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¿Estamos dispuestos a un nuevo trato? Opinión

¿Estamos dispuestos a un nuevo trato?

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Benito Baranda
Por : Benito Baranda Convencional Constituyente, Distrito 12
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No es fácil, suena desafiante, épico, hasta tiene su hermosura, pero posee esa dureza de los cambios psicológico-culturales, que nos lo pone cuesta arriba. Al anunciar que se luchará «hasta que la dignidad se haga costumbre», no tenemos consciencia cabal de cómo se ha instalado en cada uno de nosotros el trato desigual, prejuicioso y humillante en todos los sentidos de la estructura social. Basta leer algunos de los rayados de Plaza de la Dignidad o los lapidarios juicios que aparecen en las redes, para comprender la dificultad. Ambicionamos dignidad para nosotros, pero humillamos, agredimos y denostamos a los demás.


“Las sociedades más desiguales son disfuncionales”, afirman Richard Wilkinson y Kate Pickett. La expresión de esas desigualdades es multiforme y se van configurando como sólidas barreras que impiden la cohesión social, amplían –además– las inseguridades y crean espacios propicios para el desarrollo de problemas mentales. En particular, esto se ve profundizado en los espacios de mayor segregación residencial, donde generalmente el Estado es un gran ausente y frecuentemente reemplazado por las pandillas del narcotráfico.

¿Estamos dispuestos a construir una nueva manera de vincularnos en la sociedad chilena?

Hablando con un grupo de obreros de la construcción en Punta Arenas, uno de ellos, de 31 años, me consultó si habrá realmente cambios con todo lo que estamos viviendo y en qué debía empeñarse más para que, efectivamente, la sociedad se transformara. Me acerqué y le consulté cómo me consideraba él a mí y me dijo que, a pesar de las diferencias de estudios y económicas, él estaba convencido de que teníamos la misma dignidad. Luego, le pregunté qué pensarían su padre y su abuelo y me respondió que no pensarían lo mismo, ya que ambos se apocarían y se sentirían inferiores frente a una persona como yo. De ese nuevo trato debemos hablar y actuar más hoy, es un cambio de mirada y de relaciones que constituye la antesala de la auténtica construcción de la justicia.

[cita tipo=»destaque»]Ya que por tantos años la «desigualdad e indignidad se hizo costumbre», el romper con ella nos llevará décadas e implicará que las nuevas generaciones «transformen radicalmente su estilo de vida» y logren regular de mejor manera la descontrolada «ansiedad de estatus» que hoy gobierna a nuestras vidas. El desafío de este «nuevo trato» estará en equilibrar de mejor manera el bienestar colectivo con el individual, la libertad personal con la seguridad comunitaria. Es un camino que puede entregarnos mayor dignidad, confianza y justicia, ¿pero estaremos dispuestos a recorrerlo?[/cita]

Chile puede y debe cambiar. Sin embargo, las fuerzas visibles e invisibles de una cultura individualista, íntimamente instalada, son hoy la mayor adversidad para un nuevo trato. Recordemos que la desigualdad se asocia también a una mayor prevalencia de personalidades narcisistas, imponiendo con ello obstáculos más duros para transformarla, ya que están arraigados en la estructura de personalidad de una parte de los miembros de la sociedad y el resto sufre lo indecible por la tiranía que les impone la ansiedad por el estatus.

No es fácil un nuevo trato, suena desafiante, épico, hasta tiene su hermosura, pero posee esa dureza de los cambios psicológico-culturales, que nos lo pone cuesta arriba. Al anunciar que se luchará «hasta que la dignidad se haga costumbre», no tenemos consciencia cabal de cómo se ha instalado en cada uno de nosotros el trato desigual, prejuicioso y humillante en todos los sentidos de la estructura social. Basta leer algunos de los rayados de Plaza de la Dignidad o los lapidarios juicios que aparecen en las redes, para comprender la dificultad. Ambicionamos dignidad para nosotros, pero humillamos, agredimos y denostamos a los demás.

¿Queremos vivir efectivamente juntos, respetándonos y escuchándonos en nuestras diferencias, en el estilo de vida y creencias? ¿Estamos dispuestos a convivir territorialmente junto a los más pobres? ¿Tomamos consciencia de la urgencia de pagar salarios que permitan vivir dignamente? ¿Deseamos efectivamente que las personas tengan pensiones justas o luchamos en lo profundo por nuestros propios intereses, defendiendo ‘nuestros ahorros’? ¿Aceptaríamos una educación y salud de igual calidad, con prestaciones universales, como ocurre en los tan elogiados países que admiramos?

Las preguntas podrían multiplicarse y el fin de poner algunas es provocar la reflexión, la introspección, la discusión y el que, efectivamente, tomemos las medidas para hacer de nuestra sociedad un espacio donde no se humille a las personas. Este será un trabajo arduo, por años abandonamos vastos territorios de nuestras ciudades –allí el Estado ha sido un gran ausente– y además renunciamos a la formación cívica, centramos los esfuerzos en el tener, no en el ser, no le dimos la profundidad que exigen los valores humanistas para impactar nuestras vidas, ni tampoco tuvimos la rigurosidad y el amor para provocar en nuestros hijos e hijas esa «hambre y sed de justicia» que los debería movilizar para construir un país mejor.

Ya que por tantos años la «desigualdad e indignidad se hizo costumbre», el romper con ella nos llevará décadas e implicará que las nuevas generaciones «transformen radicalmente su estilo de vida» y logren regular de mejor manera la descontrolada «ansiedad de estatus» que hoy gobierna a nuestras vidas. El desafío de este «nuevo trato» estará en equilibrar de mejor manera el bienestar colectivo con el individual, la libertad personal con la seguridad comunitaria. Es un camino que puede entregarnos mayor dignidad, confianza y justicia, ¿pero estaremos dispuestos a recorrerlo?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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