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Sectas y sectarios


¿Escribí esto ya una vez? Si fue así es porque, seguramente, en esa ocasión también escuché a Humberto Lagos despotricar contra las sectas, lo que bastó para que me irritara. Como ahora.



Es que de nuevo se ha puesto de moda el tema. Y de nuevo han reaparecido con su dedo acusador el senador Alberto Espina y, sobre todo, ese señor barbado que ha sido elevado a la categoría de experto en el tema: Lagos, Humberto, asesor de gobierno o funcionario de gobierno -que da igual- que vive de darle vueltas a la misma manilla.



De tanto repetir la misma palabrería, los expertos tienden, a su vez, a convertirse en una propia secta: por su rigidez, por participar de una suerte de verdad revelada, por sus invocaciones apocalípticas, por su intolerancia a aceptar otras expresiones de la superstición (o la búsqueda de la trascendencia, concedamos) que no sean las ya legitimadas.



El miedo a la libertad también ha alcanzado ese espacio íntimo de la conciencia. Por eso es improcedente la pregunta sobre religión en el censo. ¿Qué tiene que meterse el Estado en lo que uno crea o no crea en cosas de ese tipo? Si el Estado laico significa que da igual si se profesa o no una religión y que si lo segundo ocurre, da lo mismo cuál ¿a pito de qué se mete a escudriñar en ese ámbito? ¿Con qué derecho?



Pero, es evidente, no vivimos en una sociedad laica. Lagos y Espina (y tantos otros), de tanto darle al bombo, afianzan su propia secta, la de los buenos para poner el grito en el cielo. Y de tan embalados no hacen la distinción básica que permite tratar decentemente el tema: a un grupo de individuos no se les puede acusar por lo que creen. Sí se les puede perseguir por lo que hacen, independientemente que invoquen para ello argumentos escatológicos o simples payasadas.



En el fondo, todo se solucionaría si habláramos simplemente de delitos. ¿Qué tales individuos trafican droga, profanan sepulcros, secuestran niños, violan a menores? Se hace un juicio y se condena (y en el caso de los sacerdotes pedófilos, por ejemplo, las iglesias no deberían quitarlos de la justicia de los hombres, la de nuestros tribunales, para someterlos a sus caritativos tribunales).



Que, además, ciertos sujetos crean en la divinidad de tal o cual texto, en cierta figura que tira rayos y escupe fuego, en la glorificación de las cartas del Tarot, no tiene importancia. Los ritos, en cuanto tales, no pueden ser sancionados a menos que en sí constituyan delitos. Y si adoran a Satanás, personaje de literatura, eso ya es asunto de ellos, como si mañana surgiera otro grupo que, de verdad, sostuviera que la trascendencia está expresada en la luminosidad de las ampolletas de 100 watt, o en la práctica de ciertos ejercicios gimnásticos.



Y, por cierto, está el tema de los menores. Los adultos son libres de hacer lo que se les dé la gana. ¿Por qué prohibirles su técnica o receta para alcanzar estados de satisfacción interior? Distinto es el caso de menores de edad forzados a cualquiera de esos trámites.



Humberto Lagos, por ejemplo, se indignaría si se llegara a decir que la iglesia evangélica es una secta. ¿Pero no fueron, en sus orígenes, todas las religiones expresión de una secta? Mientras no haya delitos no hay problemas.



Lo inaceptable, entonces, es que se esgrima el argumento, para atacar a las sectas, que tienen creencias erradas, que adoran a fetiches o falsos dioses. Esa descalificación puede ser válida para cualquier religión. Eso no es más que propaganda religiosa, campaña de descrédito en el amplio mercado de las supersticiones donde nadie puede pretender exhibir certificados de garantía. En ese terreno sólo reina la duda.



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