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Malos Aires: Argentina frente al desafío del G-20 y el temor al terrorismo Opinión

Malos Aires: Argentina frente al desafío del G-20 y el temor al terrorismo

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El temor generalizado por un potencial atentado durante la cumbre del G-20 se potencia por la falta de respuestas respecto a los autores ideológicos y materiales de dos de los atentados más significativos que ha sufrido el país, el efectuado contra la Embajada de Israel y la mutual AMIA. Estos puntos de convergencia entre el inconsciente colectivo y el trauma hablan a grandes rasgos de los dilemas que suponen la política internacional y la obsesión por una seguridad de tipo global. En la Edad Media, la vida promedio rondaba por los treinta años. Las personas estaban sujetas a diversas privaciones, como por ejemplo guerras, violencia y hambrunas, no obstante, su seguridad ontológica les permitía vivir sin sobresaltos. Paradójicamente, vivimos más seguros que nuestros ancestros medievales, pero con mayor grado de incertidumbre y angustia.


La cumbre del G-20 (29 y 30 de noviembre de 2018), que hoy desvela a las autoridades argentinas, es un evento global que nuclea a los presidentes de potencias y países emergentes. Buenos Aires, hoy día, se viste de gala para recibir a estas autoridades, aun cuando no con pocos problemas. En los últimos días, corrieron noticias que hablaban de la detención de dos jóvenes supuestamente pertenecientes a Hezbollah. Más allá de la polémica que han despertado las detenciones y la fuerte reacción de la comunidad musulmana en Buenos Aires, se deben hacer algunas consideraciones respecto a las ansiedades y miedos que despierta el terrorismo.  

En primera instancia, cabe destacar que el terrorismo apela siempre a una lógica preventiva, lo cual significa que las detenciones realizadas en estos días no se llevan a cabo por hechos fácticos sino por eventos que muy bien pueden desencadenarse en un futuro cercano. Lo curioso es que, como el pasado no es, los eventos que se intenta reprimir van en contra de la jurisprudencia romana clásica. Ello no es casual, ya que el terrorismo opera sobre una lógica abstracta inscripta en un futuro que interpela –por medio de diferentes discursos– al presente. El peligro, claro está, es que los gobiernos –sin importar su ideología de base– cedan a las demandas populistas o de grupos de presión que persiguen intereses particulares. El segundo aspecto importante versa en lo que Gilbert Achcar ha denominado “conmiseración narcisista”.

Más allá de la complejidad del término, su definición es clara a grandes rasgos. El terrorismo abre las puertas a una solidaridad que es propia del género humano, pero, al hacerlo, fundamenta la dependencia de la periferia respecto a un centro ejemplar. Cuando se perpetraron los ataques aquel fatídico 11 de septiembre, muchos países periféricos –como Argentina– apoyaron incondicionalmente a EE.UU. y sus posteriores incursiones en Oriente Medio. Lo que subyace, aclara Achcar, es la necesidad de sentirse parte de ese “centro ejemplar” sufriente, aun cuando los hechos históricos demuestran lo contrario. Argentina siente la necesidad de insertarse en el mundo incluso cuando es tautológico pensar que ella ya es parte del mundo. No obstante, ese mundo ejemplar al cual se desea entrar conlleva riesgos y pensar que por un momento el país puede ser blanco de ataques terroristas, lleva a las autoridades a pensar la seguridad bajo el prisma de la lente “preventiva”.

[cita tipo=»destaque»] Un aspecto importante versa en lo que Gilbert Achcar ha denominado “conmiseración narcisista”. Más allá de la complejidad del término, su definición es clara a grandes rasgos. El terrorismo abre las puertas a una solidaridad que es propia del género humano, pero, al hacerlo, fundamenta la dependencia de la periferia respecto a un centro ejemplar. Cuando se perpetraron los ataques aquel fatídico 11 de septiembre, muchos países periféricos –como Argentina– apoyaron incondicionalmente a EE.UU. y sus posteriores incursiones en Oriente Medio. Lo que subyace, aclara Achcar, es la necesidad de sentirse parte de ese “centro ejemplar” sufriente, aun cuando los hechos históricos demuestran lo contrario. Argentina siente la necesidad de insertarse en el mundo incluso cuando es tautológico pensar que ella ya es parte del mundo. No obstante, ese mundo ejemplar al cual se desea entrar conlleva riesgos y pensar que por un momento el país puede ser blanco de ataques terroristas, lleva a las autoridades a pensar la seguridad bajo el prisma de la lente “preventiva”.[/cita]

En perspectiva, no menos cierto es que eventos como estos hablan de la hospitalidad del país receptor, y en tanto que ritual de pasaje puede reafirmar o destruir la solidaridad entre las naciones participantes. Ello sucede debido a que Argentina es responsable de la seguridad de los dirigentes a los cuales invita, pero, lo que es más importante, como Estado anfitrión debe velar por que todos los pasos y protocolos se cumplan de una manera “ritualista”. Por recomendación de las autoridades, la ciudad queda desierta, y es por medio del turismo y los feriados que los ciudadanos son excluidos “de la cosa pública” (en latín res publica). Ello sugiere una pregunta por demás particular, ¿es la exclusión una nueva forma de protección?

Protegemos reservas naturales pero excluimos la presencia humana; protegemos a los asistentes a espectáculos de fútbol, pero prohibimos la presencia de “hinchas visitantes”.

En los últimos años, sociólogos y psicólogos han estudiado la relación entre estos megaeventos (los cuales incluyen cumbres políticas, espectáculos deportivos o bodas reales) como la base simbólica de la solidaridad social. El terrorismo, en este sentido, se siente atraído hacia esta clase de eventos por dos motivos principales: la inducción del temor destruye la solidaridad entre los participantes, y si se quiere, la autoridad de los estados-nacionales queda totalmente deslegitimada. El mensaje es claro a grandes rasgos, “no existe Estado ni lugar en la tierra que quede inmune al peligro del terrorismo”. Por ese motivo, el G-20 es para Argentina un evento de resonancia internacional y un gran desafío.

Por último, pero no por eso menos importante, todo sentimiento de terror interpela a un recuerdo traumático reprimido que desde el silencio interroga al mundo de la experiencia. Nuestra angustia, lejos de representar un peligro real, dialoga con el mundo “de lo no dicho”. Lo que no se descubre, lo que no puede nomenclarse queda vedado en forma de tabú. No es extraño observar a ciertos grupos estadounidenses alertar a la población sobre la posibilidad de armas termonucleares en manos terroristas, mas lo que los especialistas enfatizan es que ello es el resultado de una falta de sinceramiento gubernamental y oficial por los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki.

De igual forma, el temor generalizado por un potencial atentado durante la cumbre del G-20 se potencia por la falta de respuestas respecto a los autores ideológicos y materiales de dos de los atentados más significativos que ha sufrido el país, el efectuado contra la Embajada de Israel y la mutual AMIA. Estos puntos de convergencia entre el inconsciente colectivo y el trauma hablan a grandes rasgos de los dilemas que suponen la política internacional y la obsesión por una seguridad de tipo global.

En la Edad Media, la vida promedio rondaba por los treinta años. Las personas estaban sujetas a diversas privaciones, como por ejemplo guerras, violencia y hambrunas, no obstante, su seguridad ontológica les permitía vivir sin sobresaltos. Paradójicamente, vivimos más seguros que nuestros ancestros medievales, pero con mayor grado de incertidumbre y angustia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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