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Víctimas de Colonia Dignidad exigen responsabilidades a Chile y Alemania

Víctimas de Colonia Dignidad exigen responsabilidades a Chile y Alemania

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Entre 1962 y 1968, cinco jóvenes lograron escapar de ese enclave situado a 400 kilómetros de Santiago. Tras cruzar ríos, correr campo a través y hacer autoestop llegaron a la embajada alemana, donde después de describir los horrores padecidos fueron devueltos al infierno de Paul Schäfer.


16 de agosto de 1968. Un pequeño papel arrugado llega a la embajada alemana en Santiago. Una caligrafía desesperada denuncia que su familia está encerrada en Colonia Dignidad; que a sus hijos les pegan a diario; que a su mujer la tienen aislada. «Por favor, sáquennos de aquí». El embajador jamás hizo nada.

El remitente era Natan Bohnau, un colono alemán encerrado desde 1961 junto a otros 300 compatriotas en una finca en medio de frondosos bosques, en el sur de Chile. Un «paraíso cristiano» al que llegaron huyendo de los estragos de la Segunda Guerra Mundial.

Pero la pervertida personalidad de su líder, Paul Schäfer, acabó convirtiendo el paraíso en un campo de concentración.

Antes de la carta de Natan, entre 1962 y 1968, cinco jóvenes lograron escapar de ese enclave situado a 400 kilómetros de Santiago. Tras cruzar ríos, correr campo a través y hacer autoestop llegaron a la embajada alemana, donde después de describir los horrores padecidos fueron devueltos al infierno de Schäfer.

«Ni el Estado alemán ni el chileno hicieron nada, a pesar de que sabían que se cometían atrocidades», explica el abogado Winfried Hempel, nacido en Colonia Dignidad.

Hasta el año 2005, Schäfer sometió a niños y adultos en un lugar que funcionó como un «Estado dentro del Estado». Ningún país se atrevió a tocarlo. Alemania, por no ensuciarse con «una reminiscencia del nazismo». Chile, por su perpetua idealización de lo germánico.

«Se violaban todos los derechos garantizados en la Constitución y se cometían todos los delitos del Código Penal», denuncia el excolono.

Tras seis años de trabajo, Hempel está a punto de presentar una demanda colectiva contra el Estado chileno. La querella, apoyada por 120 excolonos, exige que se repare a cada víctima con un millón de dólares. Están convencidos de que ganarán.

«Durante cincuenta de los doscientos años de historia independiente de Chile, el Estado toleró que un grupo de extranjeros armados creara un enclave infranqueable donde se cometían toda clase de atrocidades. Esto es un fallo tremendamente grave».

La permisividad del Estado chileno ha causado en las víctimas irreparables daños físicos y mentales. Las palizas, las extenuantes jornadas laborales y los sedantes han dejado a muchos con dificultades para caminar, hablar o concentrarse.

Con los ojos anegados de lágrimas, Hempel describe sus problemas físicos a causa del trabajo infantil. «Mientras los inspectores de trabajo estaban tomando té, comiendo kuchen y mirando la pradera, niños como yo arrastrábamos sacos de patatas de 80 kilos».

La inacción de la diplomacia alemana también protegió indirectamente a Colonia Dignidad. En 1984 dos matrimonios que habían conseguido escapar del enclave denunciaron ante el Parlamento alemán lo que allí ocurría. Aunque se inició un sumario criminal contra Schäfer, jamás se levantó una acusación formal.

Tras el estreno de «Colonia», el filme que se adentra en las entrañas de la secta, algunas cosas parecen estar cambiando en Alemania. El ministro de Exteriores, Franck Walter Steinmeier, reconoció en abril que el papel de la Embajada fue «escandaloso» y anunció la desclasificación de todas las actas relacionadas con la hermética secta.

Meses después, la fiscalía alemana pidió el ingreso en prisión de Harmut Hopp, un cómplice de Schäfer que huyó de Chile, donde estaba condenado por abusos sexuales.

Pero todo llega demasiado tarde para los colonos. Ahogados por las deudas causadas por la mala gestión pasada, la necesidad de cuidar a los ancianos y la obligación -por primera vez- de pagar a sus trabajadores, los actuales habitantes de Villa Baviera libran una batalla cotidiana para mantenerse a flote.

«Tienen que ayudarnos», clama Erika Tymm, una de las pobladoras. Como ella, la mayoría ya no quiere vivir más bajo la presión económica de una estructura creada por quienes le arruinaron la existencia. Desean ser duelos de su destino y tener una casa y un terreno para al fin vivir con dignidad.

Porque una década después de la desarticulación de la secta, la comunidad aún vive del «trabajo comunitario», que solo a partir de 2005 empezó a ser remunerado.

Horst Schaffrick, de 58 años, ha vivido siempre en la Colonia pero ya no aguanta más. Está agotado y a punto de rendirse. Toda su vida ha trabajado sin cobrar y ahora no tiene un peso para criar a sus hijos o preparar su vejez.

«No me dejaron estudiar y no tengo ahorros. No pido tanto, solo un pequeño terreno y algo de dinero para empezar de nuevo después de tanto sufrimiento. Podemos hacerlo pero tienen que ayudarnos. Nosotros también somos víctimas».

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