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Narcozorrones: los hijos de la élite que trafican en la cota mil PAÍS

Narcozorrones: los hijos de la élite que trafican en la cota mil

Silvia Peña Pinilla
Por : Silvia Peña Pinilla Periodista de El Mostrador.
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Sin violencia, entre la élite, lejos de los estereotipos, los narcozorrones actúan en la impunidad. Suelen ser estudiantes hombres de universidades de la “cota mil”, trafican para juntar capital y generar un emprendimiento. VioDemos evidencia los sesgos con que se debate sobre el “narco” en Chile.


“Cuando era más niño la hacía con mis amigos, les preguntaba si podíamos comprar juntos. Al principio compraba cantidades chicas para consumir nomás. Ya la primera vez en que compramos harto fue en 2017. Nos metimos con harta gente para tener una gran suma. Después yo podía comprar solo”.

Así recuerda sus comienzos en el microtráfico un joven que fue entrevistado en la investigación académica sobre el tráfico de drogas en los sectores más acomodados de Santiago. Trabajo realizado por tres investigadores del Instituto Milenio para la Investigación en Violencia y Democracia (VioDemos), Renata Boado, Juan Pablo Luna y Nicolás Unwin. Para esto, se basaron en un sondeo sobre la estructura del tráfico en sectores ABC1, realizado a través de conversaciones informales con microtraficantes que estudiaron en algunos reputados colegios privados de Santiago y que hoy se forman en universidades, preferentemente privadas, del sector alto de la capital (cota mil). 

Explican que “se trata de una muestra predominantemente masculina, que se diferencia de lo que sucede en otros mercados de microtráfico, caracterizados por una mayor presencia femenina. En este sentido, son sujetos con buen poder adquisitivo que cursan carreras universitarias, principalmente ingeniería comercial, y que incursionan en el narcotráfico de una manera sustancialmente distinta a como lo hacen los narcos ‘de pobla’”. 

En línea con la experiencia internacional, una de las motivaciones usuales para iniciarse en el tráfico es la de financiar el autoconsumo.
“La plata que ganaba me la echaba en otras hueás, ¿cachai? Me compraba entradas para conciertos, recitales, me compraba mis cosas. Mucho tiempo tuve una mesada relativamente baja, no sé si baja, pero solo me alcanzaba para cubrir. Estás todo el rato moviéndola, fumándola, ganando plata y así. Y otra hueá que me ha pasao harto con hartos hueones, es para creerse choro nomás y se sienten bacán por vender y la hueá”, cuenta otro entrevistado.

Tráfico invisible

No existen cifras oficiales sobre drogas (decomiso, consumo, denuncias) por estratos sociales. Lo más cercano es la estratificación por zonas a través de las Fiscalías Metropolitanas. Las más recientes, del VII Informe Anual del Observatorio del Narcotráfico del Ministerio Público, señalan que el número de imputados por delitos de drogas en la Fiscalía Oriente fue de 1.104 en 2020 y de 1.163 en 2021. En 2021 hubo 674 imputados con audiencias de control de detención. 

Si no hay cifras, tampoco hay “imágenes” claras construidas en el “inconsciente colectivo” sobre narcotráfico. El tráfico de drogas suele ser representado por una banda organizada, quizá extranjera o con grandes decomisos realizados por las policías. Cada vez más, además, se asocia la violencia y crimen organizado con la llegada de inmigrantes.

Al observar la distribución geográfica de las causas por la Ley 20.000 en la Región Metropolitana, parece claro que el Estado (las Fiscalías y las Fuerzas de Orden) comparten los mismos sesgos. Desde esa perspectiva, el narcotráfico es violento y lo ejercen los pobres (y los migrantes).

Es por ello que tanto la policía como los investigadores se han centrado en el segmento del tráfico de drogas callejero, dejando espacio a un tráfico “invisible” que involucra a una clientela estudiantil adinerada.

Esta mirada no es algo “chileno”, ya fue descrito en Dorm Room Drug Dealers: Drugs and the Privileges of Race and Class, de los profesores A. Rafik Mohamed y Erik D. Fritsvold. 

La introducción del texto dice: “Dallas, hasta hace poco traficante de drogas y buen amigo, llegó a la casa de Brice temprano en la mañana, sin previo aviso. Despertó a Brice y comenzó a exigir una ‘maldita compensación’. (…) Brice estaba disgustado con su socio de toda la vida. Le dije: ‘No quiero volver a verte nunca más’. Si alguna vez te vuelvo a ver, haré algo drástico. Brice sugirió que tenía un arma cerca y reiteró su exigencia de que Dallas se fuera de inmediato. Pero Dallas, tal vez porque sentía un verdadero sentimiento de injusticia o quizás debido a la influencia de los estimulantes que probablemente había tomado antes, no se iría. Brice, a su vez, se negó a reconocer que le debía algo a Dallas”.

Y continúa: “‘A la mierda’, dijo Dallas. Metió la mano en el bolsillo y, en lugar de un arma, blandió la tarjeta de presentación del padre de Brice. Dallas dijo: ‘Veamos qué piensa tu papá sobre tus nuevos intereses’”.

Brice y Dallas se pueden extrapolar a Santiago, a Buenos Aires, a Amsterdam (donde también se hizo el estudio). Los autores dicen que esta escena real desafía las representaciones arquetípicas de los traficantes de drogas, porque esta disputa no tuvo lugar en las calles de Baltimore, Harlem, Detroit o South Central, sino que a la sombra de la torre de marfil. Tampoco ocurrió entre jóvenes marginados que luchaban por sobrevivir, o que pugnan por conseguir una reputación en el gueto, o entre adictos que buscan su próxima dosis. Ocurrió entre estudiantes universitarios blancos, educados y privilegiados. 

“Este conflicto tenía menos que ver con la desesperación y la desorganización social y más con los temas que surgen en los cursos universitarios de economía empresarial. Unos años después del intercambio descrito anteriormente, en lugar de terminar como otra consecuencia colateral más de la guerra contra las drogas de Estados Unidos (permaneciendo discapacitados permanentemente, en prisión, privados de sus derechos o muertos), tanto Brice como Dallas se habían reinventado con empresas exitosas. Hoy son jóvenes profesionales, miembros de la fuerza laboral legítima de cuello blanco”, dicen Mohamed y Fritsvold.

El zorrón que trafica drogas

Por esa línea va el estudio de lo chilenos de VioDemos, del que aún no está listo el paper.

En Chile a personajes como Brice y Dallas les llamamos zorrones –en este caso narcozorrones– y conforman un grupo fuera del radar.  “Microraficantes de drogas de clase media y alta, cuyos comportamientos son, en gran medida, desconocidos más allá de los límites de sus redes sociales. Sus tratos no suelen estar directamente asociados con la violencia y sus actividades ilegales, a menudo flagrantes, se llevan a cabo generalmente sin los obstáculos del escrutinio policial y sin el estigma de ser etiquetados como criminales”, señala el texto estadounidense.

El zorrón es un hijo de la élite, que posee privilegios y estatus social y que tiende a ostentar en su interacción con jóvenes de otros sectores sociales. El texto señala que “la consolidación de la figura del zorrón es relativamente reciente, siendo mencionada de forma escasa y fragmentada en la literatura. En general, los zorrones son caracterizados como jóvenes de clases medias-altas y altas, con discursos que enfatizan la ‘mentalidad ganadora’ y un culto al físico. También se los describe como estudiantes de carreras tradicionales (ingeniería, derecho, administración de empresas) y orientados a un consumo ostentoso de tecnología, ropa o drogas (principalmente marihuana y otras relacionadas a la escena de la música electrónica). Por lo tanto, parte del mundo social del zorrón, se estructura en torno a fiestas a las que concurre un grupo socialmente homogéneo de jóvenes”, describe la investigación de VioDemos.

Los investigadores definieron al narcozorrón como el “zorrón” que trafica drogas. “Dicha transformación tiene dos factores emergentes relevantes para la consolidación de la identidad del narcozorrón en los últimos años: la masificación de las culturas populares, propias de los márgenes urbanos (la que se manifiesta, por ejemplo, en el éxito del trap chileno) y el reforzamiento de la figura del emprendedor individual como estereotipo del éxito y estatus social”, aseveran.

El privilegio del que gozan los narcozorrones queda de manifiesto en sus relatos sobre la interacción que (una minoría de ellos) ha tenido con las Fuerzas de Orden. Estas narrativas expresan la conciencia de cierto privilegio del que usufructúan: “Si tú ves a un tipo rubio, de ojos azules, con piercing, dices ‘ya, un joven universitario’. Pero si ves una persona morena, metro 60 con un degradé, con un tajo en la cara vendiendo, dices ‘ah ya, el hueón flaite’”, relata un entrevistado.

La pandemia del COVID-19 diversificó el mercado. Los narcozorrones más experimentados, por ejemplo, señalan que ahora ya no deben acudir a proveerse de producto a las poblaciones, indicando también que dicha necesidad, previa a la pandemia, los ponía en una situación incómoda y eventualmente peligrosa.

“Los narcozorrones operan sobre la base de grupos cerrados de WhatsApp, Telegram o Signal. Frente a la sospecha de que el grupo ha sido infiltrado, este se disuelve rápidamente mientras, en paralelo, se genera un nuevo grupo al que la red de contactos seguros recibe una invitación para sumarse”, detallan los investigadores.

Mediante este tipo de plataforma también se produce el intercambio entre narcozorrones y sus proveedores, el que se estructura de forma cooperativa más que en función de rivalidades y tratos de exclusividad. “A modo de ejemplo, quien no tiene o no desea comercializar cierto producto, sugiere a ‘colegas’ que sí lo comercializan. Es un mercado ‘buena onda’, en que la amplitud de la demanda y la diversidad de la oferta genera un ambiente cooperativo. También contribuye a eso el que prácticamente no existan casos de integración vertical u horizontal del negocio entre los individuos con quienes conversamos. Una excepción a este fenómeno la encontramos en un caso en que un narcozorrón nos habló de cómo había diversificado sus puntos de venta, integrando como vendedores de su producto a un conjunto de guardias privados que trabajaban en una universidad de la cota 1000. Más allá de este caso, se trata de un mercado más bien horizontal, carente de pujas territoriales y ambición por crecer mediante el uso de la violencia en el negocio”, especifican los autores del estudio.

El estudio gringo

Durante aproximadamente seis años, a partir de 2001, los investigadores tuvieron acceso a una red de distribución de drogas que públicamente prosperaba en gran medida fuera del radar del sistema de justicia penal. Esta red estaba compuesta, casi en su totalidad, por estudiantes universitarios adinerados. Sus miembros suministraban una variedad de drogas ilegales a varias universidades del sur de California. 

“Lo que comenzó como un examen de lo que especulábamos sería un tráfico de drogas benigno y de bajo nivel entre estudiantes universitarios resultó ser una exploración de una red de tráfico de drogas mucho más extensa y seria: un conjunto de traficantes de drogas universitarios subdivididos libremente en varias cepas primarias de canales de distribución fluidos y organizados informalmente que prestan servicios a una base de usuarios común”.

La red también era responsable de suministrar cantidades significativas de droga a estudiantes de varios colegios y universidades locales. “De hecho, en el transcurso de esta investigación, uno de nuestros informantes clave se había convertido en uno de los principales traficantes de marihuana de la zona, vendiendo entre cinco y diez libras (4,5 k) de marihuana por semana y recaudando entre 80.000 y 160.000 dólares al mes en ingresos obtenidos. Este comerciante en particular era un mayorista de gran volumen que vendía marihuana principalmente en incrementos de una libra o de varias libras y casi nunca vendía cantidades inferiores a un cuarto de libra; por lo tanto, sus márgenes de ganancia eran menores que si ampliara el producto vendiendo en incrementos más pequeños. Sin embargo, cuando su operación estaba en su apogeo, este comerciante en particular obtuvo ganancias semanales totales que oscilaban entre $ 2.500 y más de $ 5.000, ciertamente más efectivo del que podía esconder debajo de su colchón”, describen.

De hecho, este capítulo destaca la creencia de que los traficantes universitarios realizan transacciones de “bajo riesgo”. Esta actitud se basa en gran medida en su creencia de que, dado que no encajan en el estereotipo del comerciante ambulante (es decir, un hombre minoritario de bajos ingresos), tienen menos probabilidades de ser atrapados.

Los traficantes de esta red desperdiciaron una cantidad sustancial de sus ganancias en fiestas con amigos, apoyando el consumo de drogas de amigos y otros parásitos, equipos de medios de alta tecnología, accesorios “proxenetados” para sus automóviles y otros gastos caprichosos.

Otra pregunta explorada por los autores es la siguiente: ¿por qué los estudiantes universitarios adinerados se convertirían en traficantes de drogas? Los autores ofrecen una variedad de posibilidades. Una razón obvia era que los consumidores de drogas (como lo eran muchos de los traficantes) necesitaban una fuente de fondos para mantener su propio hábito. Además, los comerciantes gastaban su dinero en entretenimiento, compras, juegos de azar y pequeños viajes. Estos gastos estaban ligados en gran medida al hecho de que los estudiantes eran capitalistas (lo que sucedió eran en gran medida “empresas de negocios”) y buscaban asegurar algo de ingreso disponible para crear sus negocios legales.

Lo mismo detectaron los investigadores chilenos.

Acá se asume que es algo por mientras, un trabajo temporal para ganarse unos pesos. Esto se lee en el estudio, donde una gran proporción de los entrevistados ve en el microtráfico una forma de reunir capital para montar un emprendimiento legal. “La aspiración de convertirse en empresario exitoso y alcanzar cierta autonomía financiera resulta predominante en este grupo. A su vez, y también en línea con la evidencia disponible para otros casos de traficantes ABC1, la actividad aparece asimismo en algunas narrativas como una forma de buscar la validación social en sus grupos de pares. Dicha validación está dada, en buena medida, por la capacidad de gastar y consumir, compartiendo en muchos casos con sus amigos”, explican.

Los narcozorrones no son un fenómeno nuevo ni particular al contexto chileno. El estudio afirma que las dinámicas expuestas deberían ser relativamente familiares para todos quienes consumen droga en Chile en los sectores ABC1. “Lo relevante es que nunca pensamos en dichas dinámicas y sus protagonistas, cuando opinamos y discurrimos, livianamente en muchos casos, sobre el ‘narco’ o el crimen organizado en Chile. Ese sesgo nos hace vincular directamente al narco o al crimen organizado con la violencia y, especialmente, con la violencia homicida que tanto nos preocupa en la actualidad”.

“El caso de los narcozorrones hace visible dos implicancias importantes: primero, no todo el narcotráfico es crimen organizado (especialmente si pensamos en crimen organizado como un fenómeno que va más allá de la mera operación de un mercado ilegal, sino como un fenómeno asociado a organizaciones relativamente complejas, que buscan ejercer el control territorial y para ello recurren a la violencia y buscan establecer vínculos de colusión con agentes estatales y actores políticos); segundo, el narcotráfico que genera más renta a nivel minorista (porque los precios y márgenes son mayores en el tráfico ABC1) no genera violencia (esto aplica también a actividades fundamentales y sumamente lucrativas del negocio, como el lavado de dinero), volviéndose invisible en términos sociales y para el debate político. Esto último no implica que sea una actividad socialmente inocua: por ejemplo, los riesgos de salud pública que genera el nivel de experimentación que supone la creciente diversificación de los productos que circulan en este mercado son potencialmente altos y están en aumento”, agregan.

Se sabe también que el poder coercitivo del Estado es una sábana corta; cortísima, en rigor, en casos en que la institucionalidad comienza a ser desbordada por la irrupción y expansión de diversos mercados criminales. “En términos estrictos, si el foco de la coerción estatal es el de contener la violencia, la laxitud que observamos indirectamente a través del sentimiento de impunidad y bajo riesgo que experimentan los narcozorrones es perfectamente razonable en términos sociales”, sostienen.

Finalmente, explican que, a pesar de todas las diferencias entre los narcozorrones y quienes se dedican al microtráfico en otros contextos sociales, hay dos regularidades que son transversales en términos socioeconómicos: “Por un lado, la ilegalidad y el narcotráfico en particular son vistos como un emprendimiento capaz de satisfacer rápidamente aspiraciones de consumo y estatus social que el mercado legal y los vehículos de movilidad ascendente tradicionales (como la búsqueda del logro educativo) han dejado de proveer de modo efectivo en nuestra sociedad”.

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