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La vigencia de Octavio Paz


La primera vez que vi a Octavio Paz fue en 1981, en su casa del Paseo de la Reforma, en Ciudad de México. En ese momento conversamos sobre lo que a todos nos afligía en la época: unas dictaduras a las que no se les veía fin, una América Latina deprimida que se africanizaba cada día más, una gente que en medio del dolor se le comenzaba a endurecer la piel, y una niñez, juventud de hoy, que crecía al alero de una ideología de lo efímero.



Paz, ante esta situación, era por una parte escéptico y por otra mantenía un prudente optimismo. Según él pasarían muchos años antes de la recuperación, y lo que vendría, aunque tardara, sería nuevo y limpio de ciertos lastres del pasado, lo que permitiría que América Latina renaciera al mundo con una posición si no mejorada, más auténtica.



La segunda vez que lo vi fue en 1991, en el hotel Lutetia de París. Juntarnos había sido una odisea. Literalmente tuve que perseguirlo a través de una seguidilla de pistas que él mismo me dejaba, como un niño travieso. Primero México, después Madrid, luego Estocolmo; un llamado secreto desde Cuba a gritos por el único teléfono de discado directo que pude conseguir en La Habana, y al final París.



Allí hubo que seguir otras pistas menores hasta que nos encontramos frente a frente en un salón del hotel. Ibamos a conversar dos horas para un libro que yo hacía sobre América Latina: afortunadamente fueron diez.



Hablamos sobre si América Latina era un invento literario, juego que habrían comenzado nuestros caudillos-escritores-militares-políticos, como Bolívar, Sarmiento, Martí o Rodó. También sobre si nuestra modernidad sería acaso ficticia. El mismo Paz había sido uno de los primeros, por los años ’60, en señalar el crepúsculo de la idea del progreso y el fin del futuro como idea rectora de nuestra civilización.



Paz pensaba que para hablar de modernidad en América Latina había que pensar primero en sus orígenes. Me decía que los nómadas que poblaban las llanuras de lo que es ahora Argentina y Chile no tenían noticia ni conocimiento de las tribus que habitaban el Amazonas y menos aún de las altas culturas de Perú, Bolivia y México. Me contó que las civilizaciones más desarrolladas de América, la mesoamericana y la incaica, no se conocían entre ellas. América se constituiría sólo como una unidad histórica bajo la dominación de las coronas de España y Portugal.



Para Paz esto era fundamental: no podríamos entender nuestra historia si no entendíamos que nuestro pasado indio y español aún está vivo y que la modernidad no nació de ese pasado, sino que tuvo que forjarse en contra de él.



Me hizo ver que España y Portugal representaban en el siglo 16 una versión muy singular de Occidente. Por una parte inauguraban la modernidad con los viajes de exploración, los descubrimientos y las conquistas, e iniciaban la expansión de Europa, uno de los hechos decisivos de la modernidad; pero, por otra, un poco más tarde, se cerraban a Europa y a la modernidad con la Contrarreforma.



Esto permitía entender, según Paz, la gran oposición que divide hasta hoy a la América española y portuguesa de la angloamericana. La nuestra tiene un concepto jerárquico de la sociedad y su actitud frente a la modernidad naciente ha sido siempre polémica. La América sajona nació con los valores de la Reforma y del libre examen, profesando desde un comienzo una especie de democracia religiosa -antipapista, antirromana, según él- que la identificó plenamente con la modernidad que comenzaba.



Para Paz, entender esto era comenzar a comprender nuestra historia, porque los intelectuales que participaron en la independencia adoptaron las ideas del liberalismo francés, inglés y norteamericano, y se propusieron establecer en nuestras tierras repúblicas democráticas. Sin embargo, esas ideas democráticas no habían sido pensadas para la realidad hispanoamericana ni tampoco adaptadas a las necesidades y tradiciones de nuestros pueblos.



Así había comenzado, en palabras de Paz, el reinado de la inautenticidad y la mentira: fachadas democráticas modernas y, tras ellas, realidades arcaicas. La historia se habría vuelto un baile de máscaras.



Del liberalismo pensaba que podía ser un antídoto contra las ideologías y los sistemas autoritarios. Pero el nuestro, el latinoamericano, no podía ser el mismo del siglo 19. Me dijo: «si pensamos en la libertad, la igualdad y la fraternidad, vemos que la libertad tiende a convertirse en tiranía sobre los otros; por lo tanto, tiene que tener un límite. La igualdad, por su parte, es un ideal inalcanzable, a no ser que se aplique por la fuerza, lo que implica despotismo. El puente entre ambas es la fraternidad, la gran ausente en las sociedades democráticas capitalistas. La fraternidad es el valor que nos hace falta, el eje de una sociedad mejor.»



Creía que el remedio para los males de nuestras sociedades no era únicamente el mercado sino la democracia real extendida a todos los órdenes: el económico, el político y el social.



Algo que también me quedo claro, después de conversar con él esas diez horas, fue que un instante puede ser una ventana infinita hacia el conocimiento de uno mismo y de su circunstancia.



Hoy, a la vista de los resultados y cuando el liberalismo económico se desploma en todo el continente y los gobiernos democráticos han sido menos de lo que esperábamos, debemos recordar a Octavio Paz: quizá entendamos mejor por qué todo anda por ahí a la deriva.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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