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Ximena Ramírez: “Nadie nunca me abrazó. Estaba hedionda, sucia” PAÍS Fotografía: Sebastien Verhasselt

Ximena Ramírez: “Nadie nunca me abrazó. Estaba hedionda, sucia”

Sueña con tener un restaurante con un comedor para personas de calle. “Me veo reflejada en ellos. Sé lo que se siente. Nadie me lo contó, lo viví”, dice. Hoy es tutora de los dos niños de su hija menor, la que está en prisión.


–Estuve dos meses, parada en la calle, con las manos en los bolsillos de los pantalones, balanceándome de un lado a otro para que no se me doblaran las piernas. Yo me compraba esas petacas de picamuelas, matabuenos, pelacables, que les dicen. Esas que valen 500 pesos. Las tomaba para amortiguar el hambre; la droga era para no sentir el frío. Yo ya había pasado por todo eso. Sabía que los hombres me iban a puro tirarme al suelo. No podía caerme. Tenía que estar de pie, despierta, para que no me violaran –relata, quebrándose.

Con la voz entrecortada, Ximena Ramírez (61) dice que no quería llorar en esta conversación. Que no pensó que lo haría, pero los recuerdos son duros. Brutales.

–Estaba en la calle sin otra ropa que la puesta, sin documentos de identidad, en plena pandemia. No tenía para dónde cortar y conocí al Omar, un hombre más joven que yo, de calle, que me invitó a consumir. Yo no quería ir con él. Me imaginaba lo que pasaría. Me dijo: “Ven aquí, te veo cagada de frío”, y me sentó entre sus piernas. Era grande. ¿Pero sabes qué? Al sentir su abrazo, me sentí relajada, no tuve miedo. Estábamos en una cancha en una población de Santiago. Me invitó a su ruco. Nos fuimos gateando hasta su rancha y me preguntó: “¿Querís mejorarte? Yo te voy a llevarte a una parte, a Puerto Montt”.

Hoy, Ximena es “la señora Ximena”.

Tiene una dignidad, claridad y entereza que conmueven. Cuenta con apoyo psicológico y social del equipo del Hogar de Cristo que acompaña a los beneficiarios de Vivienda Primero en Osorno. Se trata de un programa revolucionario porque entrega un techo y apoyo sin condiciones a personas mayores de 50 años con larga experiencia en situación de calle.

Ahora ella está a cargo de dos pequeños nietos. El mayor, de 7 años, y el menor, de 3, que nació en la cárcel, donde su hija menor sigue pagando el delito de asalto que cometió en 2020.

Pero la historia de Ximena es mucho más larga.

Se inicia cuando era una niña en una toma de terrenos en La Florida, en Santiago, que partió llamándose Nueva La Habana y hoy es la población Nuevo Amanecer.

“La droga te roba la empatía”

–Éramos siete hermanos. Dormíamos cuatro juntos en una misma cama. La pobreza era total. Al comienzo vivíamos en la toma, en una carpa de nylon. Nos alumbrábamos con velas y todo se transparentaba. Nuestros papás eran buenos, pero había consumo de alcohol y una va copiando. Encuentra que es normal que el padre le dé trago al hijo y esas cosas. Yo llegué hasta tercero básico y a nadie le importó que no siguiera estudiando. Mi mamá era analfabeta. No sabía leer ni escribir, apenas firmar con su nombre.

Es evidente que Ximena alberga más cariño por su padre que por su madre. Habla de él con ternura y de ella con resentimiento. “Él nos amortiguaba el hambre con pequeñas mentiras. Viejita, ¿querís un caldo de tetera?, decía, cambiando la comida inexistente por un tecito, un caldo de tetera, como lo llamaba. Y nosotros, felices, porque así son los niños. Prefieren jugar que comer”.

Pese a todo, Ximena se inició tarde en el consumo, que luego se convirtió en su perdición.

En su ficha oficial, leemos: “Es nacida en Santiago, en familia extensa, donde existe violencia, consumo de alcohol y negligencias parentales. Se casa a los 19 años, relación de la cual tiene dos hijos y se separa luego de varias infidelidades de su pareja”.

Para aplacar el dolor de las infidelidades, una amiga la inicia en el consumo de marihuana. Ahí vuelve a la casa de sus padres, pero no logra congeniar con su mamá. “Siempre sentí que mi presencia le molestaba. Con ella, todo eran gritos, insultos”.

–El papá de mis hijos mayores, que entonces eran pequeñitos, me engañó. Él no consumía drogas. Era un hombre bueno, tranquilo, cuando yo viví con él. Eso tengo que agradecérselo a mi suegra, que le enseñó el respeto hacia las mujeres. Él murió hace un año. Le entró un virus al cerebro. De la nada. Era un hombre sano… y ya no está.

Su suegra se quedó con sus hijos. Ella no los vio crecer.

Ximena había descubierto la libertad de hacer dedo y recorrer el país.

–Conozco desde Calama hasta Coyhaique. Partí “escalando” hacia el norte. En Calama, en una fogata, descubrí el PB. Yo le digo el PB a lo que antes la gente llamaba “angustia” y que hoy todos conocen como pasta base.  En esa fogata, solo una persona me dijo “no pruebes, no lo hagas”. No le hice caso. Y fue amor a primera vista, a la primera fumada. Entonces, hablo de treinta años atrás, una cajita de fósforos de PB costaba mil pesos. Te daba para fumar toda la noche.

La primera vez que intentó pedir ayuda fue en La Serena. Cuenta que habló con un médico en un Centro de Salud Familiar. “Dime, ¿qué sientes cuando consumes?, me preguntó. Y no fui capaz de responder. Usted tendría que probar, porque yo soy incapaz de explicarle por qué me gusta tanto la pasta base si pierdo la vergüenza, la dignidad, la moral y quedo tan deprimida, tan triste y tan estúpida”.

Ximena recuerda esa oscura etapa que vivió en La Serena, donde se “estacionó” en una población que se llamaba La Antena. “Ahí caí en lo peor. De mis hijos no sabía nada. La droga te roba la empatía. Si no hay amor con una, menos va a haber para el resto”, sentencia.

Una oferta peligrosa

La cronología de los hechos es confusa. Lo único claro es que Ximena “escalaba”, como dice ella, por Chile. “Fue así que llegué a Parral, un pueblo donde no había droga o yo no me la topé. Ahí me enamoré del papá de mis dos hijas menores, un señor de Linares, que fue mi verdadero amor. Por él, dejé las drogas. Estuve un tiempo en abstinencia, pero también me engañó. Quedé con el alma partida. Volví a Santiago y al consumo, incluso estando embarazada de mi niña menor”.

Su ficha indica: “A raíz de la ruptura de esta segunda relación, Ximena retoma el consumo de pasta base. Su pareja la abandona, ella asume el cuidado y crianza de las dos hijas menores. Cuando la más pequeña cumple 11 años, las abandona y comienza a pernoctar en la calle, durante unos siete años, generando ingresos para alimentarse y consumir alcohol y pasta base mediante trabajos esporádicos y hurtos”.

Alta, de piernas largas y pelo crespo, Ximena no representa ni la edad que tiene ni las huellas de su duro paso por la calle. “Dicen que la saqué barata”, reflexiona al pasar. Y describe así el influjo de la droga:

 –En Santiago, no hay escapatoria. La droga está a tu izquierda, a tu derecha, a tu espalda, por delante. Es una sombra que te abraza, un espanto, un espectro que lo oscurece todo. Uno queda tapada por esa manta negra. Por ese monstruo, ese fantasma. Ese mono negativo que te lleva de la mano hasta un hoyo profundo. Su abrazo es tan fuerte y apretado, que no hay escapatoria por más que luches y te lo quieras quitar de encima.

-¿Cómo lograste librarte de él?

-Me liberé de él aquí, en Osorno, donde vivo. Hoy soy capaz de pasar frente a donde venden droga, coca, pasta base, marihuana, sin que me afecte, me tiente o me asuste –responde, segura.

Ese triunfo tiene que ver con su encuentro con Omar, el hombre más joven al que conoció en la calle en plena pandemia. El que le ofreció “mejorarse” y la llevó a Puerto Montt, cuando ella pensó que quería violarla.

Hasta antes del estallido social, se estimaba que un 16% de las personas que vivían en la calle eran mujeres. Hoy esa cifra ronda el 20% y podría ser mayor. Si la situación de calle es la más cruda manifestación de la pobreza y la vulnerabilidad, en el caso de las mujeres, todo se vuelve aún más extremo. La violencia y el abuso sexual son la moneda de cambio que ellas toleran para conseguir protección en la calle.

Es mejor que te viole uno a que lo hagan todos, parece ser la lógica del asunto.

Y a esto se agregan cuestiones como que el alcohol tiene un efecto mucho más devastador sobre el organismo femenino y todo el impacto feroz sobre la salud mental que tiene la incertidumbre de no tener un lugar seguro. Y que una mujer en calle es mucho más estigmatizada y discriminada socialmente que un hombre.

Ximena vivía en la calle, consumía, cuando su hija menor cometió un grave delito.

 –Fue un asalto, y era reincidente. Ella tenía a mi nieto mayor, de 7 años. Imagínate: estaba sola, separada, con un niño, condenada y embarazada de pocos meses. Su cuñado, que siempre estuvo enamorado de ella, supo todo esto y le ofreció “asistirla en la cana”, como se dice vulgarmente, y reconocerle a la guagua que esperaba. Ella aceptó la oferta. No tenía muchas opciones: yo estaba en la calle, su hijo mayor a la deriva, ella presa. Así es que yo me fui a vivir a la casa de ese hombre, en la comuna de La Granja, con mi nieto, su hijo mayor. Un día este hombre me mandó a comprarle un pack de bebidas energéticas y yo salí con lo puesto. Ni documentos, llevaba.

Nunca más la dejó entrar.

Ximena cuenta que la casa es una suerte de fortaleza rodeada de cámaras en medio de la población. Que el hombre se mueve en silla de ruedas, no puede tener hijos y es abusador de menores. Su nieto mayor quedó adentro, a su dudoso cuidado.

“Volver a la calle en esas condiciones, me aporreó fuerte, porque yo tenía una responsabilidad mayor que era mi nieto. Y no tenía ni una herramienta para defenderlo”.

La llave perdida

Juan Pablo González es el joven psicólogo a cargo del programa Vivienda Primero en Osorno. Admira la resiliencia y fortaleza de Ximena, a quien apoya de manera permanente desde mayo de 2022.

Ahora mismo toca la puerta del departamento donde vive con sus dos nietos, en un bonito y bien cuidado condominio de clase media. Se escuchan carreras de niños, yendo y viniendo. “Perdonen, estamos buscando la llave”, explica la dueña de casa a través de la puerta. Mientras adentro las carreras siguen, Juan Pablo nos comenta:

–Ximena vivía con Omar en calle, en un ruco cerca de nuestra Hospedería, en la entrada de la ciudad, debajo de un árbol. Allí fue pesquisada en plena pandemia. Pronto, se le dio la oportunidad de ingresar a Vivienda Primero. Su proyecto de vida inicial, al poco tiempo se ve alterado, cuando le dan la tuición de su nieto, el más pequeño. El niño había nacido en la cárcel y cumplido los dos años dentro; ya no podía seguir con su madre.

El profesional comenta que la motivación inicial de un cambio personal, con la aparición del nieto, se amplía. Y se convierte en un desafío aún más tremendo. Ximena debe desarrollar competencias parentales, control de impulsos, gestión emocional.

“Son un montón de herramientas que necesita para resignificar el rol de abuela y de mamá, porque en su historia la experiencia de ser madre fue truncada por el consumo. Ahora se le presenta la oportunidad de criar de nuevo. Y en ese proceso nosotros estamos para acompañarla, contenerla, ayudarla con los niños siempre. Es un caso complejo y precioso al mismo tiempo”.

Ximena finalmente nos abre. Los niños habían escondido la llave.

Donde la Nonita

La escena con que iniciamos esta crónica corresponde al momento en que Ximena se quedó sin casa y sin su nieto mayor en La Granja.

El encuentro con Omar y la oferta de “mejorarse” en Puerto Montt fue un fiasco.

Omar sabía de un grupo religioso que ofrecía desintoxicación gratis en tres días en esa ciudad y luego el beneficiado debía vender en las esquinas un monto en pesos para pagar alojamiento y tratamiento,

–Le dije a la pastora que no estaba lista para salir a la calle, que era débil. Que yo era como una rata, que tenía el olfato fino y sabía dónde encontrar la droga, que recaería en cuanto pisara la calle. Pero la pastora me respondió: “Lo siento, aquí todos los monitos bailan”. Yo soy correcta. Con la droga, obviamente, una miente, estafa, roba, pero, estando lúcida, soy correcta. Le dije a Omar que nos fuéramos de ahí, porque se estaban aprovechaban del vicio y la desgracia ajena.

Así llegaron a Osorno.

Primero se acomodaron en un paradero frente a la universidad. Después se hicieron de tres carros de supermercado: en uno acarreaban leña, en otro tenían un brasero para cocinar, en el tercero guardaban sus escasas pertenencias. Siempre llovía.

Pero un día salió el sol.

Ximena supo que aquí, en Osorno, se iba a quedar. Y que un día tendría una casa, que viviría como vive la gente. “También sentí un desgarro en el pecho y supe que era por mi nieto mayor. Llamé a mi hija y ella me dijo que conseguiría que me conectaran con él por videollamada. Así lo hicimos. Yo lo miré, él me miró y vi todo el dolor del mundo en sus ojos de niño. Supe de inmediato que no estaba bien”.

Recuperar a su nieto se convirtió en su único afán. Y luego su nieto menor llegó de vacaciones. Era para preparar el momento en que no podría seguir en la cárcel junto a su madre, porque cumpliría dos años de edad. Hoy ambos niños viven con ella. Y están legalmente a su cuidado, gracias al apoyo que prestó en las gestiones legales el Ministerio de Desarrollo Social y Familia.

–El mayor, lo pasó mal, lo pasa mal. Él tiene un diagnóstico en el CENIM (Centro de Intervención Especializada en Abuso Sexual Infantil y Maltrato) de haber sido abusado gravemente. No sé de qué forma. Me aterra conocer los detalles. Él rompe estos forros del sofá, se esconde, se hace popo todavía, me grita, me pega. No es siempre, pero a veces estalla.

Ximena dice que son como rayos que lo golpean con recuerdos. “Cuando le pasa eso, yo lo abrazo y lo calmo: ‘Lo único que sé decirte, mi amor, es que no sé por lo que pasaste, pero sí sé que nunca más te va a volver a pasar, porque no te voy a dejar nunca más solo’. Ahí se calma y llora quietecito”.

Al menor, en cambio, “no le entran balas”, afirma. “Ese chiquito lo único que quería era salir de la cárcel. Él vino acá de vacaciones y nunca más se quiso ir, porque vio autos, casas, niños, personas, flores, árboles. Todavía cuando sale al parque, a la calle, choca y se cae, porque está alucinado con todo lo que ve. Es feliz siendo libre”.

Ximena sueña con el momento en que sus nietos puedan reunirse de nuevo con su hija. “Ella tiene que cuidarlos, ella es la madre, pero le quedan tres años de cárcel todavía. Yo no la juzgo, sé mejor que nadie que todos cometemos errores. Pero hay que aprender de ellos. Hagamos las cosas bien, le digo a mi hija. Porque sé que la falta de su mamita les hace mal a ellos. Yo solo los estoy cuidando, no la reemplazaré. No soy su madre, pero con ella, cuando salga, ambas haremos todo por sacarlos adelante”.

También imagina tener un restaurante.

Las activas redes de apoyo social que mantiene la tienen participando de manera regular en talleres e intervenciones que desarrolla la Ruta Calle. Terminó la enseñanza media. El año pasado participó en un Programa FOSIS donde generó un plan laboral. Al final del curso, recibió un  horno industrial, una cocinilla e insumos para preparación de alimentos.

“Donde la Nonita”, dice que le pondría a su restaurante y tendría un comedor para personas en situación de calle. “A mí nadie me abrazó nunca, porque estaba hedionda, sucia. Yo a las personas en calle les hablo, les llevo pancitos y té. Me veo en ellos. Y como nadie comió conmigo, quiero comer con ellos, porque yo sé qué se siente. Nadie me lo ha contado. Yo lo viví”.

Y Omar, que no fue su amor, pero sí su gran amigo, sigue viviendo en situación de calle en Osorno. Sigue acarreando lo poco que tiene en un carro de supermercado. Y ya no la ve. Ni siquiera la reconoce. Es uno más de los anónimos hombres atrapados por esa angustiante manta negra de la que Ximena logró liberarse, la pasta base.

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