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Crítica de cine: “La piel de Venus”, apariciones en una noche perversa

Crítica de cine: “La piel de Venus”, apariciones en una noche perversa

El último filme del director polaco Roman Polanski, puede tener varias lecturas artísticas: la adaptación de una obra de teatro, la de una pieza audiovisual que cita y referencia a otros títulos pictóricos y literarios, o bien, la excusa para reunir arriba de un escenario a dos buenos actores franceses -como lo son Emmanuelle Seigner y Mathieu Amalric-, a fin de dramatizar las obsesiones temáticas de su realizador: el inefable campo psicológico y sexual, donde se formarían los vínculos entre los hombres y las mujeres.


“Nuestros gustos no tenían absolutamente nada en común. Tanto por el carácter como por las tendencias, éramos absolutamente diferentes; y sin embargo, había en nuestra amistad una espontaneidad tan mágica, que sentíamos en ella una promesa”.

Lawrence Durrell, en Justine

Roman Polanski (1933), es un nombre propio y que no necesita demasiada presentación, dentro de la filmografía de la segunda mitad del siglo XX. En efecto, películas suyas como Repulsión (1965), Chinatown (1974), Perversa luna de hiel (1992), o El pianista (2002), se encuentran en cualquier lista de grandes filmes contemporáneos, que se precie de tal. El estreno más reciente de su larga trayectoria –atrasado nos llega a Chile, sin embargo-, lo constituye La piel de Venus (La Vénus à la fourrure, 2013), cinta que ahora comentamos.

Protagonizada por los actores galos Emmanuelle Seigner (esposa del autor) y Mathieu Amalric, el crédito mencionado deviene en una adaptación de la obra teatral del dramaturgo norteamericano David Ives, quien, a su vez, se inspiró en su personal proceso de escritura, en las páginas de la famosa novela homónima del narrador austríaco, Leopold von Sacher-Masoch (1836-1895).

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La trama, a rasgos generales, sería la siguiente: Thomas (Amalric), acaba de concluir en altas horas de la noche, las audiciones para el rol femenino de un texto dramático de su autoría, cuando irrumpe en la vieja sala, Vanda (Seigner), una actriz que, pese al atraso, insiste en que se le incluya en el proceso de selección profesional, ya terminado.

El escritor y director escénico sólo desea regresa a casa, para así, poder reunirse con su novia; no obstante, cede a la presión de la carismática y singular mujer. El desarrollo del “ensayo”, entonces, se confundirá con la realidad de la película, y los parlamentos del libreto ficticio, tendrán efectos en la peculiar relación argumental que comienza a establecerse entre el guionista y la audaz intérprete.

En ese juego de espejos y apariencias, Thomas descubrirá lentamente, mientras acompaña a Vanda en su personificación de la obra, lo mucho que se parece al protagonista de los diálogos imaginados por él mismo; y que los factores antropológicos que determinan su ubicación en el mundo real, se asemejan bastante a las experiencias que condicionan los rasgos y atributos, del rol que inventó con el propósito de estelarizar su pieza teatral.

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La apuesta de Polanski resulta, sin duda, arriesgada cinematográficamente: pensar un thriller psicológico, valiéndose de una única puesta en escena (con pequeños cambios de intensidad lumínica en el transcurso del filme), y apoyarse en gran medida, sobre el talento interpretativo de sus actores, los que sin ser exagerados, en este título, y más allá del parentesco del realizador con uno de ellos, fueron escogidos con pinzas, y exhiben una categoría artística de nivel superlativo.

Pero no sólo en la calidad práctica de sus roles, basa su estrategia el director polaco. También en los planos-secuencias en la que se estructura el montaje de la cinta, y por consiguiente, en la ideologización espacial, temporal, y de desplazamientos, que efectúa y expresa, la cámara por él conducida. Así, se produce una compenetración de grata sincronía entre los cuadros cerrados de la fotografía, sus trotes, y las expresiones, movimientos gestuales, corporales y vocales, llevados a cabo por los actores.

Cada acercamiento, lejanía o correría del lente, redunda en destacar el énfasis de una cualidad dramática, manifestada ya sea por Seigner, tanto como por Amalric, en sus distintas facetas artísticas. Y ese foco de sensibilidad argumental, conlleva, asimismo, la modalidad y una manera, de narrar un relato audiovisual y su personalísimo sentido del tiempo que crece, vive, y se extingue, al interior de una toma fílmica. Si en la obra total de un cineasta como Raúl Ruiz, sólo se entiende a través del “pensamiento” de la cámara, el transcurso del cronómetro y del reloj diegético (ficticio); idéntico fenómeno estético y audiovisual, acontece y se verifica, luego de analizar este crédito de Roman Polanski.

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Thomas y Vanda, pueden estarse quietos y estoicamente insertados en una sala de butacas, a lo más en dos habitaciones y el pasillo que los une, durante los 96 minutos del largometraje, pero las pausas, inflexiones, y desenlaces de la trama, lo marcan y sentencian, las pulsiones de perspectivas y posiciones dentro del set de grabación, indicados por el lente.

De esa forma, y cuando la intencionalidad dramática por decir o verbalizar una “idea”, conquista la escena, el tópico del sonido sintetiza sus demandas con la música compuesta para la ocasión, por el talentoso Alexandre Desplat (Francia, 1961). El prendamiento estético se consigue perfecto en los sentidos de los espectadores, y los planos que alumbran los rostros de Amalric y Seigner, bellísimos bajo su realización técnica y artística.

La piel de Venus, por otra parte, también representa una hermosa metáfora cinematográfica en torno al tema del desentrañamiento de las propias claves identitarias, emprendidas por cualquier ser humano, en una etapa ya establecida de la vida, o por lo menos, cuando una persona cree en la verosimilitud de esa reflexión existencial, debido a su propia situación individual en el mundo.

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Y esa búsqueda, puede iniciarse o empezar a revelarse, bajo el empuje de una circunstancia o contexto francamente, inesperados. Pero, encima de un escenario teatral, ocurren ciertos detalles inexpresables de otra manera, que allí recalcan la importancia del evento, que demarcan el instante con mayor fuerza y bríos: ¿Cómo y por qué llegamos hasta acá, y qué hechos nos han convertido en los que somos, en él o la, que habla, respira y se dispone a la introspección, en este preciso momento?

Para Polanski, la respuesta a esta interrogante o consulta primordial, se desenterraría, para un miembro del género masculino, aclaremos, en la influencia que las mujeres han tenido sobre su temple y biografía; y en la travesía de perseguir y en volver a conjugarse, quiméricamente, claro, con esa tía, con esa madre, hermana o amiga, que tanto nos apesadumbró; y donde nos esperarían sentimientos que se acercarían, a la pronunciación, de la palabra salvación: o para nacer de nuevo, como en el célebre lienzo de Sandro Botticelli.

 

 

 

 

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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