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Crítica de cine: “La mejor oferta”, la falsificación de las emociones La última película del italiano Giuseppe Tornatore (1956) se exhibe en la sala El Biógrafo

Crítica de cine: “La mejor oferta”, la falsificación de las emociones

El estreno de este thriller constituye un acontecimiento en la cartelera santiaguina del segundo semestre: ver sus 131 minutos resulta un placer para el intelecto y los sentidos. Además de contar con la música incidental del célebre Ennio Morricone, la cinta presenta un nivel de montaje, de dirección y una calidad fotográfica, que la sitúan en la línea de una obra de arte total dentro de la filmografía europea de estos días. Su concepción estética y audiovisual, tampoco deja de seducir: una mirada que busca escenificar la historia de un solitario martillero y coleccionista de valiosas antigüedades, en una ciudad del viejo continente que puede ser, tanto en sus interiores como exteriores, Roma, Parma, Florencia, Milano, Viena o Praga.


“Porque la vida poco a poco se va llenando y entumeciendo sin que te des cuenta, pero esa hinchazón es un exceso, como un quiste o un caos, y en determinado momento ese conjunto de cosas, de objetos, de recuerdos, de ruidos, de sueños o entresueños ya no te dice nada, es sólo un ruido indistinto, un nudo en la garganta, un sollozo que no sube ni baja y que te ahoga”.

Antonio Tabucchi, en Se está haciendo cada vez más tarde

La mejor oferta - poster oficial

Virgil Oldman, el coleccionista de arte interpretado por el australiano Geoffrey Rush (1951), termina por convertirse en uno de esos personajes cinematográficos inolvidables: no sólo por la tremenda interpretación que hace de su rol el actor protagónico, sino también, por los rasgos de su carácter, por sus manías: temeroso del contacto físico, se cubre las manos con elegantes guantes, se viste rigurosamente de traje antiguo, y evita entrar en contacto con sus clientes y subalternos en la casa de remates que dirige. Asimismo, y a pesar de sobrepasar la cincuentena, el martillero de pinturas y de objetos de arte en general, es célibe, y ha llevado, a lo largo de sus días, una vida de estricta castidad sexual.

En su construcción dramática, en su desconocimiento del amor erótico, y en su debilidad y vulnerabilidad ante las grandes pasiones del corazón humano, el tipo de Oldman sigue la ruta de caracteres históricos como el profesor Immanuel Rath, en El ángel azul (1930), de Josef von Sternberg; del mayordomo James Stevens, en Lo que queda del día (1993), de James Ivory; de Gustav von Aschenbach, en Muerte en Venecia (1971), de Luchino Visconti; y del literato Humbert Humbert en las Lolita (1962 y 1997), de los realizadores Stanley Kubrick y de Adrian Lyne, respectivamente.

Giuseppe Tornatore (Sicilia, 1956), debe ser el mayor director italiano vivo, junto a Nanni Moretti, después de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani y del inválido Bernardo Bertolucci. Por eso, sus creaciones suelen convertirse en un evento para nuestras escuálidas carteleras, eso, en cualquier fecha de estreno durante la temporada. Más aún, si la cinta en cuestión arriba precedida por los galardones con que llega ésta: seis premios David di Donatello (concedidos por la Academia peninsular), y un galardón a la mejor música de película del cine europeo del año pasado, por la partitura compuesta por Ennio Morricone para la ocasión (los European Film Awards, 2013).

La mejor oferta 1

Acá, las referencias cinematográficas del autor de Cinema Paradiso (1988), continúan en su persistencia: el mencionado Luchino Visconti, Vittorio De Sica, Michelangelo Antonioni, Raúl Ruíz y Claude Chabrol. Los ángulos, el manejo de la cámara, la fotografía y el montaje, deben su virtuosismo a la filmografía del aristócrata milanés; la ambición visual y totalizadora del lente, la crudeza social del relato, se lo deben a De Sica; el manejo del suspenso, del misterio, la riqueza de la trama y la tensión del argumento y la invasión de lo impredecible, al artista chileno y a su colega francés; la incapacidad de sus personajes para enfrentarse a la realidad, y salir victoriosos de sus retos, a la obra del director de La noche (1961).

l aspecto audiovisual más destacado de La mejor oferta (La migliore oferta, 2013), sin embargo, proviene de la idea de ciudad que se cobija en la perspectiva de su encuadre. La de una urbe “cerrada”, de interiores, de planos medios y estrechos, que juega con el tópico -de que mientras no sepamos la “verdad”, disimulada por la historia- podemos encontrarnos en cualquier capital o centro europeo, en donde se desdoblen con naturalidad la afición al lujo, el buen vestir, el esnobismo y la práctica del coleccionismo de artículos finos y carísimos: los que podrían ser Roma, Milano, Parma, Florencia, Viena o Praga.

Tornatore juega conscientemente con esa noción de la incertidumbre espacial y temporal, por definirla de alguna manera. No es que ignoremos en qué lugar efectivamente nos hallamos, debido a un error o falencia de continuidad narrativa, sino porque recién lo descubriremos con exactitud, en el instante en que la perversa objetividad de las secuencias, se revele en su penosa y triste magnitud.

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Entonces el lente se abre en un plano general abierto y la villa florentina o veneciana, se transforma con luminosa claridad en una exquisita terraza del Lazio, que mira con vista privilegiada hacia el río Tíber y al Vaticano. Lo sombrío, la lluvia, el frío, los cielos nublados y melancólicos, el efecto de vintage estimulados por la dirección de arte, al igual que en un título como La desconocida (2006), ceden su lugar privilegiado a una cámara que se extiende, en las escenas finales, a mostrar una Roma y una Praga radiantes.

La forma en que Tornatore enlaza el motivo de la indecisión física y escénica del campo visual, con el desarrollo del tópico dramático y argumental, demuestran la categoría del realizador cinematográfico que significan su persona y su talento. Una variante artística que se mezcla con el uso de la bella y melódica música incidental escrita por Morricone para este crédito, y la constatación de un libreto –escrito por el mismo director- que se exhibe loable por su contenido literario y las múltiples vertientes que confluyen en su desenvolvimiento estructural.

Si Geoffrey Rush se muestra en uno de sus mejores papeles, el reparto que lo secunda, no le sigue con menos aplausos: Jim Sturgess (Robert), Sylvia Hoeks (Claire Ibbetson), Donald Sutherland (Billy Whistler), Philip Jackson (Fred) y Liya Kebede (Sarah), mantienen la altura de un elenco que lee las minucias del guión y comprende su ocultamiento de lo verídico y su manipulación de las apariencias, a cabalidad.

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No exageramos si afirmamos que La mejor oferta es un filme de suspense casi perfecto, en la línea artística de lo mejor que se ha rodado del género, y donde la maestría de Alfred Hitchcock y de un Orson Welles, señalarán el rumbo hasta que la Tierra deje de girar alrededor del sol. Pero hay otro punto a desenrollar: el simbolismo hermenéutico del relato.

El simulacro imperfecto de la existencia, prometiéndonos en la vitalidad de las emociones, una plenitud que se atestigua falsa y engañosa. La maestría de las imágenes, que en su manifestación visual, esconden lo esencial, lo que sólo es aprehensible para la intuición y una lectura sensible de la realidad. La imposibilidad de llevar a cabo nuestras ilusiones más recónditas, el sentimiento amoroso como un arma de los poderosos ante los débiles, el vacío afectivo, la soledad, y el miedo psicológico que fundamentan las obsesiones y las extravagancias, el peso de las circunstancias, el discurrir del tiempo que nos aleja de abrazar una mínima certeza. En la perspicacia de esas claves, un personaje como el de Virgil Oldman, enternece hasta la locura, adquiere una humanidad que evidencia por si sola, la pieza de arte total que representa esta película.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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