Publicidad
Cuando «la maricada gitanea la vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave…» Activista del espacio social

Cuando «la maricada gitanea la vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave…»

Su lenguaje es plástico, visual y maleable, maleado, inspira y da forma. La causa de su fallecimiento ha sido un largo cáncer de laringe, similar al que mató a Kafka, Pinter y Cavafis, el poeta de Alejandría, quien escribió: “Nada me retuvo. /Me liberé y fui. / Hacia placeres que estaban / tanto en la realidad como en mi ser, / a través de la noche iluminada. / Y bebí un vino fuerte, como / solo los audaces beben el placer”.


Debemos comenzar la lectura de Pedro Lemebel, encuadrando históricamente su escritura cronística, lo cual significa inscribirla en el contexto de las condiciones sociales y culturales que intervienen en su producción como referentes del sentido, algunos de cuyos aspectos, esenciales por lo demás, son comunes a otros escritores chilenos de la misma “generación” de Lemebel: Roberto Bolaño o Mauricio Redóles, nacidos en la primera mitad de la década de 1950 (el año 53, Bolaño y Redóles, el año 55 Lemebel), y de Claudio Bertoni, en febrero de 1946.

Las condiciones sociales y culturales de las que hablamos remiten la atención crítica en dos direcciones principales: hacia un presente y hacia un pasado (no tan lejano). La primera dirección es hacia el presente de la sociedad chilena como sociedad moderna. Es decir, al presente de una versión “subdesarrollada” o “en desarrollo” (con una sombría historia además) del estado en el que la modernidad comienza a entrar de forma generalizada en el mundo desde, al menos, la década de 1980 en adelante. Un estado definido por el fenómeno de la “globalización”, que, en su base, no es sino la globalización de la “mercancía” (convertida en protagonista estelar), y que, en términos menos genéricos, se traduce en la globalización simultánea de la sociedad de mercado y de la cultura que sostiene y la sostiene: la cultura del consumo (o de la imagen y del espectáculo), una cultura operada por los medios de comunicación masiva.

Las crónicas de Lemebel se escriben pues (y se leen) desde un presente así definido, en términos muy generales todavía. Pero esta comprobación es sólo un punto de partida para llegar a lo que aquí importa: el modo en que estas crónicas se sitúan frente al presente de su escritura, es decir, frente al despliegue cotidiano de la realidad social y cultural chilena inserta en un mundo globalizado.

Como género periodístico, la crónica urbana siempre ha sido un discurso destinado a comentar episodios de la vida cotidiana, o de la “actualidad”, asumiendo cada cronista un determinado punto de vista. ¿Y cuál sería el de Lemebel? Por ahora sólo digamos que quienes lo leen saben muy bien que sus crónicas no son para nada  un registro complaciente de sucesos de la vida cotidiana chilena, ni menos un registro asimilable por el sistema. Al revés, están recorridas por una mirada incómoda, a ratos humorística, e irónica, pero en el fondo más bien una mirada agredida como mirada ética y política por la realidad cotidiana.

La respuesta de Lemebel a semejante agresión es concebir y poner en práctica estrategias discursivas destinadas a instalar una verdad que desmienta la legitimidad del orden de las cosas (el del presente y su cotidianeidad) regido, desde la mediación del subdesarrollo y la historia específica chilena, por el paradigma de la globalización, y saque a la luz lo que no dice, esconde o manipula. Lo cual, en Lemebel, supone hacerse cargo de aquellas zonas del espacio social y cultural del presente oscurecidas o silenciadas por el poder. Aquí un ejemplo:

La noche de las visiones (o la última fiesta de la Unidad Popular)

Santiago se bamboleaba con los temblores de tierra y los vaivenes políticos que fracturaban la estabilidad de la joven Unidad Popular. Por los aires un vaho negruzco traía olores de pólvora y sonajeras de ollas, «que golpeaban las señoras ricas a dúo con sus pulseras y alhajas». Esas damas rubias que, pedían a gritos un golpe de Estado, un cambio militar que detuviera el escándalo bolchevique. Los obreros las miraban y se agarraban el bulto ofreciéndoles sexo, riéndose a carcajadas, a toda hilera de dientes frescos, a todo viento libre que respiraban felices cuando hacían cola frente a la UNCTAD para almorzar. Algunas locas se paseaban entre ellos, simulando perder el vale de canje, buscándolo en sus bolsos artesanales, sacando pañuelitos y cosméticos hasta encontrarlo con grititos de triunfo, con miradas lascivas y toqueteos apresurados que deslizaban por los cuerpos sudorosos. Esos músculos proletarios en fila, esperando la bandeja del comedor popular ese lejano diciembre de 1972. Todas eran felices hablando de Música Libre, el lolo Mauricio y su boca aceituna, de su corte de pelo a lo Romeo. De sus jeans pata de elefante tan apretados, tan ceñidos a las caderas, tan apegados a su ramillete de ilusiones. Todas lo amaban y todas eran sus amantes secretas. «Yo lo vi. A mí me dijo. El otro día me lo encuentro». Se apresuraban a inventar historias con el príncipe mancebo de la televisión, asegurando que era de los nuestros, que también se le quemaba el arroz, y una prometió llevarlo a la fiesta de Año Nuevo. A esa gran comilona que había prometido la Palma, esa loca rota que tiene puesto de pollos en la Vega, que quiere pasar por regia e invitó a, todo Santiago a su fiesta de fin de año. Y dijo que iba a matar veinte pavos para que las locas se hartaran y no salieran pelando. Porque ella estaba contenta con Allende y la Unidad Popular, decía que hasta los pobres iban a comer pavo ese Año Nuevo. Y por eso corrió la bola que su fiesta sería inolvidable”.
Pedro Lemebel, en Loco afán (1996)

De las Yeguas al escritor

​Con los pies desnudos bailaron “Las Yeguas del Apocalipsis” sobre un mapa de América Latina cubierto de cristales rotos. La performance se tituló “La conquista de América” y conectó –en la sede de la Comisión Chilena de los Derechos Humanos, el 12 de octubre de 1989 – la empresa militar española en América Latina, con su eco en la dictadura de Pinochet. Pedro Lemebel y su compañero y cómplice artístico, Francisco Casas, fueron cubriendo así con sangre propia, aquel mapa blanco. Desde ese año hasta 1997, la experiencia en “Las Yeguas del Apocalipsis” parte en dos su vida.

Lemebel nació en el lodo: en el Zanjón de la Aguada, a orillas del canal que atraviesa Santiago de Chile, con el nombre de Pedro Mardones Lemebel, cuando corría el año 1955. Pese a los orígenes muy humildes, tras una formación profesional en forja del metal, logró estudiar en la Universidad de Chile y licenciarse como profesor de Artes Plásticas. Por transparentar con maquillaje su condición de homosexual, fue despedido de los dos liceos periféricos en que trabajó; por la misma razón, tampoco fue aceptado por la izquierda militante.

En 1986 leyó en una reunión política de la Estación Mapocho su texto más célebre, el manifiesto “Hablo por mi diferencia”, donde dice: “No soy un marica disfrazado de poeta”; y agrega: “No me hable del proletariado, porque ser pobre y maricón es peor”; y añade: “mi hombría es aceptarme diferente”; y reflexiona: “no voy a cambiar por el marxismo, que me rechazó tantas veces. Soy más subversivo que usted”. En aquel mismo año publicó su libro de relatos Incontables, fruto de su crecimiento como escritor en talleres de escritoras, los de Pía Barros o Diamela Eltit, en casas particulares, entre jóvenes feministas, al margen de los sistemas oficiales. Tuvo la periferia toda la vida pegada a la piel.

La experiencia en “Las Yeguas…” le empujó a asumirse como escritor. En 1995 publicó su primer libro de crónicas, La esquina es mi corazón, donde ya encontramos esa voz dura y tierna, simple y neobarroca, íntima y pública y política, musical, metropolitana, que siempre encontró en la forma breve su ideal longitud de onda. Leídas en radio o publicadas en revistas y diarios, las crónicas de De perlas y cicatrices (1998) o Adiós mariquita linda (2005), por citar otros dos libros también importantes, demostraron que era posible ser al mismo tiempo periodista y poeta, hablar en primera persona y sobre la primera persona sin perder de vista al otro, a la víctima y al lector. Su literatura se hermana con la de otros escritores que también han hablado por su diferencia, desde el cubano Reinaldo Arenas hasta la española Beatriz Preciado, pasando por el argentino Néstor Perlongher, encontrando siempre nuevas formas para nuevos pozos sin fondo.

“La maricada gitanea la vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave, aletear de pestaña, ojeada nerviosa por el causeo de cuerpos masculinos, expuestos, marmoleados”, leemos en uno de los textos de Loco afán (crónicas de sudario) (1996). Su lenguaje es plástico en todos los sentidos: visual y maleable, maleado, inspira y da forma. Se adapta a los vaivenes, los estratos, las sutilezas de un estilo y de una ética que, tras la muerte esta madrugada de su autor, perdurará en la memoria colectiva del arte y de la literatura, que unió con su cuerpo como puente.

La causa de su fallecimiento ha sido un largo cáncer de laringe, similar al que mató a Kafka, Pinter y Cavafis, el poeta de Alejandría, quien escribió: “Nada me retuvo. /Me liberé y fui. / Hacia placeres que estaban / tanto en la realidad como en mi ser, / a través de la noche iluminada. / Y bebí un vino fuerte, como / solo los audaces beben el placer”.

Publicidad

Tendencias