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1973-2023: medio siglo y aún el odio EDITORIAL

1973-2023: medio siglo y aún el odio

La pregunta clave es si el Estado de Chile ha cumplido con un mandato de honestidad y decencia democrática sobre justicia y verdad o si, por el contrario, sus medias acciones mantienen la sombra de la incompletitud, humillando a las víctimas medio siglo después. El odio o el rencor no solo se roban la tranquilidad y el olvido, sino que además generan un rechazo espejo en las personas o grupos odiados. Desgraciadamente, todo indica que en Chile aún no hemos logrado el consenso mínimo civilizatorio de entender que NUNCA JAMÁS debe recurrirse a golpes de Estado.


Es un error transformar las desprolijas palabras del ahora exdelegado presidencial Patricio Fernández en un plebiscito sobre la libertad de opinión, la que en una democracia nunca debiera estar en duda.

El problema de fondo radica en si el Estado de Chile realmente ha cumplido con un mandato de honestidad y decencia democrática sobre justicia y verdad o si, por el contrario, sus medias acciones mantienen la sombra de la incompletitud, humillando a las víctimas medio siglo después. La justicia y la verdad son asuntos de Estado en una sociedad democrática heterónoma y diversa, con reglas e instituciones, tribunales, derechos civiles y políticos.

Los principales actores de este drama son, por una parte, el Estado, a través de los gobiernos de turno –y sus razones políticas– y, por otra, integrantes organizados de la sociedad civil en lo que de manera reciente se denomina “comunidades emocionales”, una categoría de actor social y político proveniente de la experiencia del dolor y la humillación que la violencia le ha legado.

En este cuadro, las emociones adquieren una relevancia cada vez mayor en la acción social, en la manera de evocar parte de la memoria colectiva y en la transmisión de narrativas del dolor, mediante el testimonio de quienes lo han experimentado. Es una forma de historia y memoria cuyo reconocimiento por parte del Estado de Chile, desde el retorno a la democracia, ha sido lento y trabajoso.

La humillación y el no sentirse realmente parte de la historia del país han engendrado rencor y odio, como emociones primarias y devastadoras de los integrantes de comunidades emocionales, lo que contrasta con las respuestas racionales que espera el régimen oficial. La racionalidad política que busca aplicar el Estado, con medidas acertadas o no, es insuficiente.

A esto debe sumarse que el odio o el rencor no solo se roban la tranquilidad y el olvido, sino que además generan un rechazo espejo en las personas o grupos odiados. Así, el odio –la pulsión más básica, devastadora y primaria del ser humano– se hace social y las personas detestan a otras, más que por lo que son, por aquello que hacen, y que, más que instinto, tiene que ver con factores sociales y culturales, así como con los sesgos que inocula la educación sobre las experiencias del dolor y la humillación en la memoria colectiva.

Todo indica que, desgraciadamente, aún no hemos logrado el consenso mínimo civilizatorio de entender que nunca, NUNCA JAMÁS, debe recurrirse a golpes de Estado para solucionar problemas que aquejan a la sociedad, por graves y radicales que sean esos problemas.

El Estado no es un ente psicológico, pero sí uno moral, y junto con tener la prudencia de administrar sus actos de manera austera, los gobernantes debieran tener la templanza para corregir las omisiones de justicia y verdad, que han generado uno odio primario que persiste en partes importantes de nuestra sociedad, para así evitar que cincuenta años después aún sea el odio el que prime.

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