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¿Quién quiere ser progresista? Digo, en serio

Eduardo Letelier
Por : Eduardo Letelier Economista. Director de CET SUR.
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Por lo regular la opción progresista queda banalizada, en el mejor de los casos, como retórica ilustrada. Cuando no, como el simple y viejo populismo de las prebendas, subsidios y bonos.


Un tema recurrente de la agenda denominada progresista, más allá de sus logros concretos, ha sido el de los derechos de los(as) trabajadores(as). Sin embargo, al desmenuzar esta agenda nos encontramos con una serie de opciones estratégicas que deben ser debatidas y aclaradas para poder caracterizar en qué sentido estamos ante una efectiva agenda progresista o bien, ante un mero cantinfleo.

El mismo ejercicio se podría hacer en relación a otras temáticas igualmente colocadas bajo este rótulo, como la educación pública, el cuidado del medio ambiente o los derechos de los pueblos indígenas.

Sospecho que mientras no se hagan estos debates en profundidad, el progresismo no dejará de ser una evocación nostálgica de un reformismo que en otros contextos históricos y políticos, mostró su propia efectividad. Veamos.

[cita]Por lo regular la opción progresista queda banalizada, en el mejor de los casos, como retórica ilustrada. Cuando no, como el simple y viejo populismo de las prebendas, subsidios y bonos.[/cita]

Impulsar reformas laborales que fortalezcan los derechos de los trabajadores significa, por un lado mejorar su poder de negociación y, por la vía de mayores salarios, su participación en la distribución del ingreso. Pero esto no sólo reduce la tasa de ganancia del capital sino también expone a sus dueños a perder en la competencia global, con China como un referente principal de costos salariales. De hecho, factores más o menos, los flujos principales de capital tienden a fluir hacia donde pueda explotar mano de obra más barata. Entonces, una de tres, o nos negamos a comprar bienes manufacturados al valor del salario chino; o bien intervenimos el mercado de capitales para reducir el flujo hacia el exterior o, finalmente, nos concentramos en producir aquellas cosas donde tengamos alguna ventaja.

Lo primero significaría enfrentarse a una serie de tratados comerciales inspirados en la utopía del libre comercio y que los países del Norte nos predican a la par de practicar a rajatabla el proteccionismo de sus industrias. Lo segundo implicaría abordar medidas como la estatización de las AFP, la imposición de controles a los flujos de capitales o la acción directa del Estado en el mercado financiero. Es decir, intervenir en el corazón de los grupos económicos chilenos, forzando su orientación hacia el desarrollo productivo. Aquí también existe la alternativa de dotar al Estado de una política industrial, en cuyo marco se facilite el desarrollo de una banca de fomento orientada hacia el potenciamiento del sector productivo. Sin embargo, todo esto implicaría abandonar los mismos tratados comerciales suscritos que nos imponen, entre otras cosas, limitaciones al uso de las compras públicas como instrumentos de fomento y a la entrega discrecional de subsidios a sectores o actores productivos determinados. Cláusulas impuestas en la idea de que una transnacional tiene el mismo derecho a competir que una PYME por los recursos públicos.

Dejando entre paréntesis estos caminos, nos quedaría entonces la posibilidad de concentrarnos en producir aquellas cosas donde la naturaleza y una cierta trayectoria histórica de emprendimiento estatal nos ha dado alguna ventaja. Se trata de los recursos naturales (cobre, celulosa, salmones). Pero una economía exportadora de recursos naturales en manos privadas –se sabe- tiende a contar con un tejido productivo basado en enclaves de alta productividad, pero que no necesariamente generan empleo y demanda de bienes y servicios hacia el resto de la economía. Adicionalmente, algunos recursos naturales tienen un carácter no renovable, lo que obliga a preveer qué se hará al momento en que se agoten.

Bajo este escenario entonces, que es el caso chileno, se debería: i) fortalecer los derechos de los trabajadores para que puedan negociar de mejor modo su participación en los enclaves de alta productividad, como en Nueva Zelanda; ii) generar una política industrial que permita producir equipos y bienes de capital necesarios para la industria de recursos naturales, siguiendo a Suecia; iii) contar con una política comercial activa que proteja a este sector industrial, al estilo de EE.UU.; iv) contar con una política de integración regional de largo plazo que fomente la interdependencia con países vecinos, como lo hizo la Unión Europea; v) estatizar los recursos naturales no renovables, colocando un royalty que permita financiar el proceso de industrialización, al estilo de Japón; v) a propósito de financiamiento, estatizar los fondos de pensiones y reorientar tal flujo de recursos hacia la inversión productiva en el país, creando una verdadera banca de fomento, como la que existe en los distritos de pequeñas empresas del norte de Italia; vi) estatizar los bienes nacionales de uso público (agua, subsuelo, costas, etc.), posibilitando una planificación democrática, sustentable e intercultural de sus usos, al estilo de Canadá, de modo de que el proceso de industrialización no termine colapsando ecológicamente o bien, aniquilando culturas para instalar economías; vii) a propósito de la misma democracia, fortalecer la acción ciudadana y la autonomía de gobiernos locales y regionales, para decidir y gobernar estos procesos de transformación social, al estilo de Holanda; viii) en función de lo mismo, poner en manos de esta ciudadanía y gobiernos locales y regionales, la salud, la educación y los medios de comunicación, como instrumentos de equidad, interculturalidad y desarrollo, como en Finlandia.

Cito estos países referentes no por siutiquería, sino porque regularmente muchos que se denominan progresistas los emplean como tales. Sin embargo, como no hay seriedad en asumir las implicancias de estas referencias, ni desde el punto de vista de alimentar el debate ciudadano, ni de construir actorías sociales y políticas capaces de impulsar estas reformas, ni de asumir que afectarán intereses creados bien concretos, por lo regular la opción progresista queda banalizada, en el mejor de los casos, como retórica ilustrada. Cuando no, como el simple y viejo populismo de las prebendas, subsidios y bonos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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