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¿Espías rusos? ¡Uff, qué raro!


El gobierno americano captura a una decena de personas y las acusa de espionaje. Dentro y fuera de Estados Unidos, el rango de reacciones va de la suspicacia a la burla y del escepticismo a la ironía. Luego se descubre que entre los once capturados están una periodista peruana y su esposo, un uruguayo que vivió varios años en Lima trabajando como fotógrafo de prensa. En el Perú, algunos la defienden a ella, Vicky Peláez; otros defienden al esposo, Juan Lázaro.

Leo en Facebook: «no me van a decir que Lázaro era espía, qué idiotez». También leo: «Estos gringos idiotas quieren inventarse otra Guerra Fría». Y finalmente leo: «¿Espías? Parece que alguien en la CIA está leyendo muchas novelas». La suspicacia crece y se multiplica y todo el asunto es mayoritariamente considerado un golpe bajo del gobierno americano que ha acusado de cualquier cosa a una aguerrida periodista de izquierda y a su pareja.

Curiosamente, parte de la prensa americana responde en un tono parecido (incluso John Stewart, el comediante, normalmente mucho más sutil): la CIA está haciendo el ridículo, dicen, el gobierno de Obama está haciendo el ridículo. Una de las espías, Anna Chapman, una pelirroja con pinta de modelo publicitaria, se vuelve célebre de la noche a la mañana. En Rusia, su madre tiene que declarar ante la prensa que su hija «no es una Mata Hari».

Los más piadosos suponen que aquí «pasa algo raro». Y poco después, en verdad pasa algo raro: según los cables, Juan Lázaro, el esposo de Vicky Peláez, ha confesado: ha dicho que su nombre real no es ése (en verdad se llama Mikhail Vasenkov), que no tiene nacionalidad peruana, que no nació en Uruguay, sino en Rusia. En suma, que la mayor parte de su vida en los últimos treina años (él era fotógrafo político asignado a Palacio de Gobierno en el segundo periodo de Belaunde: ver foto) ha sido una ficción, la construcción de una pantalla.

Los suspicaces, que siempre creen saber más que dios y que el demonio, reaccionan: quién sabe, dicen, cómo habrán hecho los americanos para obtener esa supuesta confesión. Pero de pronto, llega una noticia más: Rusia ha aceptado hacer un canje de espías presos con Estados Unidos. No hay mucho más que discutir: a través de sus abogados, oficial y legalmente, ante la corte, los presos se declaran culpables de conspiración y de ser «agentes extranjeros no declarados ante el gobierno americano».

Y entonces resulta que los espías no son un espejismo surreal de la Guerra Fría, no son producto de la imaginación excesiva de un funcionario, no son una invención del gobierno americano. Simplemente, son agentes a sueldo del gobierno ruso, pagados para transmitir información confidencial ajena dentro de un juego de observación e investigación que subsiste, complejamente organizado, desde hace muchas décadas (si los rusos aceptan el canje es porque, en efecto, también hay espías al servicio de Estados Unidos encarcelados en Rusia).

Vicky Peláez se ha declarado culpable de los cargos. El cable de AP lo resume así:

«“Mi nombre es Vicky Peláez. Yo formo parte de esta confabulación. Por indicación de mi esposo, viajé a Perú y me encontré con un señor de la Federación Rusa a sabiendas”, afirmó ante la corte. Peláez dijo que trajo un paquete de dinero a Estados Unidos. La prominente columnista de El Diario-La Prensa indicó también que llevó una carta escrita con tinta invisible a los agentes».

Parece que los que pusieron su mano en el fuego por la inocencia de Vicky Peláez se quemaron. Tras su confesión, el único cargo adicional que se le puede levantar ahora es el de estupidez agravada: de todos los implicados, ella es la única sin fachada alguna, la única que no recibió entrenamiento, la única que expresó públicamente y muchas veces su odio infinito contra los Estados Unidos, a pesar de haber asumido la nacionalidad de este país. Y también la única que ha admitido, ahora, que los rusos le acaban de ofrecer dos mil dólares mensuales de por vida, casa en Rusia, pagar los costos de su viaje, etc.

Entonces resulta que a Vicky Peláez no la expulsan de Estados Unidos por ser una aguerrida periodista de izquierda, ni por llamar al gobierno americano «tiranía», tal como ha hecho, ni por comparar a Fidel Castro con Jesucristo y con Mahoma, como ha hecho, ni por ser el vestigio más anacrónico de la izquierda dinosáurica de los sesentas. La expulsan por espía.

Y eso era. Y ahora muchos tienen que morderse la lengua o hacerse los locos y mirar para otro lado u olvidarse del tema. Porque a veces la pura suspicacia quiere pasar por inteligencia, las teorías de la conspiración quieren reemplazar a la realidad (o a otras teorías que sí tienen fundamento) y los aguerridos luchadores revolucionarios reciben dinero de oscuras dictaduras de derecha levemente maquilladas de democracia, como la rusa, que le pagaba a Juan Lázaro y para la cual colaboraba nuestra compatriota.

Porque, como vengo diciendo desde hace varios posts, una parte de la izquierda latinoamericana ha perdido la brújula y cree que conspirar contra Estados Unidos, por ejemplo, es un deber que hay que cumplir sin que importen ni los principios más elementales ni la mínima consecuencia ideológica o ética.

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