Publicidad

Encumbrando volantines


La televisión chilena es mala, aburrida, ignorante y tendenciosa. Nos obliga a interesarnos en los frígidos noviazgos de la farándula y en los epítetos que se lanza gente deleznable. Da tribuna y categoría de líderes de opinión, a seres extraños, totalmente ajenos a una concepción elemental de humanidad. Pero lo más grave es que no nos informa y permanecemos en nuestra isla del fin del mundo ignorando lo que sucede a metros de nuestra cordillera, la que nos aísla y legitima nuestra soberbia.



Con esta televisión, y diarios que reiteran el concentrado y estrecho mundo que unos pocos deciden mostrarnos, los chilenos opinamos. Sobre nuestra política exterior, porque no nos gusta el histrionismo de Chávez o, contra Evo, porque creemos que los indígenas son inferiores. Nos creemos la pomada de que entramos a las Ligas Mayores con el TLC con EEUU y reclamamos contra la delincuencia, porque en ella, y en los latrocinios de los operadores políticos, se concentran los noticieros que nos orientan.



Creemos que sabemos lo que pasa en Irak, en Afganistán y la situación de los derechos humanos y laborales en China, pero, en realidad, vivimos en la más completa ignorancia de lo que hacen en el Siglo XXI la represión y la guerra en el mundo.



Sentí con fuerza estas certezas, mientras leía la novela maravillosa y dantesca, del afgano, Khaled Hosseini, publicada en EEUU en 2003: «The Kite Runner». «El Encumbrador de Volantines» nos ofrece una crónica sencilla de la destrucción de una forma de vida, sin ninguna razón, nada más que por los intereses de las llamadas grandes potencias que perpetúan sus aberraciones en la impunidad. Hosseini nos muestra con dolor y ternura los crímenes de los diferentes invasores y la destrucción de generaciones completas de niños violados, vejados y asesinados.



Y todo comenzó con la invasión de la que yo alguna vez creí era la primera sociedad libre dirigida por obreros y campesinos. La primera «dictadura del proletariado», que ingenuamente muchos jóvenes imaginábamos diferente y humana, porque defendía a las grandes mayorías y sólo canalizaba la justa violencia de los oprimidos contra los culpables de la miseria de los pueblos. Apoyábamos por eso a la Unión Soviética, porque en esa «sociedad sin clases» cada cual recibiría según su necesidad y entregaría según su capacidad y donde nunca más habría esclavos ni hambrientos. Lo creí sólo hasta la invasión a Checoslovaquia en 1968, y ahí me di cuenta que ni la primera sociedad obrera del mundo tenía derecho a invadir a nadie, en nombre de nada. Luego comprendí cuán equivocados estábamos, que el stalinismo no había sido un error, sino que era intrínseco al modelo y que ninguna dictadura era digna del ser humano, fuera en nombre del proletariado, de la modernización o contra el comunismo.



Es por eso que Khaled Hosseini me conmovió mucho más. Me sentí culpable de haber apoyado alguna vez a invasores, dictadores y asesinos, sentí vergüenza de mi antiguo desconocimiento de la realidad y de ser incapaz ahora de hacer algo contra la consolidación de la sociedad de la ignorancia que se construye en Chile.



La mayoría de los chilenos no sabemos que Afganistán era un hermoso país hasta la invasión soviética, donde convivían diferentes etnias como los Pashtuns, Tajiks, Hazara, Aimak, Uzbeks y Turkmen. Donde podía haber muchas injusticias en una sociedad de castas, pero donde los niños encumbraban volantines y los afganos eran dueños de sus propios destinos.



Ignoramos que todo ello terminó cuando la Unión Soviética invadió y bombardeó el país para apoyar el golpe militar de un grupo de oficiales que estableció el régimen de Mohamed Taraki en 1978. Que se mantuvieron durante más de 10 años destruyendo y matando, creando miles de refugiados, desplazados y huérfanos. Que para 1982 cinco millones de afganos habían huido del país y que EEUU financiaba a personajes como Osama Bin Laden para apoyar militarmente la lucha contra la invasión. Así, cuando por fin en 1989 Gorbachov decide abandonar el «Vietnam soviético», en Afganistán sólo reinaba la desolación, la muerte y la guerrilla entre diferentes grupos locales. Todo ello fue lo que permitió la toma del poder por el Talibán en 1996.



Los afganos pensaron que su calvario terminaba con el Gobierno de los Talibán (1) pero éstos, bajo la dirección de Mullah Muhammad Omar, erigiéndose como los «soldados de Dios», continuaron la matanza, la represión y la guerra contra el que se atrevía a oponérsele. El Talibán prohibió la TV, la música, comunicarse vía Internet e incluso encumbrar volantines, deporte nacional hasta la invasión soviética. Los hombres debían usar barba y orar cinco veces al día y se prohibió a las mujeres asistir a la escuela, trabajar fuera de la casa y salir de éstas sin un pariente masculino. La que no cumplía era golpeada o ejecutada por funcionarios del Ministerio de Protección de la Virtud y Prevención del Vicio. Una mujer sorprendida con las uñas pintadas corría el riesgo de que sus dedos fueran cortados. Las ejecuciones y lapidaciones se hacían en lugares públicos, preferentemente en los intermedios de los espectáculos deportivos en los Estadios. Al mismo tiempo, el Talibán profitaba del contrabando de los cultivos de opio y de la vida de los afganos.



Khaled Hosseini nos relata algunas de las hazañas del representante del Talibán en el pueblo del protagonista de su historia. Antiguo niño bien, racista y pronazi, realizaba directamente las ejecuciones y a cambio de raciones de alimentos usaba a los niños del orfanato local para sus placeres.



La feroz represión no logró terminar la guerra civil, tampoco mejoraron las condiciones de vida en las ciudades. En ellas disminuyó aún más el acceso a los alimentos, al agua potable y al empleo. La sequía y dureza del invierno del 2000-2001 intensificó la hambruna y la huída de afganos a Pakistán. En 2001, debido al atentado a las Torres Gemelas, los EEUU comenzaron a bombardear los sitios militares forzando a la entrega de su antiguo aliado Osama Bin Laden, con lo que El Talibán finalmente perdió Kabul. En dos meses fue completamente derrotado. El 22 de diciembre, Hamid Karzai, lider tribal afgano, juró como Presidente interino y, en enero del 2002, los lideres Talibán reconocieron su gobierno.



Aún en 2006, el Talibán sigue rebelándose y financiándose con el tráfico de drogas. La región sigue bajo estricto control militar con tropas afganas y norteamericanas, y desde agosto del 2006 con tropas de la OTAN que apoyan a los EEUU. Es decir, desde 1978 hasta ahora, por casi 30 años, el país ha sido invadido y masacrado por diversas fuerzas que se han sentido con el derecho a hacerlo.



Nadie ha ganado nada, salvo la industria trasnacional de la guerra y de la muerte, la que fabrica armas y misiles y que nos enseña a que tal o cual país, etnia o raza, nos amenaza con guerras bioquímicas, bacteriológicas o atómicas. La que nos aterra con el miedo al vecino, al diferente o al que discrepa para que aplaudamos y avalemos, para que incluso financiemos, sus horrores.



No sabemos si alguna vez los niños encumbrarán nuevamente volantines en Kabul, tampoco sabemos si algún día en Chile se abrirán las grandes alamedas para que pase el hombre libre, sólo sabemos que debemos informarnos. Que en la actualidad existen los medios, que está en nuestras manos no rendirnos y hundirnos definitivamente en el oscurantismo y en la estupidez.



Es nuestra obligación saber la verdad, porque es lo único que podemos entregarles a las nuevas generaciones que tienen sobre sus hombros la tremenda responsabilidad de algún día ser libres.



(1) El Taliban era uno de los grupos de los mujahidines («guerreros santos» o «freedom fighters») , formados durante la guerra contra la ocupación soviética.



__________



Patricia Santa Lucía. Periodista.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias