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Plebiscito «por la educación» 7 y 8 de octubre. ¿Liberalismo o confrontación?

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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El contenido de alguna de las preguntas resulta, en este aspecto, contradictorio. Así, como casi todas, la pregunta 2 “¿Está usted de acuerdo con que las Escuelas y Liceos sean desmunicipalizados, volviendo a depender del Ministerio de Educación de forma Descentralizada, Participativa y Autónoma?” mezcla una serie de cuestiones diversas y complejas, pero reducidas a un simple “sí” o “no”.


Para evitar malos entendidos, parto declarando que, en lo sustancial, apoyo al movimiento estudiantil. Con su movilización, y sean cual sean los resultados más o menos inmediatos de ésta, este movimiento ha puesto en cuestión, inesperadamente, los principios fundamentales del “nuevo orden de la nación chilena”.

Es decir, su “libreto”, el cual fue -y difícilmente pudo haber sido ser de otra manera-  el resultado de una negociación cuyos términos la dictadura —derrotada en un plebiscito, pero detentora de buena parte del poder real—en gran parte impuso. De este modo, tal como lo he planteado en alguna columna anterior en este mismo medio, la democracia y las elites políticas han quedado bajo el peso de una hipoteca (una deuda o culpa, diría Nietzsche: metáfora de la entera situación chilena), que ha terminado, como muestran las encuestas, por arruinarlas sin distinción de color.

Ahora bien, la propuesta del plebiscito (“Consulta Ciudadana”) del 8 y 9 de octubre mueve a pensar. Estas líneas sólo pretender registrar tal reflexión.

[cita]El contenido de alguna de las preguntas resulta, en este aspecto, contradictorio. Así, como casi todas, la pregunta 2 “¿Está usted de acuerdo con que las Escuelas y Liceos sean desmunicipalizados, volviendo a depender del Ministerio de Educación de forma Descentralizada, Participativa y Autónoma?” mezcla una serie de cuestiones diversas y complejas, pero reducidas a un simple “sí” o “no”.[/cita]

Por cierto, no es lo mismo un plebiscito lanzado desde el Estado que desde un movimiento social. En el primer caso, lo que se pretende es hacerle el quite a la democracia representativa, apelando supuestamente al pueblo sin mediación. Digo supuestamente, porque en verdad hay la tremenda mediación: para no ir más lejos, la ejercida por los medios de comunicación, por los aparatos estatales y partidarios (por sus promesas y amenazas), etc. En el segundo caso (y muy particularmente, el de Chile, donde los mediadores, las elites, han quedado inquietantemente en el camino), y más allá de las intenciones de sus organizadores, el “efecto plebiscito” consiste, en principio, en articular una serie de demandas heterogéneas en un sólo movimiento, a la manera del “No” en el plebiscito de 1988. El paralelo se puede profundizar: en ambos casos, se trató y se trata de reposicionar la conflictividad inherente a lo político, neutralizada, sea por la represión dictatorial, sea por la sustitución, inherente al liberalismo, de la política por la tecnocracia (por la llamadas “políticas públicas”, que se anticipan a cualquier demanda de posibles actores sociales, los cuales no pasan entonces más allá de ser meramente “posibles”).

Es decir, para que lo político adquiera presencia, la mera multitud no basta. Se trata más bien, como el teórico político alemán Carl Schmitt lo enseñó, de generar una distinción binaria que Schmitt, con una franqueza (o ingenuidad) que ya no mucho se estila, denominó “amigo/enemigo”.  Y el mecanismo plebiscitario cumple con esta tarea de modo ejemplar. En efecto, lo que todo plebiscito opera es una feroz simplificación: opciones complejas se reducen a un simple “sí” o “no”.  De esta manera, a costa de tal simplificación —pero todo tiene su costo, en esta vida—  la conflictividad inherente a lo político cobra nuevamente presencia.

Ahora bien, cabe preguntarse si acaso los promotores de la Consulta tienen claro que esto es lo que, al menos en principio, están efectuando. Cabe, en primer lugar, porque el contenido de alguna de las preguntas resulta, en este aspecto, contradictorio. Así, como casi todas, la pregunta 2 “¿Está usted de acuerdo con que las Escuelas y Liceos sean desmunicipalizados, volviendo a depender del Ministerio de Educación de forma Descentralizada, Participativa y Autónoma?” mezcla una serie de cuestiones diversas y complejas, pero reducidas a un simple “sí” o “no”.

Pero además plantea una reivindicación, la de la autonomía de la educación, típica del liberalismo. Pues, en virtud de ella, la educación deja de ser un factor de unificación social bajo valores republicanos, para transformarse en un juego de diferencias (diferencias que, en un país como Chile, terminan fácilmente reproduciendo la estratificación social). Y, por lo demás, ¿cómo se conjuga esta reivindicación de la autonomía con la idea del carácter necesariamente “público” (ambigua palabra, que suele traducirse, lisa y llanamente, por “estatal”) de la educación, tal como aparece en la pregunta Nº1?

Por cierto, no estoy afirmando aquí que la diferencia sea en sí misma “mala”, ni que la reducción de las diferencias a una oposición binaria, imprescindible para que la conflictividad de lo político salga nuevamente a la superficie, lo sea tampoco. Pero poner ambas cosas en el mismo plano resulta alarmante: algo así como la expresión de una mentalidad de consumo, en virtud de la cual se eligen opciones con la misma liviandad con que se hace shopping o se eligen platos en un menú: militancia dura sí, diversidad liberal también.

Alarmante es también la pregunta 4: “¿Está usted de acuerdo con la necesidad de incorporar el  Plebiscito Vinculante, Convocado por los Ciudadanos, para resolver los problemas fundamentales de carácter nacional?” Con su vaguedad (¿convocado por cuántos ciudadanos?), esta pregunta contiene la promesa (y, a la vez, la amenaza) de poner fin a la política como actividad cotidiana, sustituyéndola por la conflictividad radical (sí/ no; amigos/ enemigos) entendida, no como excepción, sino como regla.

¿Es esto lo que se quiere? Por una parte, quien apuesta por la conflictividad  está unificando al partido de los “amigos”. Pero al costo de tener al frente a verdaderos enemigos. La historia política chilena muestra que al movimiento popular chileno no le ha ido nada bien en ese terreno, que colinda con el del conflicto armado (porque los enemigos, enemigos son, y se baten de esa manera).  Para no ir más lejos, durante el gobierno de la Unidad Popular, la ultraizquierda (MIR, PS de Carlos Altamirano, Mapu Garretón) jugó a extremar la conflictividad de lo político. Salvo un “pequeño” detalle: a la hora de la verdad (que más temprano que tarde, siempre llega), no había materia (“fierros”, como se decía) para respaldar tan incendiarias palabras. ¿Habrá mañana tal materia, o se tratará de otra fanfarronada irresponsable, de otro lamentable caso de “the chilean way”?

Por cierto, se podría decir que la Consulta Ciudadana que comento refleja, más bien, la diversidad de la movilización social de los meses recientes (de hecho, las preguntas en cuestión se responden separadamente). Pero esta diversidad —desde el mismo carácter de Carnaval o Love Parade  que ha caracterizado a las multitudinarias manifestaciones— constituye una escena típicamente liberal, de la cual incluso policías y “encapuchados” entran a formar parte. Liberal, porque el liberalismo político tiene su núcleo de sentido, no en la consecución del lucro a toda costa, sino precisamente en un Estado neutral que, idealmente, permite que todas las diferencias (religiosas, sexuales, filosóficas, etc.) se expresen, siempre y cuando se restrinjan a una esfera privada (es decir, que no pretendan hegemonizar la vida pública).

Sin duda, se puede argumentar muy seriamente en el sentido de que la neutralidad de tal Estado no es más que una mentira (una ficción); tal como sería una ficción la diversidad que pretendería albergar. Yo mismo, por lo demás, pienso que es así. No obstante, no hay, en condiciones modernas, una política, una forma de organización social que sea “verdadera” (natural, divinamente revelada, etc.). Sólo hay, sólo puede haber ficciones performativas (es decir, que operan efectos sobre lo real). Hay, claro, ficciones mejores y peores y, dentro de ciertos límites, es posible elegir la ficción al interior de la cual se quiere vivir. Pero sólo dentro de ciertos límites. Y, es de esperar, con conciencia de que se trata de una ficción, nada más, nada menos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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