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Por qué el conflicto sirio no es mero sectarismo

Hay una larga herencia en la historia siria que deja su rastro de creencias baazistas u otomanas de que todos los pueblos pueden llevarse bien en favor del interés nacional y una seguridad de que por siglos la gente ha podido convivir bien. Pero también hay otra que ha dejado a la sociedad desintegrada y profundamente consciente de la identidad sectaria y abierta debida, al menos en parte, a los mensajes de quienes llaman a una guerra santa.


«No es una nación de árabes», escribió la exploradora y arqueóloga británica Gertrude Bell en 1907. «La nación siria está habitada por razas que hablan árabe y que están deseando apuntarse a la yugular».

Hoy en día cuando se describe el conflicto sirio tiende a calificarse también de sectario y pese a las declaraciones de algunos ideólogos beligerantes, muchos sirios se niegan a aceptar que se defina como una guerra basada en la religión. Entonces, ¿cuál es la realidad?

Entre principios del siglo XVI y 1918, el Imperio Otomano gobernó buena parte del Medio Oriente, incluyendo Siria.

Toleraba a los no musulmanes y acogía ciudades cosmopolitas como Alepo y Damasco, donde los diferentes credos vivían y comerciaban de manera independiente.

De hecho, el Imperio Otomano, que contemplaba mayores impuestos a los no musulmanes, se hizo financieramente dependiente de este sistema multicultural.

Mientras la vida entre los diferentes grupos se desarrollaba felizmente, el sistema otomano creó intrincados esquemas de reglas y restricciones, por ejemplo, sobre dónde vivía cada grupo o quién llevaba a cabo ciertos intercambios comerciales.

Eso produjo un sentido de la identidad altamente desarrollado y se fomentó la separación entre grupos y los matrimonios interraciales, principalmente por los líderes religiosos.

Intrincados órdenes jerárquicos

Con estos complejos órdenes jerárquicos, los miembros de las sectas musulmanas que eran vistos por los líderes sunitas como heréticos -como los drusos, los ismaelitas y los alauitas- estaban peor considerados que la «Gente del Libro», el nombre con el que en el Islam se designa a judíos o cristianos.

El explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt que viajó por Siria entre 1810 y 1812 encontró miembros de estas sectas islámicas viviendo en las sombras, temiendo la muerte y haciendo como que eran sunitas ya que sabían que «en ningún caso los paganos serían tolerados».

Burckhardt se dio cuenta de que también había diferencias similares y violentas entre la comunidad cristiana, concretamente entre los seguidores del catolicismo, y de la iglesia ortodoxa griega.

El explorador describió el fenómeno como un «sistema de intolerancia en el que los gobernadores turcos reían porque continuamente sacaban ganancias de él».

Las últimas décadas del Imperio Otomano estuvieron marcadas por una creciente inestabilidad e incertidumbre. Mientras algunas partes del imperio se independizaban, los poderes occidentales se implicaban reclamando ser los protectores de los derechos de las minorías.

En 1860, disturbios anticristianos dejaron 8.000 muertos en Damasco.

«Todos contra todos»

Cuando el ejército británico conquistó Siria en 1918, las luchas de poder entre los diferentes grupos se recrudecieron. El general Edmund Allenby escribió desde Damasco: «Todas las naciones y las potenciales naciones y todos los grupos religiosos y políticos estaban levantados contra los otros».

Estas tensiones fueron gestionadas en cierta medida por los franceses que gobernaron Siria entre las dos guerras mundiales con un sistema de divisiones y reglas que tenía una importante diferencia con el de los otomanos. Conscientes de que la mayoría sunita era de muchas formas el grupo más violento y difícil, los franceses los trataron de controlar promocionando a las minorías en el ejército y las fuerzas de seguridad.

Cuando en la Siria de la posguerra, el régimen militar tumbó a los gobiernos civiles nacionalistas en 1963, los cristianos, drusos y alauitas ocupaban muchos de los principales cargos militares.

Entonces, la ideología panárabe, socialista y secular del Partido Baaz (el Partido del Renacimiento Árabe Socialista) era muy importante entre los cuerpos de oficiales y dio más poder a las minorías.

Mientras la ideología antisectaria se convirtió en una plataforma central del Partido Baaz las facciones internas no podían escapar del sentido de identidad y de hacer un recuento de quién se alineaba con quién.

En 1966, por ejemplo, un druso que salió perdedor en una lucha de poder en el ejército, se quejó de que los alauitas estaban tomando el poder haciendo notar que «el espíritu sectario se esparcía de manera vergonzosa en Siria, particularmente en el ejército, a través del nombramiento de oficiales e incluso en los reclutamientos».

Los Asad, gobierno de la minoría alauita

Hafez al Asad, el padre del actual presidente Bashar al Asad, salió victorioso de esas luchas de poder en 1970 y gradualmente consiguió reprimir a sus rivales y hacer una purga de disidentes.

Pese a que se convirtió en el primer presidente alauita de Siria y puso a muchos de los miembros de esta secta en posiciones claves, Hafez al Asad quiso mostrar que su régimen no era sectario: algunos de los que había derrotado eran también alauitas y algunos de sus seguidores, como el clan de los Tlass, eran sunitas o de otras minorías no alauitas.

Incluso hoy, el gobierno de Bashar al Asad trata de evitar el lenguaje sectario pese a que la salida de partidarios clave como la familia Tlass le ha hecho más dependiente de los alauitas y otros grupos.

Los intentos del gobierno de Damasco de culpar a «terroristas extranjeros» y a al Qaeda de las dificultades del país recuerda a oposición de largo plazo a la ideología militante sunita.

En 1982, el régimen reprimió una rebelión de la Hermandad Musulmana en la ciudad de Hama que dejó unos 20.000 muertos. Aunque se presentó oficialmente como una batalla contra el extremismo que puso en peligro el multiculturalismo del país, fue visto por muchos como un intento de impedir que la mayoría sunita decidiera el futuro de Siria y, de hecho, así es cómo muchos miembros del grupo ven la actual campaña de represión.

Apoyos del exterior

Mientras se intensifica la violencia en Siria, ambas partes -gobierno y rebeldes- han conseguido apoyo del exterior y han puesto el conflicto en un contexto mayor que el enfrentamiento entre sunitas y chiítas.

El líder de la milicia chíita Hezbolá en Líbano, Sheij Hassan Nasrallá, tratando de justificar la entrada de sus combatientes al conflicto arremetió contra los grupos «takfiri», un término para los yihadistas sunitas que, como los otomanos que gobernaron el país en siglos pasados, ven a los chiítas y alauitas como herejes a los que eliminar.

El influyente clérigo egipcio sunita Sheij Yusuf al-Qaradawi, respondió a esto haciendo un llamado hace recientemente a una guerra santa contra Hezbolá y los intereses iraníes en Siria. Aseguró que es deber de todo sunita luchar.

Al ver videos de la toma de Qusair esta semana, es interesante comprobar cómo este lenguaje de guerra sagrada -que se percibe desde fuera- ha llegado a los soldados sirios de a pie.

Los combatientes sunitas opositores, tomando una posición impulsada por quien creen que son combatientes chiítas libaneses, se refieren en numerosas ocasiones al «Partido de Satán», un juego de palabras sobre Hezbolá que quiere decir «Partido de Dios».

Incluso en este nefasto momento, los opositores sirios me hablan de cristianos o alauitas y rechazan enfáticamente la etiqueta de sunitas yihadistas.

Por otra parte, los seguidores del gobierno reparan en la presencia de no alauitas en los altos estratos del régimen. Mientras tanto, cada uno de ellos trata de acusar a sus oponentes con etiquetas sectarias.

Hay una larga herencia en la historia siria que deja su rastro de creencias baazistas u otomanas de que todos los pueblos pueden llevarse bien en favor del interés nacional y una seguridad de que por siglos la gente ha podido convivir bien.

Pero también hay otra herencia que ha dejado a la sociedad desintegrada y profundamente consciente de la identidad sectaria y abierta debida, al menos en parte, a los mensajes de quienes llaman a una guerra santa.

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