Un fantasma recorre este libro y ese fantasma se llama Polonia y reposa sobre los hombros de Krystyna. El narrador tiene la inteligencia para mostrar que Krystyna nunca deja Polonia, o Polonia nunca deja a Krystyna, ya sea volviendo a la infancia ocupada por el horror nazi, o en la esquina de Bilbao con Tomás Moro, donde el lenguaje parco que nunca abandonó, desprovisto de conectores y palabras innecesarias, permite soñar que nunca salimos de la esquina Polonia, donde se juntan a cenar nuestros antepasados.
El proyecto de “Sobre nosotros callaremos” se aleja de los modelos hegemónicos de un campo como la literatura chilena, dominado por la autoficción, la novela breve y un diálogo, ora explícito, ora soterrado, con las fracturas y desgarros de la historia reciente del país.
La novela de Enrique Winter, por el contrario, desborda en extensión (en un formato usual, con páginas más pequeñas, bien podría pasar las 600 páginas), dialoga con la historia de corto, mediano y largo alcance, y en la ambición de comprender (si acaso la literatura tiene el privilegio, o la desgracia, de comprender) la historia de la protagonista, no duda en cruzar el océano, sumergirse en culturas del todo ajenas (por más que el narrador insinúe, alguna vez, que Chile tiene mucho en común con Polonia) y enlazar las heridas de una vida quebrada con las llagas de un continente derrumbado y vuelto a erguirse.
Pudiera parecer entonces que «Sobre nosotros callaremos» se despliega a partir de un propósito claro, que utiliza una estructura acorde al mismo, y que controla con certidumbre suficiente su propia ambición. Saturno, sin embargo, no deja de devorar a sus hijos (y la referencia sebaldiana, tangencial y al pasar, no es casualidad), y hay una tensión interna entre la ambición del proyecto y la fragilidad con que es posible acercarse a él.
Cuando el lenguaje oculta lo que quiere quebrarse.
Frederic Jameson advirtió, con su habitual lucidez, que la estructura o la forma de una oración puede develar, y, al mismo tiempo, ocultar, lógicas profundas de los modos de producción y de nuestra vida en sociedad. No traigo esto a colación como un experto en Jameson, pero en mi itinerario lector su alerta sobre la potencia de la frase como dispositivo de comunicación fue un hito importante. Las discusiones que él ligaba a la estructura de las oraciones, el puro deleite que la forma podía provocar, pasaron más de una vez por mi cabeza mientras leía esta novela.
Una de sus tensiones esenciales se juega, en mi opinión, en la forma en que está narrada. Desde el inicio, cuando el narrador nos atisba la fragilidad y el cansancio de la vida de Krystyna, uno tiene la sensación de que quisiera acercarse a ella con mesura y decoro, con timidez y silencio. Uno (y ese uno puedo ser simplemente yo y, de ahí, nunca mejor usado el singular) quisiera acercarse a ella de a poquito, con respeto a las escoriaciones que, al decir de Cristina Peri Rossi, son las marcas del amor y el desamor que han pasado por la vida.
Sin embargo, el narrador nos quita esa chance desde el inicio, y ahí donde uno le pediría un punto seguido para respirar el narrador regala comas y frases que se extienden, como si quisiera advertir a quien lee que no, que acá, a pesar de las heridas y los dolores y las incipientes demencias de Krystyna, no hay espacio para una conmiseración fácil.
La compasión, quizá nos dice, no puede ser un facilismo. Si se quiere acompañar una vida como esta, herida primero por la precariedad de la vejez en el país del neoliberalismo; desgarrada, sabremos luego, por la catástrofe más grande del siglo XX; dañada, desde siempre, por las múltiples formas de la violencia doméstica, entonces hay que aceptar sumergirse en el vértigo del dolor, y vivir y leer tal como vivió Krystyna: siempre corriendo, siempre huyendo, siempre hacia delante, aunque treinta páginas después ya estemos agotados.
La historia es nuestra y (no siempre) la hacen los pueblos.
Hay, pensaba mientras avanzaba en el libro, una constante en la historia de Krystyna: ya sea en Polonia, en la calle Bilbao, en Alemania o en Algarrobo, la historia la quiso poner siempre del lado de los vencidos y ella logró vencerla, armada de las miles de astucias cotidianas e invisibles que tanto gustaban a Michel de Certeau. La novela, por cierto, no debiese nunca verse en la obligación de justificar el tema elegido ni de argumentar la validez de la trama. Se trata, después de todo, de un juego del lenguaje capaz de sostenerse a sí mismo, con su lógica interna y sus reglas propias.
Sin embargo, y contradiciendo esa premisa, me preguntaba a medida que avanzaba en la lectura, qué justificaba contar la vida de Krystina y Alfons, de sus hermanas/os y de una genealogía que mira todo el tiempo tanto hacia atrás como hacia delante, como si intuyera que el pasado nunca es pasado y que construimos nuestro pasado yendo hacia el futuro. La relación de sangre con el narrador opera como justificación por sí misma. Quizá, también, hay una clave secreta en el anonimato de las miles de vidas que se entrecruzan, como si la novela viniera a decirnos que la gran historia, llena de hombres (blancos) imponentes y fantasías heroicas, descansa siempre los pies de las miles y millones de personas cuya épica fundante es la supervivencia.
Aquí reside, quizá, la voz política más potente de «Sobre nosotros callaremos»: se habla de la gran historia para mostrar que a su paso siempre deja víctimas y que, entonces, hablar de historia no es hablar de los grandes triunfos que luego otros hombres (blancos) escribirán sino de las cientos de historias que se cruzan, tensionan, unen y desesperan para decir, también con el silencio, que el proyecto de un mundo más humano debe nacer siempre entre las ruinas.
Y así, entre otros, el joven militante comunista que celebra los alineamientos de la transición mientras mata las horas en la empresa de construcción, o los soldados norteamericanos que no se privan de miradas lascivas y actos abusadores tras el manto heroico de estar defendiendo la libertad. Sin ese horror, sin ese horror vacui, no habría historia que poder contar. Y eso quizá es lo que el narrador quiere callar, aunque nunca, por cierto, lo calla.
Postales de invierno.
Tuve dificultades para afrontar el último cuarto de la novela, Invierno, por razones que probablemente hablan más de mí como lector que de la novela misma. Invierno, en algún sentido, radicaliza el proyecto de la novela, pero en esa radicalización, creo yo, deja en el camino algo que era constitutivo de esta. Las tres primeras estaciones, tal como la cuarta, no escatimaban en detalles que dieran cuenta de las múltiples capas de tejido que hacían la vida de los protagonistas. Olores, sabores y garabatos eran parte del paisaje narrativo tanto como el amor, los sueños o las sonrisas, y así uno podía sentirse en frente de una cámara dotada de la agilidad suficiente para captar los lugares de dios y del diablo que son los detalles.
La acumulación de detalles tenía, en mi impresión, un sentido de profundidad: se trataba de ir cada vez más hondo en la vida de ciertos personajes clave, como Krystyna y su hijo Enrique y su nieto, sin perder nunca de vista el enorme elenco de personajes secundarios que daban forma a sus vidas: Plinio y Adriana, Alex Vojkovic, un par de amigos que sirven de guías turísticos en Polonia. Tras la descripción ubérrima había siempre un cierto orden en el elenco.
En Invierno, sin embargo, ese orden tambalea y se pierde y la acumulación de detalles pasa a estar al servicio de una genealogía difícil de asir por su magnitud. Ahí donde la cámara antes buscaba profundizar, dispuesta a sumergirse en la oscuridad de la hondura, en Invierno parece más proclive a dispersarse, buscando afuera lo que antes encontraba adentro. Creo que hay un doble movimiento, antes mencionado: por una parte, una radicalización del proyecto emprendido en los primeros tres cuartos del libro, en tanto extiende la apuesta por el detalle biográfico de espaldas a la historia y de frente a la miseria, para mostrar las múltiples genealogías que hacen posible una vida.
Por otra parte, en Invierno hay un abandono de sus predecesores, en tanto la individualización de los personajes cede paso a una dispersión de los rostros, como si el narrador quisiera decirnos que para que una biografía sea posible no bastan solo los esfuerzos que otros hicieron para que la vida germinara, sino los millones de rostros del azar que adquieren un sentido, o una trama, en la ficción.
Un fantasma recorre este libro y ese fantasma se llama Polonia y reposa sobre los hombros de Krystyna. El narrador tiene la inteligencia para mostrar que Krystyna nunca deja Polonia, o Polonia nunca deja a Krystyna, ya sea volviendo a la infancia ocupada por el horror nazi, o en la esquina de Bilbao con Tomás Moro, donde el lenguaje parco que nunca abandonó, desprovisto de conectores y palabras innecesarias, permite soñar que nunca salimos de la esquina Polonia, donde se juntan a cenar nuestros antepasados.