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Ratzinger y el capitalismo

Pablo Torche
Por : Pablo Torche Escritor y consultor en políticas educacionales.
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Joseph Ratzinger adoptó el nombre de Benedicto, ente otras razones, porque representaba una línea de Papas que enfatizaba la unión entre la fe y la razón, un desafío fundamental que enfrenta la cultura contemporánea. Ratzinger siempre ha defendido que ambos conceptos no son opuestos, por el contrario, demandan una integración mutua. En un debate con el famosos filósofo alemán Jürgen Habermas, adalid del secularismo, Ratzinger declaró textualmente: “La religión debe permitir siempre ser purificada y estructurada por la razón” y así también señaló que el racionalismo debe desarrollar la “disposición para escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad”. Este vínculo entre razón y religión debería servir, según Ratzinger, para prevenir lo que denominó las “patologías de la religión”, así como también las “patologías de la razón”, dos lacras que sin duda sientan algunos de los dilemas políticos más profundos de nuestra época.

Esta visión, por así decir “abierta a la razón” de Ratzinger, ha caracterizado el aspecto “reformista” de su pensamiento desde sus inicios, y fue sustantivo en el rol que jugó en el Concilio Vaticano II, como joven y brillante asesor del cardenal Josef Frings. Pero posteriormente Ratzinger se distanció de las conclusiones que comenzaron a extraerse de los resultados del Concilio, en una atmósfera de Guerra Fría, y bajo el influjo de una interpretación bastante literal del pensamiento marxista. Evolucionó entonces, gradualmente y por reacción, a lo que aparece como el polo más conservador de la Iglesia Católica.

[cita]Durante las décadas de la Guerra Fría, pareció que el rechazo a la Teología de la Liberación significaba un viraje de la Iglesia a la derecha, y en la práctica bien puede haber sido así. Pero después de la caída del muro de Berlín, ha quedado claro que el giro de la Iglesia nunca fue una defensa del capitalismo, sino más bien una reacción entre dos bloques, uno de los cuales era abiertamente anti-religioso.[/cita]

De cualquier forma, como Papa, Ratzinger ha sido indudablemente menos conservador que Juan Pablo II (lo que no es muy difícil, hay que reconocerlo). Adoptó una postura infinitamente más decidida frente a los casos de abusos sexuales, fue el primer Papa que pidió perdón (en lengua vernácula), se reunió con las víctimas y definió medidas mínimas de transparencia (algunas de las cuales, nos enteramos ahora, fueron duramente resistidas por la curia). En su gestión ha luchado también por darle más transparencia al llamado “Banco Vaticano” (otra lucha muy resistida), y más importante aún, ha publicado una serie de libros como Sumo Pontífice en los que fustiga duramente algunas de las clásicas hipocresías del catolicismo, en particular de aquel catolicismo basado en la pura norma, a veces como símbolo de estatus o mecanismo de discriminación, pero sin un compromiso real por el otro. Es cierto que en temas de moral sexual, y en particular en relación con la homosexualidad, no ha aportado mayores cambios, sin embargo, para una religión que considera pecado las relaciones sexuales prematrimoniales, el uso de preservativos, y hasta la masturbación, resulta al menos un poco acelerado pedirle cambios en materia de homosexualidad, a un pontífice octogenario.

En lo político, es cierto que Ratzinger ha sido durante toda su carrera un acérrimo opositor de la Teología de la Liberación, cruzada en la que secundó fielmente a Juan Pablo II y que fue instrumental también para encumbrar a los movimientos ultraconservadores, como el Opus Dei y los Legionarios de Cristo. Pero también es cierto que en las décadas de la Guerra Fría, era muy difícil que el Vaticano apoyara una visión teológica que obviamente buscaba interpretar los postulados de la Iglesia a través de una matriz histórica y política de raigambre marxista, y que perseguía una muy discutible “politización” de la Iglesia. Puede que los principios de la Teología de la Liberación, orientados a un mayor compromiso y justicia social, hagan sentido a muchos fieles y no fieles, pero era obvio que en las décadas de los ’60, ’70 y ’80, el riesgo de instrumentalización de la religión era real, y que era muy difícil que el Vaticano favoreciera el acercamiento con una ideología que buscaba abiertamente proscribir la libertad de culto, y en general secuestrar la vida espiritual en pro de un materialismo rampante. Pedirle esto a un Papa polaco y a un cardenal alemán, que habían vivido bajo dictaduras bastante infernales, era una pretensión histórica, por decir lo menos, peregrina.

De cualquier forma, durante las décadas de la Guerra Fría, pareció que el rechazo a la Teología de la Liberación significaba un viraje de la Iglesia a la derecha, y en la práctica bien puede haber sido así. Pero después de la caída del muro de Berlín, ha quedado claro que el giro de la Iglesia nunca fue una defensa del capitalismo, sino más bien una reacción entre dos bloques, uno de los cuales era abiertamente anti-religioso.

Una vez que el fantasma de los totalitarismos de Estado comenzó a diluirse, el Vaticano ha avanzado cada vez con más decisión hacia una postura crítica del capitalismo, que se ha expresado con toda su fuerza en la última encíclica de Ratzinger, “La caridad en la verdad”, cuya traducción literal es en realidad “El amor en la verdad” (nunca he entendido el origen de este grueso error de traducción, que ciertamente desvirtúa el mensaje papal).

En ésta encíclica Ratzinger critica sin ambages un sistema económico regido únicamente por las leyes del mercado, lo que constituye de facto un cuestionamiento al principio fundamental del modelo capitalista (en particular al que se intenta aplicar en Chile). En general, toda la encíclica es un cuestionamiento de fondo, y bastante radical, al peligro de un sistema económico exento de visiones morales, que ha “tiranizado la libertad de la persona”.

En este sentido, el discurso del Papa se asemeja sorprendentemente al que ha articulado en algunas apariciones públicas el presidente de Uruguay, José Mujica. En su encíclica, Ratzinger expresa que sin formas internas de solidaridad (es decir, sin valores de algún tipo), el mercado ni siquiera puede cumplir su función económica. Por ende, la acción del mercado debe estar enmarcada en una lógica política (sic), basada en la justicia social, y con un claro énfasis redistributivo. Se hace también un llamado expreso a “evitar el empleo de ingentes recursos económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas», así como a “evitar desigualdades moralmente inaceptables”, a la vez que se señala explícitamente la importancia de los esfuerzos redistributivos y de ampliar (y no reducir), los derechos de los trabajadores.

Todos estos conceptos son ataques directos al corazón del capitalismo, es decir, un cuestionamiento de la capacidad de la lógica mercantil para articular por sí sola la sociedad y las relaciones humanas, al lucro como fin en sí mismo y al peligro creciente de una economía inhumana y deshumanizante. Esto, que también es dicho por la encíclica de modo casi textual, es lo mismo que sostiene en la actualidad el pensamiento de izquierda y, en las condiciones actuales, casi cualquier persona con dos dedos de frente.

Es una lástima que todas estas ideas hayan pasado en buena parte desapercibidas, a causa de una caricatura bastante burda y adocenada del Papa, basada en el hecho de que es alemán, que usa zapatos rojos, o que no tiene la fisonomía típicamente caucásica y muñequil de Juan Pablo II. Todas estas cuestiones superficiales y hasta infantiles sólo han servido para oscurecer una visión quizás más profunda, que pone en tela de juicio la ideología política dominante de nuestra época, a la vez que ofrece vías de salida y nuevas síntesis de carácter bastante radical.

La derecha en tanto, se ha ocultado quizás cómodamente detrás de todos estos voladores de luces, para que esta encíclica pasara literalmente “piola”, o bien ha tratado de aminorar o escabullir su mensaje más radical, a través de la típica estrategia de reducir cualquier mensaje religioso exclusivamente a un campo individual y no más social o político. El decano de la Facultad de Economía de la Universidad Católica, por ejemplo, Francisco Rosende, señaló en su momento que la encíclica no se dirige a un “modelo económico” sino a “personas que circunstancialmente ocupan un cierto rol en la sociedad”, cuando cualquier persona que lea las palabras de Benedicto XVI se da cuenta que hay una interpelación directa de modelos y sistemas políticos, económicos y sociales. También esta tergiversación burda y oportunista de las palabras de Ratzinger, han “pasado piola” en el debate.

En el fondo, lo que se deriva de la encíclica —a mi juicio— es la crisis antropológica que plantea el capitalismo, al promover un modelo de ser humano definido exclusivamente en una perspectiva individualista, guiado por la codicia, la persecución de ganancias materiales y la competencia con el otro por obtención de mayores beneficios.

En el fondo, me parece que esta visión restringida de ser humano constituye también una “patología del racionalismo”, por usar la expresión del Ratzinger, es decir, un intento por reducir toda la experiencia humana a algo puramente cuantificable, a veces monetarizable, una tendencia sin duda cada vez más acentuada en nuestra época, y en particular en nuestro país (basta ver aspectos tan diversos como la farándula, los realities, la forma de fijar el salario mínimo y las leyes laborales).

Sin duda la crítica al capitalismo, y sus implicancias sociales, políticas e individuales, puede realizarse desde muchos puntos de vista: algunos más políticos, otros más religiosos, otros más ecológicos o estrictamente culturales. Obviamente cada quien es libre de determinar desde dónde se sitúa, y no tiene que estar enmarcada en una creencia religiosa determinada. Pero creo que sería erróneo, e incluso poco inteligente, desconsiderar por completo la voz de la Iglesia, cediendo a estereotipos o prejuicios superficiales, o simplemente porque en temas de moral sexual tiene (y siempre ha tenido) visiones contrarias al espíritu predominante de los tiempos. Creo que sería más acertado, tanto para católicos como no católicos, escuchar con más atención el mensaje social y político de la iglesia, y atreverse a extraer del mismo las conclusiones que aporta para el debate y los dilemas de nuestro tiempo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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