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La palabra del idiota: ¿Cuán democrática es internet?


En la popular columna de Marco Sifuentes, dedicada esta semana al tema de las direcciones que toma la difusión de la cultura en la era de internet (a propósito de un texto de Mario Vargas Llosa) leo el siguiente párrafo:

«La alta cultura siempre ha sido minoritaria. Internet simplemente le da voz a todos. Cultos e ignorantes, sabios e idiotas. Es verdad que nunca antes la palabra del idiota, siempre mayoritario, había sido tan difundida. Pero nunca antes se había difundido tanto todo tipo de palabra».

Lo más divertido de la cita, como es obvio, es la manera en que implícitamente parece explicar por qué esa misma columna y su autor tienen un auditorio más o menos amplio en la era de internet: «nunca antes la palabra del idiota había sido tan difundida».

Pero no es menos divertido comprobar la lógica desde la cual escribe: opone «cultos» a «ignorantes», con lo cual reproduce el modo más reaccionario de entender la cultura, y opone «sabios» a «idiotas», con lo cual da un paso hacia atrás que, creo, nadie se atrevía a dar desde la época de Lombroso o del primer darwinismo social: el mundo se divide entre quienes son cultos e inteligentes, por un lado, y quienes no sólo son ignorantes sino que son idiotas, por el otro.

Claro está, hay implícitamente un tercer grupo: quienes no tienen acceso a internet. Pero esos no importan lo suficiente para entrar en la clasificación: a decir del sabio Sifuentes, «internet le da voz a todos». Ese presumiblemente involuntario gesto discriminatorio responde a una de las fantasías más queridas por los idólatras del ciberespacio: la idea, ridícula y monumentalmente falsa, de que, en efecto, todos tienen voz en internet y que, además, esas voces no están jerarquizadas sino que se mueven en una suerte de espacio horizontal.

No es asi, claro está. Unos construyen el ciberespacio y otros se mueven limitadamente por él; unos lo regulan y otros habitan alguno de sus rincones; unos lo inventan y otros lo usan; unos lo legislan y otros siguen sus reglas; unos reciben sueldos por trabajar en él y otros no tienen siquiera los recursos para ingresar en él, aunque sea lateralmente, fugazmente. Una manzana de edificios en Palo Alto, California, tiene mayor influencia en internet que todos los entusiastas navegantes del Perú juntos; el ciberespacio está tan minuciosamente jerarquizado como cualquier otro espacio social. Quien piense que su posición en el ciberespacio es equivalente a la de Mark Zuckerberg, que levante su ejemplar de Perú 21.

Si no fuera patente esa jerarquización, lógicamente, no habría ningún motivo para la existencia de hackers y piratas y terroristas virtuales: ¿quién necesita romper las barreras, eliminar las diferencias y atentar contra los gregarismos y los secretos de un mundo abierto, horizontal e igualitario? A esto se me puede responder: si esa disputa existe es porque existe la posibilidad de convertir el ciberespacio en un espacio democrático. La respuesta es obvia: la misma posibilidad existe fuera del ciberespacio, pero eso no ha eliminado la jerarquización en ningún lugar del mundo.

En el mismo artículo de Sifuentes se cita la opinión de otros que, como yo pero con distintos argumentos, disienten de lo dicho por Vargas Llosa:

Diego Peralta recurre a Sauerberg para afirmar que internet supone un regreso a la oralidad: la era de la imprenta ha sido un paréntesis de 500 años dentro de una historia regida por lo oral o por la disputa jerárquica entre lo oral y lo escrito. José Enrique Escardó hace notar, citando al mismo Vargas Llosa, que la «alta cultura» (otra vez) es «obligatoriamente minoritaria». Víctor Krebs anota:

«Acostumbrado a pensar con la secuencialidad de la imprenta, por lo menos desde la modernidad, el hombre occidental ha identificado lo racional con el pensamiento lógico. Ello explica nuestra resistencia a los cambios que estamos presenciando, pues desde la perspectiva alfabética o escribal desde la que los estamos mirando es imposible encontrarles validación».

Más allá de lo anacrónicos que resultan algunos de los términos empleados («alta cultura» o «el hombre occidental»), hay que observar otras zonas oscuras. Parece descartable, por ejemplo, la noción de que el ser humano piensa secuencialmente, y no en simultaneidades: como cuando uno percibe no una nota sino un acorde musical, o presencia panorámicamente una pintura o una puesta de danza o un instante cualquiera de una película, captando en simultáneo los detalles y la totalidad de la imagen, el sonido y el sentido del diálogo, y a la vez construye unas formas de interpretación en las que conjuga y hace confluir los sentidos que encuentra en todas esas cosas.

Pero Krebs no sólo asegura que la forma de pensamiento del ser humano desde la modernidad es secuencial, sino que dice otras cosas, a saber, que ese fenómeno se debe a la imprenta y que es desde la aparición de la imprenta que «el hombre occidental» supone que la lógica es equivalente a la racionalidad. Mi impresión de no iniciado en estos temas es que desde Aristóteles, Occidente ha tendido a identificar lógica y razón pero que durante todos estos siglos ha habido minuciosos esfuerzos por distinguir la lógica como una forma altamente codificada de razón, no equivalente a la racionalidad, y que muchos de ellos han supuesto, precisamente, como fundamento, la idea de que no toda racionalidad se construye secuencialmente o, como lo hubiera puesto Aristóteles, silogísticamente.

Por supuesto, hay un peligro real en menospreciar o satanizar la cultura escrita y otro peligro paralelo en idealizar la oralidad. Comprar completos los ideales de la ilustración no es una apuesta más fallida que caracterizarlos simplemente como un autoritarismo egocéntrico que avasalla a lo oral o lo somete o lo relega y caracterizar lo oral, a su vez, como más democrático o más horizontal. Una biblioteca pública en un pequeño poblado amazónico puede interpretarse como un símbolo colonial, pero sabemos que es también un instrumento de democratización. Y las bibliotecas públicas siguen siendo más accesibles que internet para millones de personas. Esto para no mencionar otra cosa evidente: en un país como el Perú, con la flaqueza de nuestro sistema educativo y la opresión del analfabetismo al que una enorme cantidad de ciudadanos está sometida, hay un cierto componente ético que debe considerarse antes de celebrar la oralidad como una forma de interrelación y conocimiento en sí misma más democratica que la de las culturas escritas.

Si uno elige ver la dinámica de lo oral y lo escrito como una guerra de trincheras en la que hay que asumir una de las dos como posición a defender, dejará de ver, precisamente, lo más interesante de esa dinámica, que es la necesidad moderna de localizarse a la vez en ambos espacios. Pero incluso ese error es mucho más pequeño y perdonable que el que comete, por ejemplo, Sifuentes en su artículo, cuando considera que la apertura de un espacio relativamente democratizador y la apertura de un espacio para la idiotez son cosas semejantes.

Asumir que internet viaja en la dirección de una nueva oralidad, como hacen Krebs o Peralta o Escardó, o asumir que internet representa un nuevo paso en la secuencia de la ilustración y su ideal enciclopédico, como escribí yo mismo hace poco, no significa, en ninguno de los casos, festejar la aparición de una tierra de nadie autocelebratoria, en la que la expresión de la ignorancia sea la nueva cultura.

Y visto desde el otro ángulo: observar la aparición de un espacio global o comunal donde muchas voces pueden expresarse no implica de ninguna manera suponer que esas voces deban ser mayoritariamente «idiotas». Eso tiene nombres explícitos desde hace mucho: prejuicio y discriminación. O, en otras palabras: ¿qué habría que celebrar en un nuevo mundo en el que el más extraordinario instrumento de difusión jamás creado sirviera primordial y mayoritariamente para la expresión de la ignorancia propia y la feliz observación de la ignorancia ajena?

Cualquiera que sea el futuro de internet y el futuro de las formas humanas de conocimiento y racionalización, está claro que, en el presente, internet es hija de la cultura escrita, es una criatura enteramente construida por individuos letrados y que se alimenta del saber de letrados en mayor o menor medida. Hoy, confundir internet con el mundo es la falsedad más acuciante de todas las que se puedan proponer en relación con este asunto: es una falsedad que, en la práctica, cancela la existencia misma de todos aquellos que no tienen acceso al mundo virtual, y que quedan afuera de ese «todos» al que internet le «da voz».

¿Cómo se diferencia eso de las viejas sociedades en las que sólo quien supiera leer y escribir y «firmar su nombre» era considerado un ciudadano? Mi impresión es que no hay diferencia crucial. Estadísticamente,en todo caso, mientras el 80% de los habitantes del planeta saben al menos rudimentariamente leer y escribir, apenas un 30% tienen acceso a internet. Eso nos dice que es un error notable confundir el potencial democratizador de internet con su realidad actual: hoy y por mucho tiempo en el futuro, suponer que todas las voces del planeta están online será discriminar y volver invisible a la mayor parte de la humanidad.

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