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Crítica de cine: “Pasolini”, la soledad de la belleza El filme de Abel Ferrara tuvo su estreno chileno en el reciente Ficvaldivia 2014

Crítica de cine: “Pasolini”, la soledad de la belleza

Controvertida y polémica, como el artista que inspira su historia, la película del director norteamericano constituyó uno de los grandes focos de debate, durante los dos festivales estelares a nivel mundial, de este segundo semestre del año: Venecia y San Sebastián. Fuera de esa etiqueta engañosa, la obra aquí presentada, califica como un bello filme, el que intenta recrear -mitad ficción y el resto basado en hechos reales-, el último día de vida del multifacético intelectual italiano. Provisto de una cámara que recuerda a Luchino Visconti y de una fotografía que cita al mejor Giuseppe Tornatore, la cinta humaniza y se acerca, con toda su carga emotiva, a la figura trágica y cotidiana, de un creador fundamental del siglo XX.


“Paisaje infinito, / mi soledad flor desesperada, / asciende hasta el sonido más alto”.

Omar Cáceres, en Defensa del ídolo

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La secuencia final de Pasolini (2014), debe ser una de las más hermosas que ha grabado el realizador estadounidense Abel Ferrara, a lo largo de su prolífica carrera. Estamos en la playa del balneario de Ostia, y el lente enfoca desde las alturas, en un plano picado donde la luz es tan perfecta que parece irreal, el cuerpo tirado y moribundo de William Dafoe (quien encarna al triple novelista, poeta y cineasta), luego de ser masacrado por los golpes de sus victimarios y el peso de su propio y lujoso automóvil.

Emerge, entonces, un aria interpretada por la voz inconfundible de la soprano griega María Callas, una ex pareja del genio que yace inerte: es la cavatina de Rosina, la famosa Una voce poca fa, de la ópera El barbero de Sevilla, compuesta por Gioachino Rossini. El conjunto vendría a conformar la esencia de lo audiovisual: la belleza de la imagen es inolvidable, y el sonido de la música estremece, conmociona, cautiva.

Otro homenaje a Pier Paolo Pasolini, menos virtuoso, pero igual de profundo, se lo prodigó Nanni Moretti en su Caro diario (1993), una cinta que le valió el premio al Mejor Director en Cannes (1994), al autor de La habitación del hijo. Giovanni se sube arriba de su Vespa, y sale de Roma, rumbo al poniente, a la costa del mar Tirreno. La luz del sol se quema y estalla, a medida que nos acercamos al agua y a la arena. El encuadre recoge los contornos del sencillo monolito que conmemora al realizador de Teorema, y las reflexiones en off del motociclista, agregadas al ruido del mar y del vehículo, deslizándose sobre la carretera, terminan por hacer lo suyo y efectuar la evocación sublime.

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Podemos afirmar que tres son los pilares artísticos de esta película de Abel Ferrara (Nueva York, 1951): la actuación de Willem Dafoe (simplemente soberbia, ¡qué gran intérprete!), la composición y los límites de cada uno de los cuadros fotográficos que conforman la obra, y el objetivo dramático de su autor por mostrar la soledad esencial, tanto humana como intelectual, que padecía Pasolini.

En la opción por tomar ese tópico –que es argumental y también estético- el director despliega una cartografía cinematográfica que indudablemente se inspira en los mejores créditos de Luchino Visconti: en Senso, en El gatopardo, en la Muerte en Venecia. Así lo demuestra esa cámara generosa en movimientos y recursos, que busca en los primeros planos, las secuencias largas, y en el continuo contraste entre sombras de satín y luminosidades de vintage, exhibir a un creador en su laberinto afectivo y psicológico. Un ojo que, igualmente, busca retratar, la conflictiva y problemática relación que mantenía el artista, con el entorno político y social que le rodeaba, hacia el capítulo final de su existencia.

Otro aspecto en que se percibe esa influencia del autor milanés, se expresa en el interés por delinear claramente aquí, la intimidad familiar del realizador de I racconti di Canterbury (1972): el lazo indestructible que le unía a su madre, casi místico, la ausencia de la autoridad paterna, los dos o tres amigos que le rodeaban, y una sexualidad frustrada en la búsqueda del amor, y que para Ferrara, se manifiesta en el masoquismo y la promiscuidad sensitiva que caracterizó a las postreras producciones artísticas de Pasolini, tanto en sus filmes, como en los textos narrativos que dejó incompletos.pasolini3

Esa persecución afectiva, de tintes religiosos y esotéricos, y que acá le atribuimos al influjo de Muerte en Venecia, de Visconti, no sólo se apoyaría en la inclusión de escenas que reflejarían el inconsciente psíquico y las creaciones literarias de Pier Paolo, sino también, en el flaneur por una ciudad inventada, de esos mismos personajes -imaginados dentro de los márgenes de la ficción por el novelista-; y que indagan en las luces y en las señales, que les entregan los astros y las estrellas, la participación en orgías colectivas, y en la presencia de una noche que avanza como un motivo que anuncia y vaticina, la verificación de sus indignos destinos. De fondo, la música de Bach es otra variante estética que utiliza Ferrara, con ese propósito de invocar al más allá, y de referenciar a su mencionado colega peninsular (al conde de  Lonate Pozzolo).

El tiempo diegético de la cinta, así, se despliega en las últimas 24 horas de la existencia de Pasolini (que abarca desde la noche del 1 hasta la jornada vespertina del 2 de noviembre de 1975). De esa forma, el registro muestra a un poeta que escribe en su máquina para tales efectos, que trabaja en su biblioteca, que almuerza con sus cercanos, que concede esa célebre y póstuma entrevista a la Stampa Sera, que juega al fútbol callejero con unos jóvenes, que conversa con unos amigos y familiares, y que busca la compañía y el cariño de un desconocido que apenas sabe leer, y parte a Ostia, a bordo de su descapotable, a personificar el acto definitivo: donde la Divina Callas le hará la guardia.pasolini2

La descripción y el relato fílmico de esas secuencias, corresponde a la estrategia fotográfica que le achacábamos al ascendiente, en esta parcela, del mejor Tornatore: al de Cinema Paradiso (1988), al de La sconosciuta (2008) y al de Malèna (2000).

Para ilustrar el asesinato de Pasolini, Ferrara se inclina por la declaración que hizo a comienzos de 2005, Giuseppe Pelosi, el único procesado y condenado hasta ahora por el homicidio: al autor de Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975) –dijo el sentenciado- fue asesinado por tres hombres, los que al momento de masacrarlo, le gritaban “comunista y maricón”. Mientras que el entonces joven prostituto, le habría pasado el auto deportivo por encima de la cabeza, sólo una vez que se hubo consumado la brutal golpiza que recibió el cineasta.

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La civilización occidental debe esperar cada 50 años, para que en un hombre se conjuguen tantos talentos artísticos, como los que poseía Pier Paolo Pasolini (1922): quien las hizo de novelista, poeta, periodista y realizador cinematográfico, y en todas esas actividades que ejerció, se instaló en el correspondiente Olimpo del período en el cual le tocó actuar y vivir: la segunda mitad del siglo XX.

Asimismo, fue fascista en su juventud, católico practicante hasta bien adulto, marxista en su madurez, e independiente de izquierda al instante de su muerte: el sinnúmero de esas contradicciones, también parieron al genio. Y en el silencio, donde sólo se escucha el aria de una ópera, su soledad gigante, su fracaso vital como ser humano, mientras se desangraba, con el cráneo destruido, después de buscar los besos y las caricias, de un prostituto analfabeto.

El guión de Pasolini fue redactado por el mismo Ferrara, quien compartió responsabilidades, en esa labor, con los nombres de Maurizio Braucci y Nicola Tranquillino.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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