“No son víctimas de nadie, ni hay confabulación alguna en su contra, solo cosechan lo que sembraron, creyendo con soberbia que gozaban de la más absoluta impunidad”, Gloria Laso.
La vejez es una condición natural, desdichada, pero inevitable al fin. Podría decir que es “la etapa más linda de la vida”, pero no lo es. Cuando el doctor Henry Marsh se convierte en paciente y se le da la oportunidad de ver un escáner de su cerebro, escáner como los miles que en su condición de neurocirujano había analizado, no vio sino algo como una ciruela seca y arrugada: “Mi cerebro de 70 años estaba encogido y marchito”, escribe descorazonado el médico. No era el flamante cerebro de los libros de anatomía. Era un miserable trozo de sesos arrugados. Líbreme el Altísimo o quien fuere de ver mi hígado, prefiero imaginarlo de primera y no entregado a su propia miseria. Podemos, con bastante dinero, remodelar el envoltorio, pero lo comido y lo bailado no nos lo quita nadie, ni el mejor cirujano siquiera.
Con la conciencia pasa algo parecido. El abuelito de Heidi nos resulta simpático y ¡vaya uno a saber si Heidi guarda un solo recuerdo que valga la pena del tal abuelo!
La conciencia es como el cerebro de nuestro amigo Marsh. Corrugada, compleja, atrofiada, abollada de tanto año transcurrido, la conciencia es un monitor del que es difícil deshacerse. Mi madre sufrió hasta sus noventa y tantos años por haber cacheteado a mi hermano cuando él detuvo un ascensor entre piso y piso. Huelga decir que ella sufría de claustrofobia. Y fueron todos esos años de tormento por haber propinado un castigo físico a su hijo los que le tocó vivir. Y, ¡qué modo!, hasta el día de hoy me penan las notas mal puestas, las injusticias de las que puedo haber sido causante, de los atropellos que puedo haber cometido. No me cabe reclamar por ello clemencia alguna.
Líbreme el Altísimo –mi conciencia, en realidad– de invocar mi edad para pedir misericordia. Viejo y todo no me cabe sino asumir las consecuencias de mis acciones. Como mi madre, como todos los viejos del mundo, estamos llamados a pagar por nuestros propios actos; no me cabe sino asumir y enfrentar a rostro descubierto la infortunada circunstancia de la que puedo haber sido causa.
La vejez no es un estado que reclame compasión –¡terrible sería que así fuera!–. La vejez, como cualquier otra condición de la vida humana, como la de un joven de quince años o una mujer de dieciocho o un señor que entra en sus cuarenta, exige respeto y dignidad. Invoco otra vez a mi madre –para nada santa sino mujer de este mundo, socialista por defecto y allendista de corazón–, a quien repugnaba la idea de ser “abuelita”, de ser tratada de tú o de “niña “ o “mami” por algún entusiasta monitor de programas para la tercera edad. La dignidad, para ella, para mí, para mi compañera y para mis hijas, hijo y nietas, es cuestión de cariño, de afecto, de respeto, de preocupación. Es lo que amerita la reponedora del supermercado, el motoboy y yo también.
En nuestra condición de viejas y viejos, cargados a la gastritis y al colesterol, no cabe sino asumir de buena manera lo que hemos hecho a lo largo de nuestras vidas.
Pedir clemencia en virtud de nuestra edad es un acto de profunda cobardía: la vida se enfrenta a rostro descubierto, mirando a los ojos, como lo hiciera hace medio siglo Freddy Taberna ante un pelotón de fusileros en el norte de nuestro país, a sus apenas treinta años de edad. Si sus victimarios y sus descendientes se arrodillan para lograr la libertad de estos “pobres viejitos” es porque, sin duda, volverían a aplastar los dedos de Víctor Jara, volverían a matar a Freddy. Traicionarían, como traicionan a sus propias conciencias, a quien se interpusiera en el ejercicio de sus cobardías.
La vida se vive de frente, a los cinco, a los cuarenta o a los ochenta años, independientemente de cuán arrugado se encuentre el cerebro o cuán obstruido el riñón izquierdo. Si a los veinte o a los ochenta años corresponde la cárcel –y vaya que corresponde en los crímenes de lesa humanidad–, ¿qué cabe sino cumplir con ello? Y cumplir en las mismas condiciones de respeto y dignidad que ameritan el narcotraficante, el violador o el pedófilo (aunque me duela incluirles aquí), sean de veinte u ochenta años de edad, con el agravante de ser los delitos de lesa humanidad aún más graves. Si la juventud es una enfermedad que se quita con los años, la vejez es algo que se quita con la muerte, lo que, sin duda, es el más alentador de los presagios.