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Élite económica, pero no intelectual: una historia de larga data CULTURA|OPINIÓN

Élite económica, pero no intelectual: una historia de larga data

Daniel González Erices
Por : Daniel González Erices Facultad de Artes Liberales Universidad Adolfo Ibáñez
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Más allá de las dificultades económicas por las que hoy atraviesa el Club de la Unión, resulta irritante que la mejor decisión en el horizonte del directorio sea hipotecar el acervo artístico que hace cerca de cien años hizo del lugar un hito nacional. No solo las instalaciones eran de primer nivel para la época, contando con comodidades de lujo. Ni el mobiliario, ni los objetos decorativos eran de incomparable calidad, reuniendo ejemplos de finísima factura local y extranjera. Para quienes estuvieron tras la concreción de la nueva sede, proyectada por Alberto Cruz Montt, y en años posteriores, las obras de arte tuvieron un rol fundamental.


Cuando la barbaridad es tal, que incluso podría amenazar a la propia posibilidad del análisis, hay columnas que debieran destilar indignación. La presente se encamina en esa dirección. Hace algunos días, un medio electrónico dio a conocer la subrepticia puesta en venta que el Club de la Unión está haciendo de Ulises y Calypso, de la escultora chilena Rebeca Matte.

La pieza en cuestión forma parte del patrimonio fundacional del edificio ubicado en Alameda con Nueva York, pues la artista la donó con ocasión de su inauguración en 1925. De hecho, hasta lo que mi memoria registra, esta se exhibía de modo prominente en el vestíbulo del club, dominando el largo espacio longitudinal en uno de cuyos extremos se encontraba de espaldas a un gran espejo de cristal.

En virtud de obras como la aludida, es que, en más de alguna oportunidad, miembros y cercanos al círculo se vanagloriaban del gran interés prestado al arte y de la importancia de las piezas conservadas ahí. En todo caso, se trataba de un orgullo muy legítimo, considerando que el Club de la Unión, efectivamente, tiene (o, a estas alturas, tenía) en su poder una de las colecciones de arte chileno más valiosas del país.

Las razones detrás de la venta parecen bastante evidentes, en realidad. Desde noviembre de 2021, según consigna la noticia, la organización no ha pagado los salarios de sus trabajadores, además de las indemnizaciones pactadas tras un retiro forzoso cuyo monto estaría muy por debajo del correspondiente por concepto de despido, un impasse que se hizo público a principios de este año, en voz del presidente de uno de los sindicatos de trabajadores de la entidad.

Más allá de las dificultades económicas por las que hoy atraviesa el Club de la Unión, resulta irritante que la mejor decisión en el horizonte del directorio sea hipotecar el acervo artístico que hace cerca de cien años hizo del lugar un hito nacional.

No solo las instalaciones eran de primer nivel para la época, contando con comodidades de lujo. Ni el mobiliario, ni los objetos decorativos eran de incomparable calidad, reuniendo ejemplos de finísima factura local y extranjera. Para quienes estuvieron tras la concreción de la nueva sede, proyectada por Alberto Cruz Montt, y en años posteriores, las obras de arte tuvieron un rol fundamental.

Es por este motivo que en sus paredes cuelgan notables pinturas de Pedro Lira, Thomas Somerscales, Álvaro Casanova Zenteno, Alfredo Helsby, Alberto Valenzuela Llanos y Pedro Subercaseaux. ¿Tendremos que esperar que en el futuro cercano se siga desintegrando la colección del club, y que, por lo tanto, sean también vendidos estos óleos?

Es casi inverosímil que sus socios no gestionen una acción mancomunada para proteger, precisamente, y con particular ahínco, las obras de Matte y de los otros artistas. El sentido común sugiere que esta medida debiese ser prioritaria. No obstante, la relación de la élite económica con la cultura ha sido siempre conflictiva, quizá por una profunda falta de interés generalizado en las artes, que se reduce a unas pocas y pocos individuos pertenecientes a la oligarquía. A la base del fenómeno, yace una ignorancia supina sobre la materia que linda con lo dramático y lo caricaturesco. Dos ejemplos son ilustrativos.

Cuando en 1857 se inauguró el Teatro Municipal de Santiago, de acuerdo con los planos de Brunet de Baines —quien contó, asimismo, con la asesoría de Charles Garnier, el arquitecto de la versallesca ópera de París—, nunca fue pensando como un santuario consagrado a la música. Su auténtica utilidad era proveer un espacio de reunión social para la clase potentada. La planta en herradura, retomada tras el incendio de 1870, e incorporada en el nuevo edificio firmado por Lucien Hénault, lo único que garantiza (todavía en nuestros días) es ver a los asistentes a la función y ser visto por estos.

Quienes concurrimos a los conciertos, pero en específico a la ópera, sabemos esto bien: hay ubicaciones laterales en el teatro que son del todo inútiles, excepto si lo que se quiere es observar a los demás espectadores. Esta era, en efecto, la lógica tras el diseño del teatro francés rococó cuyas características se acentuaron en el siglo XIX. Un caso distinto, por ejemplo, es el Teatro Colón de Buenos Aires, construido a partir del modelo italiano propugnado de manera paradigmática por La Scala de Milán y mejorado por el Metropolitan Opera House de Nueva York. ¿Qué llevaría a un público a preferir uno en lugar del otro? Algo tan simple como su nivel de educación.

La élite argentina podrá adolecer de muchas y serias carencias, pero la falta de cultura no es una de ellas, a diferencia de la «aristocracia» chilena. A esto se añade el fanatismo enceguecido por la estética y las costumbres francesas que dominó la segunda mitad del 1800 y a comienzos del 1900, influencia de la que Buenos Aires hizo eco, pero filtrada por el tamiz de la tradición italiana importada por los migrantes.

Otro chascarro similar, bajo el foco retrospectivo, fue la inauguración del Museo Nacional de Bellas Artes en 1910, cuyo edificio fue concebido por Émile Jecquier como una copia del Petit Palais de París. Una comisión, liderada por el político Alberto Mackenna Subercaseaux, fue la responsable de organizar la primera exposición llevada a cabo en el museo.

Con el objetivo de nutrir la muestra, se compraron numerosas piezas en el extranjero de artistas olvidados que hoy recordamos, sin embargo, por el carácter anacrónico de sus obras y porque sintomatizan el tenor decadente del ambiente academicista. Cabe mencionar que unos tres años antes Pablo Picasso ya había pintado «Las señoritas de Aviñón», y casi cuarenta años antes se había realizado la primera exposición impresionista. Es decir, el tipo de arte comprado por la comisión ni siquiera en Europa se lo miraba con gran estima.

Aunque muy posterior, es interesante señalar que el Museo de Arte de São Paulo, que cuenta con uno de los acopios más extraordinarios de Latinoamérica, fue la iniciativa de un privado que confió el proyecto en manos de un especialista y no de un político perteneciente a la élite, bien conectado por su familia y amistades.

De cualquier forma, y en la línea de los eventos aquí recontados, creo estar seguro de que cuando mi abuelo entraba al Club de la Unión estaba más preocupado de enterarse del menú del día, que del privilegio de poder admirar la belleza inconmensurable de la escultura de Matte, cuya ausencia se dejará sentir como otro cráter más en el penoso historial intelectual de la élite económica chilena.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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