Publicidad

Al norte de Pichilemu, una cruz en el acantilado del mar que llora


Entre Pichilemu y Santo Domingo hay 150 kilómetros de una costa salvaje, con quebradas húmedas, roqueríos, soledad y silencio, que sólo quebrantan los turistas de Matanzas y la Boca en Navidad. Desde Pichilemu se camina por la costa para alcanzar los nombres de las antiguas haciendas y puntas de nombres indígenas; Tanumé, Panilonco, Topocalma. Una costa bella, con playas ocultas y lagunas naturales, chorrillos de agua con vegetación exuberante, loberías y olas largas. Un tesoro que permanece oculto, cerrado al turismo masivo por los portones de las sociedades forestales del secano costero de Cardenal Caro, esperando que, tras la construcción de la carretera de la costa, las inversiones de resort y lugares más alternativos se multipliquen como opción al saturado litoral central.



Por mientras, la costa de la Región de O´Higgins es un lugar sagrado, una invitación al peregrinaje a pie, donde las horas no se hacen nada, donde los pájaros parecieran no temer, donde se ha curtido en los senderos que penetran los acantilados y la vegetación el carácter costino, lleno de misticismo, desde donde se multiplican las mayores vocaciones religiosas en Chile en términos per cápita, al decir del Obispo Prado en una conversación. Las mismas costas indómitas y silenciosas que caminó el niño José María Caro. Antes lo hicieron los indios Promaucaes, Darwin en sus expediciones, soldados dispersos en la Guerra Civil del 91, algunas ovejas y las poca población campesina de quinua y arvejas, de mariscadores y secadores de cochachuyo.



Ese mar ha sido violado y llora en estas décadas, llora y yo lo he visto y escuchado, sobre todo, en un lugar. Caminando dos horas desde Pichilemu hacia el norte, tras cruzar el Alto Colorado y los tres Chorrillos, se acaba la playa en una laguna y comienza el mundo de los roqueríos en los que los lugareños llaman «Mal Paso». Más allá, está la Playa de las Agatas y la Casa de los Leones de Panilonco, con dos enormes estatuas de los felinos y jardines donde se ven copihues y helechos.



En Mal Paso, a mediados de los 70′ unas manos anónimas, en medio de la soledad, levantaron en los roqueríos una cruz. No hay velas ni nombres, no hay animitas ni huellas, sólo una gran cruz, que invita a orar y mirar el mar golpeando los acantilados. Lo recuerdo como ahora. Sin querer construir mitos, el día que de la mano de mi padre, por allá por 1977, nos encontramos en la cruz con un sólo hombre. Recolectaba locos y pasaba los meses del verano secando cochachuyo, envolviéndolo, para llenar su carretón e iniciar en otoño su viaje a caballo por los pueblos del interior vendiendo las algas, haciendo trueque, como lo hacían sus padres desde tiempos inmemoriales. Mi padre le preguntó por las razones de la cruz. El hombre, moreno, de barba, de pocas palabras, pero amable, movió la cabeza y sólo dijo: «aquí el mar ha cobrado muchas muertes». No fue posible interrogar más. La imaginación nos llevó a pensar en buques o pescadores artesanales extraviados. Difícil, por las luces del Faro de Topocalma que alumbran todo el año. Vaya a saber Dios la verdad de ese silencio, de esa cruz, de esas muertes.



Nos dicen que entre Pichilemu y San Antonio fueron arrojados al mar decenas de compatriotas. Se llaman Díaz o Pereira, Pérez o González. No sabemos cómo de las mutilaciones de las horas previas. Estaban desarmados ni tenían pólvora en sus manos. No hubo guerra, quizás ideologías, errores, sueños combatientes. Eran dirigentes políticos, poblacionales, campesinos, jóvenes militantes. Los Ejércitos en las guerras entregan heridos, intercambian prisioneros, entierran a los muertos. Esta fue una épica del odio, las más sucia de las guerras, la más asimétrica, brutal.



Nuevos soldados, nuevos generales, buscan construir una nueva épica para el Ejército de todos, mirar Chile con la frente en alto, reconocer la oscuridad, a pesar de la cobardía, el miedo, la falta de vergüenza de los responsables. Esa cruz en los roqueríos quizás fue un pequeño gesto de reparación de las manos anónimas que oyeron ruido de aviones o helicópteros, mar adentro, en noche de luna llena, como mudos testigos de la atrocidad. No sabemos, allí está. Hay que sanear Chile con la verdad y la justicia, con compasión y reencuentro, con respeto al otro y reconocimiento, con perdones de verdad, con decencia.



Se ha abierto una puerta, con valentía y dolor. La búsqueda seguirá. No hay decretos ni punto final posible. Los verbos son otros. Por mientras, peregrinaremos al mar, a esa cruz, para rendir un homenaje de respeto a esos Díaz, Pereira, Pérez o González.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias