Rusia exhiba su músculo, la última palabra la tiene Beijing. Si tenemos que el arsenal de Estados Unidos y la OTAN no tienen aún equiparación exacta en otro contendiente, se puede concluir que China disputa el liderazgo tecnológico y sobre todo la absorción de mercados con el coloso del Norte.

¿Cuáles fueron las premisas de la tradicional Guerra Fría?: a) imposición de esferas de influencia delimitadas, b) antagonismos ideológicos y de prácticas culturales a todo nivel, c) una dinámica internacional de sucesión de crisis, d) la disuasión nuclear, e) la confrontación militar se trasladó a las periferias con Estados peones que representaban a los jugadores fundamentales del ajedrez. Las últimas tres se cumplen, con conflictos abiertos permanentemente irresolutos, advertencias nucleares de Kim Jong-un y recientemente de Putin, y la sumatoria de “guerras proxy” en que cada bando apoya a un contendor.

Las dudas están en los dos primeros. ¿Se han constituido esferas de influencias cerradas o tenemos más bien competencia económica? ¿Se trata de un antagonismo absoluto entre capitalismo neoliberal de Estados Unidos y el socialismo con características chinas que a veces es descrito como capitalismo de Estado? Es necesario tener presente que el esquema de Guerra Fría no es el único del tipo bipolar, también existen otras etapas bipolares de concierto diplomático y de rivalidad de cooperación. De hecho, esta última describe mejor la fase de la tradicional Guerra Fría conocida como distensión (1969-1979), con potencias alcanzando acuerdos mínimos de convivencia, sin renunciar a la competencia de fondo.

Hoy hay que constatar que el optimismo unifocal de Estados Unidos no duró demasiado, probablemente hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001, o a lo más hasta la quiebra del Banco Lehman Brothers en 2008, con sus secuelas de estancamiento y desempleo. Entonces, la expansión de la gobernanza mundial –originalmente a imagen y semejanza de Estados Unidos– fue alterada por la irrupción geoeconómica china. El centro gravitatorio global se trasladó a Asia Pacífico, síntoma de la nueva multipolaridad, con un Estados Unidos menguante sin derrota, una China con alianzas en construcción (hoy más delineadas) y sobre todo poderes regionales emergentes, organismos internacionales y empresas multinacionales. Un mundo en transición con cascadas de crisis: las primaveras árabes de 2010 en adelante, las grandes olas migratorias iniciadas en 2014, y la propias derechas radicales y populistas occidentales cosechando éxitos electorales de la talla del Brexit y Trump, que devinieron en el retiro de la globalización que sus países construyeron. La gestión multilateral del Fondo Monetario Internacional,  Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio y Naciones Unidas es menos eficaz, siendo reemplazada por clubes del tipo de los países más industrializados (G-7) o el BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) ya ampliado.

Frente a este contexto, Tokatlian ha sugerido la “diplomacia de la equidistancia” como propuesta estratégica de maniobra en medio de la rivalidad chino-estadounidense, mientras Heine, Ominami y Fortín (2020) han promovido para América Latina la interesante doctrina del No Alineamiento Activo (NAA) para enfrentar el bipolarismo entrópico de una nueva Guerra Fría en ciernes, con rivalidad comercial, inversión, tecnológica y financiera de implicancias geopolíticas.

Lo anterior será viable en la medida que la Guerra Fría no se haga más hermética, al punto de no aceptar “neutralidades”. Ya ocurrió en el pasado y puede acaecer nuevamente, a pesar de los lemas de defensa de la democracia y derechos humanos por Occidente y de respeto por la soberanía del mundo multipolar reclamado por los Estados revisionistas. Quizás un día habrá que elegir, por lo que también hay que considerar acuerdos estrechos entre ciertas periferias y potencias pericentrales como Europa. Lo anterior, mientras las ligas de Delos y Esparta no terminen de constituirse.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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