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Niños neopreneros en los años 80: entre la bolsa y la vida PAÍS Hogar de Cristo

Niños neopreneros en los años 80: entre la bolsa y la vida

Dentro de los principales problemas sociales del Chile post 11 de septiembre de 1973, figura la mayor lacra de los 80 en las poblaciones: los niños y jóvenes inhaladores de solventes. El neoprén –barato, masivo y al alcance de la mano– fue el modo en que la infancia más vulnerable aplacó el hambre en tiempos de durísima crisis económica. Por increíble que parezca, su consumo por parte de los niños más pobres de entre los pobres sigue existiendo.


“La cucharada de neoprén se vendía descaradamente a 10 pesos”, incluyendo la bolsa, recuerda el hoy analista del Área Niñez de la Subsecretaría de Desarrollo Social, el trabajador social Ricardo Torres (58), refiriéndose a esa bolsa por la cual muchos niños y adolescentes de extrema pobreza perdieron la vida en la década del 80 del siglo pasado, cuando la inhalación de neoprén o solventes volátiles se convirtió en “la manera de paliar el hambre, el miedo, la ansiedad en las poblaciones”. Así lo explica “El Negro” Torres, como es ampliamente conocido en el mundo de las organizaciones sociales que trabajan en pobreza. Él mismo fue un incipiente niño neoprenero, a fines de los 70, cuando luchaba por sobrevivir en una población de Lo Espejo. Pero, además, era un joven inquieto, con sensibilidad y cercanía con la Iglesia. Eso lo alejó del consumo y le permitió dedicarse a ayudar a otros.

–Yo tenía unos 14 años entonces. Era un cabro chico motivado. Empecé a participar en la construcción de una capilla en la población y me vinculé al grupo La Caleta, que hasta hoy lidera David Órdenes. Entre el 73 y el 83 yo tenía un grupo de amigos neopreneros en la población –dice, recordando a “El Floro”, “El Nino” (cuya mamá tenía una cocinería en La Vega), a Juan Antonio y sus cuatro hermanos, así como a Antonio, “al que mataron cuando se había trepado a un poste y luego lo remataron en el suelo”.

En esos años, el Arzobispado de Santiago era la institución más visiblemente preocupada de que “el 28 por ciento de los adolescentes de Santiago se droguen con pegamento”, como leemos en un reportaje publicado en el extinto diario La Época, de julio de 1987. A ese mismo texto periodístico corresponde el dato inicial: la cucharada del dañino pegamento se vendía a 10 pesos, unos 250 pesos de hoy. Y aparece entrevistado el mismísimo “Negro” Torres, muy joven, pero ya trabajando como “educador operativo” en el Hogar San Francisco de Asís, que pertenecía al Hogar de Cristo.

El lugar, ubicado en la calle Las Acacias, en el paradero 46 y medio de Santa Rosa, en la comuna de La Pintana, empezó a funcionar en 1982 para abordar una realidad social que era consecuencia pura y dura de la feroz miseria de esos años. El hogar estaba destinado a rehabilitar a jóvenes inhaladores de neoprén. Ahí mismo trabajó durante varios años la Corporación La Caleta, que hasta hoy dirige David Órdenes.

Los años 80 fueron, sin duda, los de los niños aspirando en las esquinas de los barrios más pobres y marginados, tal como describía la revista Creces, en 1989: “En la actual década se hace masiva la inhalación de pegamentos, bencina, que afecta a los sectores de extrema pobreza, y a grupos de niños y adolescentes de entre 7 y 20 años de edad. Podemos observar así una masificación de la drogadicción que daña a las clases más bajas y a individuos cada vez de menor edad. Esto es alarmante”.

Vivir en la caleta

–Los niños que aspiraban nos relataban que se iniciaron en esa práctica imitando a los gitanos, que pululaban por la periferia de la ciudad. Los gitanos inhalaban metiendo la nariz en huaipes empapados en bencina. Esto empezó a masificarse en la población infantil, pero con neoprén. Ponían el pegamento en bolsas plásticas desde donde lo inhalaban, inflándolas y desinflándolas con la respiración –explica David Órdenes (72), educador popular y fundador de la ONG La Caleta.

“La inhalación del neoprén  tiene un efecto psicológico anormal y placentero. Si bien el tracto respiratorio es largo, la absorción pulmonar es rápida y llega al cerebro sin pasar por el hígado, evitando así la descomposición enzimática. Penetra fácilmente en el tejido cerebral. También se comprometen diversos órganos, tanto por su acción aguda como por el uso prolongado”, describe un artículo periodístico de esa época. Y agregaba que “se han descrito numerosos casos de muerte por el efecto sensibilizante que ejercen los solventes sobre el corazón; se producen taquicardia y arritmia fatales. Otros casos mortales se deben a asfixia por deslizamiento de la cabeza dentro de la bolsa utilizada para inhalar cuando el individuo queda inconsciente. También se han observado muertes por aspiración de contenido gástrico y fallecimientos violentos, ya sea por homicidio o acciones autoagresivas o accidentales”.

–Esto se hizo evidente en los años 77 y 78, cuando voluntarios de la Pastoral Juvenil comenzaron a vincularse con niños y niñas que vivían en la calle, en el centro de Santiago. Fue el Arzobispado, desde la Vicaría de la Juventud, quien impulsó la creación de un lugar de acogida en una pequeña casa en la calle Maruri, que era del Hogar de Cristo –reconstruye la historia David Órdenes (72).

Ese pequeño programa de trabajo social juvenil del Arzobispado fue bautizado “Pelusa”. Varios años después, en 1985, David se independizó del trabajo con la Iglesia y fundó la Corporación La Caleta.

–Yo estaba vinculado a la Fundación Missio, de la Vicaría de la Solidaridad. A comienzos de la década del 80 nos invitaron a mí, a mi mujer y a mi hijo a conocer la casa de acogida de calle Maruri para niños con consumo de neoprén. Ahí pudimos colaborar llevando a algunos chicos que conocíamos de distintas poblaciones. Después se abrió el Hogar San Francisco de Asís, donde también participamos, ambos programas del Hogar de Cristo, pero a mediados de los 80 yo sentí que el drama del consumo de inhalantes no le correspondía a la Iglesia, sino que era un tema de responsabilidad política. De pobreza y vulneración de derechos. Así nos independizamos y fundamos La Caleta.

El Jumbo de la Angela Davis

-¿Por qué le pusieron ese nombre?

-Los niños, niñas y jóvenes neopreneros respondían así cuando les preguntábamos dónde vivían: “En la caleta”. ¿Qué eran las caletas? El lugar donde dormían, donde se cobijaban juntos. Podía ser bajo los puentes del Mapocho, en el Cerro Blanco, en la precaria casa de alguno de ellos. Era el lugar y era el grupo. Nosotros asumimos ese nombre pensando que también podía ser un espacio de cariño, de convivencia, de acogida. Es importante tener claro que los niños neopreneros eran los más pobres de todos, los que vivían en las peores condiciones. No todos los niños pobladores inhalaban: eran solo los más pobres.

-¿Cuál era el perfil?

-Muchos más hombres que mujeres, de pobreza extrema. Dura. Durísima. Habitaban las peores ranchas de las poblaciones o campamentos. Pertenecían a los sectores más estigmatizados. Eran hijos de mujeres muchas veces solas y con muchos niños. Hay que recordar que eran los años previos y de la crisis económica de 1982. El gran tema entonces era el hambre. Eran niños con ansias de comer, en tiempos en que proliferaban las ollas comunes. Yo que viví con estos niños de lunes a viernes en la casa de acogida de Maruri, veía cómo se peleaban por lavar las ollas, porque eso les permitía rastrojear hasta el último poroto.

David recuerda “una cantata que inventamos en esos tiempos. Decía: Mamá, tugar, tugar, salir a buscar las sobras que algunos botan y que otros comparten. Había una verdadera ansiedad por comer. Un hambre insatisfecha. Esos años fueron tremendos”.

Describe lo que pasaba en la población Angela Davis, que queda junto al Parque del Recuerdo y que nació a partir de una gran toma de la época de la Unidad Popular.

–Al fondo de El Salto existía un botadero, junto a un criadero de chanchos. Todos lo llamaban “El Jumbo”. Tres veces al día llegaban los camiones cargados de desechos de frutas y hortalizas, de alimentos vencidos, de sobras del supermercado. Los descargaban ahí y la gente recogía lo que fuera, peleándose con los perros y los chanchos. Un investigador que hizo un estudio contabilizó a unas trescientas familias que se alimentaban así –relata David. Él vivió en la Angela Davis, cuestión que considera un privilegio. “Vivir en un sector popular le da a uno la posibilidad impagable de conectarse con la realidad”, expresa.

Jóvenes del mismo sector

Paulo Egenau, el exdirector social nacional del Hogar de Cristo por los últimos 14 años, era entonces un joven sicólogo que partió trabajando con jóvenes infractores de ley y luchó con todo para denunciar y corregir las inhumanas condiciones en que “pagaban sus culpas”. De ahí derivó al área del consumo de drogas. Al respecto, nos dijo hace un tiempo:

–He dedicado parte importante de mi vida al trabajo con personas con consumo problemático de alcohol y de otras drogas. Me he dedicado a la terapéutica clínica desde mediados de los 80, cuando había 40 por ciento de pobreza en Chile y los niños y jóvenes de extrema pobreza consumían solventes volátiles: lacas, neoprén, Duco, pegamento, bencina. Eso, hasta la aparición de la pasta base. La droga sirve para compensar y satisfacer necesidades, dolores y carencias propios de la pobreza. Hay una suerte de automedicación. La droga es una manera de estar mejor sin llegar a estar mejor y, en términos de cohesión social, te evade de frustraciones como la de no tener determinados bienes y recursos, los que, vistos desde la exclusión máxima, resultan inalcanzables.

Pablo Egenau es diez años mayor que “El Negro” Torres. Se conocieron en esa dura década de los 80 y trabajaron juntos con los niños neopreneros.

Iván los conoció a ambos y recuerda así a “El Negro”:

–Desde Missio, logramos promover la participación de adolescentes en distintas comunidades católicas de la zona sur y norte de Santiago. En la población José María Caro se logró un compromiso con niños que inhalaban neoprén, donde había monitores espectaculares, como “El Negro” Torres. Yo no sabía que había tenido una etapa de consumidor; lo conocí ya como activo monitor.

Comenta que ese rol era inédito, emocionante y muy exitoso.

–A diferencia del trabajo posterior, que empezó a hacer, por ejemplo, Techo, acá eran jóvenes del mismo sector, de la misma realidad, quienes ayudaban a sus pares. Era una relación absolutamente horizontal, entre iguales, liderada por jóvenes que promovían acciones de solidaridad. Incluso el grupo de “El Negro” Torres montó una mediagua en un peladero de Lo Sierra para vivir juntos. Era una casa prefabricada muy humilde. Había en ellos mucho compromiso, solidaridad y ternura. Practicaban una fe cristiana real con acciones concretas, no con palabras. Varios de ellos hoy son sicólogos, sociólogos y trabajadores sociales, como “El Negro”.

-¿Qué daños y secuelas dejó el neoprén en esa generación?

David responde así: “Pese a provocar daños neurológicos inmensos, pasaba algo muy especial después del paso por una casa de acogida. En un mes les cambiaba la cara, el pelo, el color. El hecho de vivir en un espacio cálido, acogedor, con reglas y comida regular los devolvía a la vida. Había cambios físicos y anímicos evidentes. Hay muchos, sin embargo, que hasta hoy viven en la calle, muchos en los que no logramos cambios en su manera de vivir”.

Ricardo Torres llora aún a tantos amigos muertos y suscribe la teoría conspirativa que ha circulado siempre: que la dictadura militar no hizo nada por detener el consumo de neoprén y que, incluso, lo estimuló para tener a los jóvenes aletargados e indolentes frente a la situación política y económica imperante.

El regreso de los dinosaurios

De acuerdo con un estudio de La Caleta, realizado entre 1982-1987, los consumidores de neoprén eran “mayoritariamente hombres (87,1%), de entre 12 y 25 años. La mayoría solteros (61,4%), solo el 21,1% de los inhaladores tienen hijos. El 17% es analfabeto, el 78% cursado sólo enseñanza básica, muchas veces incompleta. El 40% tiene problemas delictuales. La fuente de ingreso corresponde en el 47% a algún tipo de trabajo y en el 44% a mendicidad o robo. El 43,4% es sólo inhalador y el 27,9% –aparte del neoprén– utiliza en menor proporción marihuana, alcohol y estimulantes”.

Otro estudio, del Arzobispado de Santiago, revelaba que en 1987 entre el 3% y el 8% de los adolescentes utilizaba solventes volátiles para combatir el hambre, el frío y el miedo.

En 1999 se dejó de producir e importar tolueno, el componente químico altamente tóxico contenido en el neoprén que “voló” a varias generaciones de niños y jóvenes de extrema pobreza en Chile en los años 80. Fue un ingeniero químico de la empresa Henkel quien dio y ganó esa batalla, pero los solventes siguen existiendo y dañando a quienes los usan como una prótesis contra el hambre, el frío, el dolor.

En 2020, en Puerto Montt, la jefa de la hospedería del Hogar de Cristo, Angélica Miranda, convirtió un patio interior del edificio en un dormitorio con cuatro camarotes para alojar a “los dinosaurios” que llegaban arrastrando sus cuerpos al edificio de la calle Chorillos, en el barrio puerto.

“Los dinosaurios” no son adultos mayores, sino jóvenes en franco deterioro orgánico a causa de la inhalación de solventes. Por su caminar lento, como de zombis, los demás acogidos los llaman así.

“Son entre siete y ocho, con larga experiencia en calle, a los que conocemos desde niños. La mayoría estuvo bajo protección en residencias del Sename. Se ubican cerca de la compañía de agua, se paran a pedir en los semáforos y aspiran todo el día, a la vista de todos. Están tan impregnados al olor de los solventes que los demás acogidos no los aceptan en los dormitorios. Se quejan de dolor de cabeza, de náuseas, de que no pueden dormir por su proximidad”, cuenta esta técnico en Asistencia Social nacida en Achao y que conoce de cerca un consumo que se cree superado en Chile: el neoprén.

–Consumen Duco. Lo compran en Sodimac, gracias a otros “burreros”, que no están tan deteriorados y pueden entrar a la tienda. Causa mucho dolor no poder hacer nada más que recibirlos. Les damos un techo, comida, ropa seca, sobre todo en los crudos inviernos de la zona. Los atendemos cuando sufren ataques convulsivos, como los epilépticos. Es terrible: se les acelera el corazón, caen al suelo, no pueden respirar.

El asistente social Yerko Villanueva, jefe social territorial del Hogar de Cristo en la Región de los Lagos, nos dijo: “Entre los años 1999 y 2008, el perfil de los usuarios de Puerto Montt se vinculaba a personas con problemas de alcoholismo crónico y salud mental. A partir de entonces empezó otro tipo de consumo: pasta base y pastillas. Y hace unos años aparece este grupo de chiquillos que se droga con tolueno. El daño es más veloz que el de la pasta base, que los chupa y les bota los dientes”.

Estar cerca de “los dinosaurios” es como meter la nariz en un balde con diluyente. Tienen el solvente impregnado en sus cuerpos y, lo peor de todo, en sus mentes, y eso obliga a Angélica y al personal a aislarlos dentro de la hospedería, cuyos acogidos son en su mayoría hombres mayores con consumo problemático de alcohol, personas con alguna discapacidad mental y mujeres abandonadas.

Hay mucho en este relato de déjà vu. Y coincidencia en dos elementos centrales: pobreza extrema y hambre.

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