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¡Salud por la Constitución!

Claudio Fuentes S.
Por : Claudio Fuentes S. Profesor Escuela Ciencia Política, Universidad Diego Portales. Investigador asociado del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR)
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Una de las peculiaridades del sistema político chileno es que precisamente sus constituciones más duraderas (1833, 1925, 1980) han sido fruto de un acuerdo político de una pequeña minoría. Las reglas del juego en Chile siempre han sido impuestas desde arriba y de ahí que es altamente probable que no exista lealtad con algo que no es propio ni se percibe como tal.


La ley es un papel escrito y usualmente plagado de formalismos. El contenido de la Constitución, en cambio, establece un marco de deberes y derechos que, en una sociedad libre y democrática, uno debiese sentirse llamado a defender.

Hoy, muy probablemente solo un pequeño puñado de chilenos y chilenas estaría dispuesto a dar su vida por defender la Constitución. No tenemos lealtad constitucional, como el constitucionalista Fernando Atria ha advertido. No nos sentimos interpelados por los principios que se manifiestan allí.  La explicación más fácil a este problema sería el pecado de origen. La Constitución de 1980 -reformada y vuelta a reformar- se estableció en dictadura. De hecho, pertenecemos a un muy reducido club de países que no ha establecido su marco constitucional en un contexto de libertades democráticas.

Sin embargo, esta situación parece tener un inicio anterior. Una de las peculiaridades del sistema político chileno es que precisamente sus constituciones más duraderas (1833, 1925, 1980) han sido fruto de un acuerdo político de una pequeña minoría. Las reglas del juego en Chile siempre han sido impuestas desde arriba  y de ahí que es altamente probable que no exista lealtad con algo que no es propio ni se percibe como tal.

El diseño constitucional ha plasmado el ideal de los victoriosos -no podría ser de otra forma. Un Estado unitario y centralista. Un Ejecutivo fuerte, que se impone a otros poderes mediante la designación de personal de confianza sin consulta, el control de la agenda legislativa y el poder de veto, entre otros.  La historia de Chile no es otra cosa que un persistente intento por quitarle poderes a un Presidente vigoroso.

[cita]Pese a que en el mes de la patria nos veamos inundados por un espíritu patriótico con olor a empanadas y vino tinto, con banderas y bandas militares, el arreglo social esencial -aquel que organiza la distribución del poder- sigue fallando.[/cita]

Pero resulta justo preguntarse ¿importa la lealtad constitucional? ¿Importa sentirse comprometido con un arreglo político? La verdad es que sí importa. Una elite que no se siente comprometida a respetar ciertas cláusulas constitucionales abre camino a la incertidumbre. Las normas no son otra cosa que la búsqueda por reducir la incertidumbre en el uso y abuso de poder. Una elite disconforme con el acuerdo constitucional termina negociándolo todo con el objetivo de obtener ganancias de corto plazo y aquello es nefasto.

El actual escenario político refleja esa situación. No existe acuerdo sobre cuestiones muy fundamentales y básicas partiendo por la duración del período presidencial, los poderes del Presidente, las atribuciones del Congreso, el poder del Tribunal Constitucional, el quórum para la reforma de leyes, el poder de las regiones y municipios, la norma que rige el sistema electoral, la definición de derechos políticos para nacionales que no viven en el país.  Suma y sigue.

Tampoco existe acuerdo sobre ciertos principios plasmados en la carta. En la Constitución la pena de muerte sigue siendo una posibilidad, el aborto es penalizado, los ciudadanos tienen el “deber de defender los valores esenciales de la tradición chilena” y todos los órganos del Estado -incluyendo a las Fuerzas Armadas y de orden- están llamados “a garantizar la institucionalidad de la República”.

El problema, entonces, no es si uno estaría o no dispuesto a dar la vida por un pedazo de papel, cuestión que en estos tiempos parecería absurdo. Se trata de algo todavía más elemental: la ausencia de un consenso básico sobre la forma en que debiese estar distribuido el poder en nuestra sociedad. Como ese acuerdo fundacional no existe, entonces los actores se desviven negociando pequeñas transformaciones al marco legal. No es casualidad que de las tres Constituciones mencionadas, sea la de 1980 la que más reformas ha experimentado en un período menor de tiempo.

Entonces, pese a que en el mes de la patria nos veamos inundados por un espíritu patriótico con olor a empanadas y vino tinto, con banderas y bandas militares, el arreglo social esencial -aquel que organiza la distribución del poder- sigue fallando. Este “18” nadie brindará por la Constitución. Y no podría ser de otra forma en un país sin lealtad constitucional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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