Que vienen a competir por los trabajos, que cambian la fisonomía de los barrios, que hasta pueden impactar en los genes, son parte de las quejas de los chilenos en contra de los inmigrantes en los lugares donde más se concentran. Sin embargo, las críticas más fuertes golpean de lleno a las políticas públicas y la falta de una normativa seria sobre inmigración. Esta es la cara más clasista y xenófoba de Chile.
–A las seis de la mañana, esta calle es una hilera de negros caminando al metro –dice el conductor del taxi, mientras acelera hacia el norte, por General Velásquez.
Antes de llegar a La Alameda, apunta a las casas que rodean al Santuario del Padre Hurtado:
–Antes todo esto eran poblaciones comunes y corrientes. Ahora solo viven haitianos –dice.
–¿Y qué hay de malo en eso?
–Nada, yo digo nomás que en la mañana hay filas de negros. Lo que sí es cierto es que les vienen a quitar los trabajos a los chilenos. A mí no, pero al resto. Yo hablo por los demás –comenta, interrumpido por los gritos del Rumpy que desde la radio llora una historia de amor desoladora.
El sol parece derretir las sílabas que pronuncia bajo los 30 grados de calor. Un dato que podría significar nada, si no fuera por el hecho de que las puertas y ventanas semiabiertas de las casas dejan ver la vida de unos de los sectores donde más inmigrantes han llegado en los últimos años en la Región Metropolitana: Estación Central.
En este sector, al poniente de Santiago, se han concentrado los inmigrantes haitianos. Con el calor, se paran en las puertas, los niños juegan en las calles. En el living de una casa pequeña, cuatro mujeres trabajan afanosamente en máquinas de coser.
“Yo no tengo ni un problema con ellos, porque alguna vez también viví fuera y sé lo que se siente”, dice Roberto, un vecino de la población Hermanos Carrera, de Estación Central, que también capea el calor en la puerta de su casa.
Sin embargo, esto, resistirse al sol, un acto que puede parecer simple para él, no lo es a ojos de todo el mundo.
María Elena Cádiz tiene un negocio de repuestos para vehículos en General Velásquez hace treinta años. Ha visto cómo el barrio se ha metamorfoseado: “Primero se llenó de peruanos, ahora de haitianos”, cuenta.
María Elena dice que no tiene problemas en convivir con ellos, pero que claramente ha cambiado la fisonomía del barrio. “Yo sé que todos los critican, pero si usted viera en las condiciones que ellos viven, se muere… No tienen patio ni dónde estar. Por eso tienen que salir a la calle. En la tarde, cuando llegan de sus trabajos, no tienen más dónde ponerse. Ahora, si me hablan entre los haitianos y los peruanos, prefiero a los haitianos, porque son más ordenados, más limpios y respetuosos. Los peruanos era desastrosos, sobre todo por la suciedad”, comenta frente a un paradero donde decenas de inmigrantes comienzan a bajar de una micro del Transantiago.
En los sectores periféricos de Santiago, los inmigrantes conviven hacinados. Un comerciante cuenta que antes era fácil encontrar una casa en el sector por 30 millones de pesos. Según él, hoy ese valor es el doble, porque el negocio está en arrendarles pieza a los haitianos. Eso le molesta, porque no ha podido comprar una casa para él y su familia. “Viven tres familias o más en una sola pieza por $150 mil el mes. Es decir, una casa que antes se arrendaba en $200 mil, hoy rinde $600 mil”, se queja.
Cuesta que los chilenos den su impresión de los inmigrantes de buenas a primeras. Hay rodeos y la necesidad de no dar nombres verdaderos. Nadie quiere parecer discriminador. Los testimonios más duros salen de las bocas con la grabadora apagada.
Isabel, una vecina de la población Los Nogales, dice que lo que a ella le molesta es que “los negros” impactaran en el linaje del chileno: “Yo no entiendo cómo se pueden fijar en esas negras con potos grandes; ni esas niñas bonitas, chilenas, en esos negros. Me da mucha rabia cómo este país se echa a perder y se empeora la raza”, comenta, agitada por el calor y la rabia.
–¿Usted cree que yo soy racista? –pregunta riendo, como si contara una gracia.
–Sí –le contesto.
-Pero no es de mala poh… si aquí hay mucha gente que piensa como yo. Lo que pasa es que usted viene y pregunta, pero no vive aquí todos los días como yo –sigue riendo.
Unos kilómetros más al norte, en la feria Santa Teresa, Ernesto, dueño de un puesto de huevos, tiene una mirada más equilibrada de lo que pasa.
–¿Sabe usted de cuándo es la política migratoria? –pregunta enojado–. De la época de Pinochet pues –se responde–. Cómo va a dar el ancho si en ese tiempo ni se imaginaba que pasaría esto.
[cita tipo= «destaque»]Isabel, una vecina de la población Los Nogales, dice que lo que a ella le molesta es que “los negros” impactaran el linaje del chileno: “Yo no entiendo cómo se pueden fijar en esas negras con potos grandes; ni esas niñas bonitas, chilenas, en esos negros. Me da mucha rabia cómo este país se echa a perder y se empeora la raza”, comenta, agitada por el calor y la rabia.[/cita]
Ernesto no cree que lo malo sea que vengan inmigrantes, sino que lleguen a su completa suerte. “El problema de los chilenos con los inmigrantes se origina en que no hay una ley que los proteja”, dice con seguridad y enumera una serie de problemas que tienen a diario, en lo más básico y cotidiano:
–Por ejemplo, echan a perder los desagües y tapan el alcantarillado porque tiran cualquier cosa. Acá hay una abuelita de 70 años que se pone de ‘colera’ hace 4 años y no le han querido dar patente. Cada vez que vienen los carabineros tiene que arrancar. ¿Sabe cuántos inmigrantes tienen puesto en la feria? –pregunta, al tiempo que hace el ademán de contar cada uno de los puestos–. Uno, dos, tres chilenos por cada tres inmigrantes… ¡Cómo no se va a enojar la gente! Si se sienten desplazados –relata.
Ernesto dice que hace pocas semanas tuvo que ir al Centro de Salud Familiar (Cesfam) Padre Vicente Irarrázabal (ex Nogales) y que un anciano se aburrió de esperar porque había 20 haitianos antes que él. “Vaya a mirar y se va a encontrar con que esa es la realidad”, señala, enfurecido.
Es martes y el consultorio tiene cerca de 10 personas en espera. La mitad es de Haití. La población ha crecido tanto que incluso hay un asistente en la recepción que habla créole, el idioma de ese país.
Claudia, quien se pasea con una guagua de 10 meses en los brazos, esperando que la atiendan, dice que tampoco le molesta que el barrio se llenara de haitianos. Lo que sí siente es que tienen privilegios. “Yo creo que pasan primero o los atienden más rápido y eso no me gusta”, se queja.
“Pero también se aprovechan de ellos”, comenta una vecina que relata que las piezas que les arriendan están en condiciones deplorables. Sin embargo, ellos pagan a tiempo, son cuidadosos y limpios.
Brilliant Etienne es haitiano, llegó hace dos años a Chile y sabe del abuso con los inmigrantes. Primero llegó solo, después trajo a su esposa y dos hijos. Vive en la Población El Cortijo, en Conchalí. Hoy trabaja en un rent a car y está contento, pero sus primeros meses en Chile fueron para olvidar.
En un español defectuoso pero fluido, Etienne comenta esos primeros meses. Al principio trabajó cargando sacos de hielos y no completó un mes. Lo que era una oportunidad, se transformó casi en un acto de esclavitud: “Nadie me dijo que tenía hora de comida, mis propios compañeros me mandaban. Yo cargaba sacos de 50 kilos y lloraba. Era muy pesado, muy duro. Lloré mucho esos primeros días donde trabajaba por 10 o 12 horas”, cuenta Etienne.
En Puente con Catedral, la calle también se ha metamorfoseado. El caracol que está justo en esa esquina hoy casi no tiene chilenos. Es un lugar de encuentro para inmigrantes de distintas nacionalidades: haitianos, dominicanos, peruanos y colombianos.
Elizabeth, una chilena que atiende una caseta telefónica en el centro comercial, dice que, si bien cree que los chilenos son discriminadores, eso no se siente en el caracol de parte de los pocos que van quedando. “Acá hay harto respeto y conversaciones sobre distintas culturas. Aquí uno aprende de comidas, palabras y tratos. Son en general muy respetuosos”.
Hace sólo dos días Sebastián Piñera, en el estilo Donald Trump, lanzó la frase: “Muchas bandas de delincuentes en Chile son de extranjeros”. En el centro de Santiago, Margarita, quien trabaja hace 40 años en un kiosco, se cuelga de la idea y lanza sus dardos:
–¿Usted conoce el gota a gota? –me pregunta.
–Algo he oído –le respondo.
–Es un sistema de prestamistas colombianos. Te dan dinero y después te lo cobran día a día. A un vecino que tenía un kiosco en calle Agustinas se lo volaron porque no pagó. Esas son las cosas que no se pueden permitir –comenta, sin querer dar ni pistas de su identidad–. Acá, en el centro, de verdad nos dan miedo las bandas –agrega.
–Pero en el centro siempre ha habido lanzazos –le digo y ella intenta hablar bajito para que nadie la oiga.
-Pero esto es distinto. Le estoy hablando de gente que mata, ¿me entiende? –señala, en un susurro.
En una esquina llena de diversas culturas, Érika, otra vecina del barrio cercano a la Catedral Metropolitana, dice que lo que le molesta es que los peruanos coman en la calle y vendan sus polladas y chicharrones sin ningún control de sanidad. Eso es algo con lo que no ha podido convivir. “Uno entiende que es otra cultura, pero eso hay que regularlo, si no, ahí se producen los problemas”, manifiesta Érika.
Además de peruanos y dominicanos, en el caracol también hay colombianas, que no pasan inadvertidas ante los ojos de los chilenos, que se dan vuelta a mirarlas como en los peores años de la inconsciencia machista callejera.
En diversas organizaciones que trabajan con inmigrantes, esta es una conclusión común: muchos chilenos tratan a las mujeres inmigrantes como si tuvieran permiso para cruzar la línea y lanzar piropos sexistas y vulgares.
“A mí me dicen ‘mami, mami’, como si yo les fuera a contestar o como si así fuera en mi país”, cuenta Alexandra, colombiana. A ella le molesta, pero no los mira. No los toma en cuenta. Después de todo, dice, es lo único que le ha molestado de Chile desde que llegó. “Yo he escuchado lo que dicen algunos políticos, pero la gente no es tan así. Espero”, añade riendo.